– XV –

El Peugeot negro cruza a toda velocidad la avenida Corrientes con el semáforo en rojo y avanza por la calle Jorge Newbery. Recién al llegar a la altura de Caldas, Pablo le pide a Bermúdez que se detenga.

—Acá está bien.

—¿Acá?

—Sí, antes la pared era demasiado alta. Suba a la vereda y ponga la trompa del coche contra el paredón.

—¿Y por qué quiere que haga eso?

—Porque lo necesitamos para treparnos.

A pesar de sus dudas, el policía obedece.

—No entiendo por qué no me dejó llamar a la central para que nos mandaran refuerzos y pidieran que nos abrieran el lugar.

—No se ofenda, pero con la burocracia y los tiempos que ustedes manejan, estoy seguro de que no íbamos a llegar a tiempo.

—¿Y por qué mejor no encaro contra la reja? Estoy seguro de que se abrirá fácilmente, debe tener apenas un par de candados. ¿Para qué más, si no hay riesgo de que nadie se escape de acá?

—Es cierto, pero haríamos demasiado ruido y eso podría alertar a Santana, y ese es un riesgo que no podemos correr. Después de todo, nuestra única ventaja es la sorpresa.

Sin decir más, Pablo desciende del auto, se sube a la trompa y desde allí intenta alcanzar la parte superior del muro.

—Pare un poco, no salte así que me lo va a romper todo. —Rouviot lo mira con furia—. Bueno, está bien, no se enoje —agrega y también se para sobre el auto—. Deje que lo ayudo.

En un movimiento rápido, Bermúdez entrelaza los dedos de sus manos dejando las palmas hacia arriba para hacer una improvisada escalera. Pablo apoya su pie izquierdo y se impulsa hasta alcanzar la cima. Una vez allí, desliza su abdomen sobre la pared y cruza una pierna para el otro lado.

—¿Y ahora cómo subo yo? —pregunta el policía.

Rouviot, ansioso, observa el lugar.

—Pise en ese ladrillo que sobresale, tome impulso, salte y estire las manos que yo lo agarro.

El hombre lo mira absorto.

—¿Se piensa que somos trapecistas? Nos vamos a matar.

—Mientras caigamos adentro, no importa. Además, no hay mejor lugar para morir, ¿no le parece? —Lo ve dudar y lo increpa—. Decídase de una vez. O se anima, o me voy solo.

Resignado, Bermúdez hace lo que le indicó. Experimenta un pequeño vértigo al dar el salto, pero de inmediato siente las manos de Rouviot que lo sostienen y, luego de unos segundos en los que ambos están a punto de caer, consigue apoyar su pierna y equilibrarse. El descenso, por suerte, es mucho más sencillo. Al llegar al otro lado, se sacuden las manos en los pantalones y se miran.

—¿Y ahora, para dónde debemos ir?

—Hacia allá —señala Pablo.

—¿Está seguro?

—Al menos, es lo que entendí por las indicaciones de Laura.

—Bueno, vamos entonces.

El policía comienza a caminar por el asfalto y su compañero lo detiene.

—¿Qué hace?

—Sigo sus instrucciones. Voy para allá.

—Sí, pero si agarra la senda, el trayecto se va a alargar mucho y no podemos perder ni un segundo.

—¿Y qué propone?

—Que cortemos camino yendo en diagonal.

—¿Le parece? —cuestiona el policía observando el recorrido que le sugiere.

—Sí —responde Pablo con seguridad y se lanza con la mayor rapidez que puede.

Bermúdez lo sigue, maldiciendo.

—Estamos pisando las tumbas de esta pobre gente, Rouviot.

—No se preocupe, no creo que se enojen.

—Usted no tiene respeto por nada —sentencia sin dejar de avanzar—. Y encima, con esta noche de lluvia cerrada no se ve un carajo. Deberíamos haber traído algo para alumbrarnos.

Por toda respuesta, Pablo enciende la linterna de su celular y lo mira.

—Ya le dije, subcomisario. Va a tener que aggiornarse.

Un par de minutos después llegan al sector de los panteones y ralentizan la marcha. Agitados, se inclinan, ponen las manos sobre las rodillas e intentan recuperar el aliento.

—Dígame, ¿por qué piensa que están acá, en el cementerio?

—Porque es el lugar en que murió Julieta, sobre el cuerpo de Romeo.

—Y usted cree que, en la locura de Santana, Hernán Hidalgo es Romeo.

—Exactamente.

—Espero que tenga razón porque, si se equivocara, ya sería demasiado tarde para intentar cualquier otra cosa.

—Lo sé.

Miran hacia esas pequeñas casas que albergan cadáveres y una frase viene a su mente.

—¿Tienen sentimientos, me pregunto, esos blancos seres silenciosos a los que llamamos muertos?

—¿Qué dice?

—Es una pregunta que se hace Dorian Gray al enterarse de que Sibyl Vane ha muerto.

—¿Y por qué en este momento se le ocurre eso? —Pablo se encoge de hombros—. Qué bueno que no lo sepa. Pensé que era otra pista, y ya no hay lugar para descubrimientos nuevos. ¿Y ahora? ¿Cómo sabemos cuál es la bóveda de la familia Hidalgo?

—Laura me dijo que desde acá siguiéramos la senda y dobláramos en la segunda calle que sale a la izquierda, que estaba en la tercera cuadra.

—Bueno, por suerte son cuadras cortas.

Con la respiración más calma, retoman la marcha con paso apurado, pero sin correr. Al llegar a la vía señalada, giran, pero Pablo lo toma del brazo y lo detiene.

—Bermúdez, esto está a punto de terminar y no puedo predecir cuál será el final de la historia. Sepa que, más allá de lo que pase, le estoy muy agradecido.

—¿Por qué?

—Por confiar en mí. Yo no podría haber llegado hasta aquí solo. Pero ahora, le pido que me espere acá. No sé con qué pueda encontrarme, y no quiero su muerte en mi conciencia.

Por primera vez desde que lo conoce, esos ojos claros lo miran con ternura.

—Déjese de joder. Usted me hizo sentir útil de nuevo, y no lo pienso abandonar ahora. Llegamos hasta acá juntos, y así vamos a seguir. Pase lo que pase.

Y en la noche oscura, bajo una lluvia persistente, las dos figuras sombrías se dan un abrazo en medio del silencio sepulcral antes de retomar la marcha.

Al cruzar la tercera calle, Pablo señala un punto a la distancia.

—Fíjese, allí hay una luz. No creo que nadie esté poniendo flores a un pariente a estas horas.

—Comparto su brillante deducción. Vamos.

—Sí, pero sígame a una distancia prudencial, no quiero que Santana lo vea. Él no sabe que somos dos y, si piensa que estoy solo, podemos conservar nuestra ventaja.

Bermúdez asiente y deja que se le adelante unos veinte metros. Siente cómo su corazón se acelera y algunas gotas de sudor le aparecen en la frente. No cabe dudas de que se está estresando, y se alegra de eso. Sabe que el estrés es indispensable para que el cuerpo y la mente se activen y respondan con rapidez. Es lo que lo ha mantenido con vida en muchos momentos de su carrera policial. Al rato, observa cómo el psicólogo se detiene frente a la puerta de la bóveda y, aunque no puede escuchar lo que ocurre, lo ve abrir sus manos y separar los brazos del cuerpo.

La voz serena de Pablo retumba en el interior del pequeño espacio.

—Piedra libre para Dante Santana.

La luz que lo enfoca de inmediato, le impide ver qué pasa adentro, pero logra percibir el sollozo de Sofía y la risa suave de Dante.

—Bienvenido, y lo felicito —responde el joven con amabilidad—. No pensé que fuera a descifrar el misterio. Aunque, quizás, deba reconocer que mis pistas fueron demasiado obvias.

—De ninguna manera. Fue muy difícil encontrarte —elige el tuteo para acortar la distancia emocional—. Aun así, creo que gané la partida y, como buen perdedor, deberías aceptarlo y dejarla ir.

Tras una pequeña pausa, Dante le responde.

—No es tan fácil como cree. ¿Quién le dice que, previendo esto, no guardé un último juego para esta situación?

Es evidente que está ante una persona inteligente y calculadora. Sin embargo, la angustia que percibió en las sesiones que tuvo con José le permiten diagnosticar que no es un perverso. No obstante, dada la magnitud de las cosas que hizo, debe prepararse para lidiar con alguien amable, culto, pero peligroso.

—Es cierto —contesta, pensativo—. Descarto que una mente como la tuya debe haber preparado un desafío nuevo para la escena final, y tomo el guante.

—No le queda otra opción.

—Eso también es cierto —señala intentando mostrarse relajado—. ¿Y bien? ¿Cómo seguimos?

—Para empezar, le aviso que tengo un revólver acariciando la sien de Sofía, así que haga todo lo que le ordene si no quiere ser el causante de su muerte.

Pablo se ríe.

—Dante, no me subestimes. No voy a sentirme culpable si la matás, porque es probable que esa decisión la hayas tomado hace mucho tiempo. De modo que te propongo que ambos nos tratemos con el respeto intelectual que nos merecemos.

Tras una pausa, llega la respuesta.

—Me gusta esto, es toda una sorpresa. No creí que iba a enfrentarme a un policía tan lúcido. Lo subestimé. Espero que me disculpe y le ruego que deje su arma en el piso y entre a la bóveda.

Pablo está tenso, pero no puede permitir que sus nervios le jueguen una mala pasada. Sabe que, toda posibilidad de salir ileso de esta situación y rescatar a Sofía, depende de la calma que pueda mantener.

—Te equivocás, no soy policía, así que no llevo armas. Soy un amigo de José, también psicoanalista.

La risa de Dante es estentórea y, dado el contexto, genera un clima absurdo.

—Confieso que saber eso me tranquiliza bastante. Me siento menos torpe al haber sido descubierto por un intelectual. Sin embargo, antes de seguir necesito hacerle una pregunta y le pido que sea honesto conmigo. Tenga en cuenta que, si alguna de sus respuestas no me resulta creíble, mi dedo índice puede temblar y, sin querer por supuesto, apretar el gatillo.

Pablo finge una sonrisa. El silencio es tal que puede escuchar su propio corazón.

—Si ha llegado hasta acá, usted debe ser una persona muy lúcida.

—¿Entonces?

—Entonces, que empiece el juego. Entre libremente, por su propia voluntad, y deje parte de la felicidad que trae.

—Por supuesto, conde —responde Rouviot intentando aparentar una tranquilidad que no tiene, e ingresa a la bóveda.

—Veo que leyó a Bram Stoker —señala Santana.

—Sí, pero no es ningún mérito. Casi todo el mundo conoce la historia de Drácula.

—Es cierto. Siéntese —lo invita—. Puede hacerlo en el piso o en algún espacio que quede al costado de los cajones. Créame que nadie va a protestar.

Está tratando de medir su entereza. Por eso, Pablo elige acomodarse sobre el primer compartimento y apoyar su espalda en uno de los féretros. El contacto con la madera fría lo conmueve, pero procura no evidenciarlo.

—Dante, vos tenés un arma, yo no, y eso implica que el control de la situación es tuyo. ¿Sería mucho pedirte que dejaras de alumbrarme? Después de todo el trabajo que me costó encontrarte, creo que me gané el derecho a mirarte a la cara.

El joven no duda en apagar la linterna en ese mismo instante. A los pocos segundos, los ojos de Rouviot se acostumbran a la penumbra y puede percibir con claridad lo que tiene en frente: el gesto de pánico de Sofía, el arma en su cabeza, y la sonrisa amable de Santana. Se lo ve mucho más joven de lo que había imaginado. Sus rasgos son suaves y delicados, y su aspecto es encantador. Pablo lo mira directo y le sonríe también.

—¿Me parece a mí o nos conocemos? —le pregunta.

—Yo no diría que nos conocemos, solo tuvimos un encuentro casual. —Rouviot lo interroga con la mirada—. En el hospital. Usted venía corriendo y quería saber en qué piso se encontraba la sala de Terapia Intensiva.

—Claro —recuerda—, el enfermero.

—Sí. Sepa disculparme. No fue un disfraz demasiado original, pero dadas las circunstancias era necesario. Cuando vi que a Heredia en lugar de llevarlo a la morgue lo trasladaban al Clínicas, no tuve más remedio que acercarme a averiguar.

—Entiendo. —Lo mira Pablo con detenimiento y lo adula—. Sos muy hermoso.

—Gracias. Pero no crea que va a seducirme con halagos.

—Lo sé.

—¿Y cómo lo sabe?

—Porque pensé tanto en vos en estos días que te conozco más de lo que creés.

—¿Ah, sí? ¿Y qué quiere decir con eso?

—Que sé que no podría seducirte porque, como le dijiste a José, no se trataba de que te gustaran los hombres, solo te gustaba Hernán. Flavio fue apenas un daño colateral, algo indispensable para llegar a lo que en realidad deseabas. —Es tiempo de hacer la primera movida, aunque con mucho cuidado—. En cuanto a lo que pasó entre vos y Francisco Mansilla, preferiría dejarlo en el marco de tu intimidad. Sofía no tiene por qué enterarse de ciertas cosas.

Él asiente en silencio.

—Se lo agradezco.

—No hay por qué. A lo sumo, digamos que me debés una. ¿Qué te parece si, a cambio de mi discreción, sacás el revólver de su cabeza? Este lugar es demasiado chico para que podamos escapar sin que nos dispares. Es más, si la dejás sentarse al lado mío, tendrías que estar atento a una sola dirección y podrías controlarnos mejor. ¿Qué te parece?

—Me parece bien —responde al tiempo que baja el arma y la empuja suavemente hacia Pablo—. Sentate a su izquierda —le indica—, del lado más distante a la salida. Por lo que veo, al señor no solo le interesa atraparme, sino que te valora mucho.

—¿Y eso qué tiene que ver? —pregunta ella.

—Que, si estuvieras del lado de la puerta, él podría pararse a modo de escudo mientras escapás, en cambio, no va a irse de acá sin vos.

De un modo extraño, a pesar de la situación, Rouviot experimenta una sensación de calma. En estos pocos segundos ha comprendido que la intrincada mente de Dante no va a permitirle que arruine su escena final con un crimen burdo. A su manera, es un artista, y requiere que su obra tenga algún sentido. Sofía se le acurruca y la siente temblar en sus brazos.

—Gracias —susurra Pablo.

—Al contrario, me gusta pagar mis deudas. Ahora estamos a mano. La cuestión es que su presencia cambia un poco mis planes —comenta a la vez que saca del bolsillo dos frascos marrones y se los muestra.

—¿Qué es eso? —pregunta ella.

—Una manera personal de jugar a la ruleta rusa. Sofía es profesora de literatura, y descarto que también usted ha leído a Shakespeare, de otro modo no habría llegado hasta acá. Por lo tanto, los dos saben el rol que el veneno jugó en el drama de Sibyl Vane.

—Por supuesto.

—Bueno, en uno de estos frascos hay cianuro. Hubiera preferido que fuera ácido prúsico, para ser textual a la novela, pero resultó difícil de conseguir y supe que debía ceder ese detalle estético. Al principio, pensé utilizar veneno para ratas, pero no me pareció un final atinado para ninguno de los dos, por eso elegí el cianuro, un veneno con otro glamour y que, además, tiene una ventaja: se consigue con facilidad y es muy sencillo de preparar. Los tres somos lectores, por ende, nuestro contacto con él es cotidiano pues se utiliza en la fabricación del papel en que se imprimen los libros que tanto nos gustan.

—Es cierto —acota Pablo dispuesto a hacer una segunda movida—. También en la revelación de fotografías, como la que había en la entrada del departamento de Hernán. Supongo que la recordarás.

Santana le clava la mirada. Por un momento, parece a punto de perder la calma, y Rouviot comprende que debe andar con más cuidado. No olvida el ataque de furia que tuvo en una de las sesiones con José. Por suerte, Dante se recompone con rapidez.

—Ya hablaremos de Hernán, si es lo que quiere. Pero antes déjeme que le cuente algo acerca de esta noble sustancia. —Mira a Sofía—. El cianuro, diluido en agua, puede no dañar a un ser humano si su concentración es pequeña, digamos entre cinco y siete microgramos. Diría que, en esos casos, ni siquiera nos daríamos cuenta porque no habría síntomas. Si aumentáramos la concentración, a setenta microgramos, por ejemplo, bastaría para matar a un pez, pero no a un hombre, aunque esta vez sí sufriría algunos dolores. En cambio, si lo que ingerimos superara los doscientos microgramos por litro de agua, no habría especie sobre la tierra que pudiera sobrevivir. Bueno, uno de estos frascos tiene una concentración de trescientos microgramos. Usted sabe lo que eso significa, licenciado. —Pablo asiente—. El cianuro impide que el oxígeno pase de los glóbulos rojos a las células del organismo, lo que implica que la persona no podría respirar.

Rouviot querría no ahondar en el tema para no aumentar el miedo de Sofía, pero Santana no piensa darle ese privilegio. Está disfrutando del momento.

—Por lo tanto —continúa—, los primeros en notar la intoxicación serán los órganos que más requieren de oxígeno: el cerebro y el corazón. Habrá una parálisis respiratoria, convulsiones, una sensación de ahogo y quemazón hasta que el pulso se haga cada vez más lento, el rostro se vuelva azul y la víctima entre en coma. Mírele el lado bueno: será breve. La muerte, muchas veces, suele ser un alivio. ¿No le parece?

Ahora sí, el pulso de Pablo se acelera.

—Dante, hace un instante dijiste que el veneno para ratas no te parecía una muerte digna de ninguno de los dos.

—Es que no contaba con su presencia. Esto era entre ella y yo —se justifica—. Usted sabe que los griegos desconfiaban del destino, básicamente porque creían que no había posibilidad de huir de él. Pienso lo mismo. Por eso, para darle a Sofía la posibilidad del azar, se me ocurrió esta especie de ruleta rusa. —Empuja los dos frascos hacia adelante y la mira—. En uno de estos recipientes hay cianuro como para matar a un elefante, en el otro, solamente agua. Como dije, quiero darte el beneficio de que elijas primero, así tu vida o tu muerte son opciones que quedan en tu mano. Yo me tomaré el otro, y prometo aceptar el resultado.

Sofía lo mira incrédula y el teléfono de Pablo la sobresalta. El rostro de Santana se vuelve amenazante.

—¿Quién es?

Rouviot saca con cuidado el celular y mira la pantalla.

—Helena, mi asistente. Está en el Hospital de Clínicas junto a la esposa de José.

—No conteste. Esperemos un segundo y escuchemos el mensaje. —Menea la cabeza—. Una verdadera lástima lo de Heredia. Era un buen tipo. Le juro que nunca confié en alguien como en él y le estoy muy agradecido, me ayudó mucho.

—¿Por qué intentaste matarlo, entonces?

—No tuve otra opción.

Pablo recuerda y hace su tercera movida.

—Lo mismo dijiste con respecto a Hernán. Que no iba a tener otra opción más que elegirte, pero no fue así.

Nuevamente, las pupilas de Santana se dilatan y el arma tiembla en sus manos. Perece ser que el solo nombre del joven Hidalgo basta para desestabilizarlo.

—Es que él no sabía.

—¿Qué no sabía? —pregunta Sofía, y Pablo le aprieta el brazo para que se calle y lo siga en el juego.

—Lo que había entre nosotros —contesta Dante alzando la voz—. De lo contrario, siempre me hubiera elegido a mí. Nunca te amó, solo fuiste una estúpida herramienta para que su familia lo aceptara. Pero jamás podría haber sido feliz con vos.

—Tiene razón —acota Pablo mirándola—. Y aunque te duela, vas a tener que aceptarlo. Hernán lo amaba a él.

De reojo percibe una lágrima en los ojos de Dante, que parece retomar el control de sí. Respira profundo y se recompone.

—Sofía, es hora de jugar. Elegí.

Ella lo mira suplicante, y Rouviot interviene.

—Dante, el juego estaba previsto para dos personas, pero ahora somos tres. Me gustaría ofrecerte una variante.

—¿Cuál?

—Que me dejes ser El Quijote de Sofía. Quiero arriesgar mi vida por esta doncella a la que ni siquiera conozco bien.

Él ríe.

—El gesto de un verdadero caballero. Tiene su atractivo. Pero hagamos un pacto antes. Si usted elige el frasco envenenado, morirá en lugar de ella. Creo que, con eso, la deuda de Sofía conmigo estaría saldada, por lo que la dejaré amordazada y me iré en paz. —La observa—. Su única tortura será pasar una noche en el piso de una bóveda rodeada de cadáveres. Si es inteligente, no debería significar demasiado castigo. Si, por el contrario, cree en el alma y esas tonterías, podría incluso morir de miedo.

—Me parece justo —responde Pablo—. ¿Y qué pasa si el frasco que elijo no contiene cianuro?

Dante reflexiona unos segundos.

—De todos modos, daré por concluido mi asunto con Sofía, pero al estar usted, gano una vida más, quedo libre de tomar el veneno y, a partir de ese momento la batalla será entre nosotros dos. ¿Está de acuerdo?

—Por supuesto. Acepto.

—Entonces, no perdamos más tiempo. —Señala los frascos con la punta del revólver.

Rouviot se inclina y Sofía intenta detenerlo. Él sonríe y le susurra.

—Confiá en mí.

Con decisión, toma uno de los recipientes, le quita la tapa y bebe de un sorbo todo el contenido. A los pocos segundos, el sabor a almendras del cianuro le invade la boca, y tiene la certeza de haberse equivocado.

La voz ausente
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