– XI –
Hace varios minutos que le acaricia el pelo mientras la mira. Ha sido un encuentro mágico, diferente a cualquier otro que hubiera tenido nunca. Todavía tiembla, como si la convulsión dolorosa del orgasmo se negara a abandonarlo.
Sofía, por su parte, lo observa con una emoción que le cuesta contener e, inesperadamente, asoma un llanto que se niega a soltar.
—¿Qué pasa? —le pregunta él.
La joven estira su mano y le recorre la boca.
—Yo sabía que así tenía que ser.
—¿Qué cosa?
—El amor. —Intenta una sonrisa—. No te asustes, no soy una loca que va a hervirte el conejo.
—No me asusto —responde categórico—. Además, ni siquiera tengo un conejo.
Ella está emocionada.
—¿Te acordás que te dije que soñaba con desear y ser deseada? Bueno, me refería a esto. A rendirme a mis sensaciones y entregarme, a pesar del miedo, a la pasión de alguien que se adueñe de mí, aunque sea por un instante. —Pausa—. Gracias.
—Gracias, ¿por qué?
—Por el momento más fuerte de mi vida, y por hacerme sentir que puedo abandonarme a la voluntad de un hombre, sabiendo que va a llevarme a la frontera del dolor, pero sin soltarme la mano. ¿Sabés? Yo nunca me entregué de esta manera, y creo que pude hacerlo porque en todo momento me sentí cuidada. —Menea la cabeza—. Igual, no espero que me creas.
—¿Y por qué no iba a creerte?
—No lo sé. Imagino que cualquier mujer que la primera vez se anime a tanto debe estar dispuesta a ser prejuzgada.
Pablo la mira y tiene la sensación de no haber visto jamás un rostro más hermoso.
—Conmigo no corrés ese riesgo. Entiendo que esto ha sido solo un encuentro, y no sé si va a repetirse. Pero sé que algo tan fuerte solo puede nacer de la verdad. Por eso, te pido que te relajes. Creo todo lo que me digas.
—¿En serio? Entonces, dejame decirte algo que quizás no sea cierto, pero que siento verdadero: creo que podría enamorarme de vos.
La frase lo conmueve y su respuesta escapa sin que pueda detenerla.
—Yo también.
Esas palabras derriban el dique que contenía sus emociones. Por eso, ya liberada, Sofía solloza, estrecha su cuerpo al de Pablo y lo aprieta, al tiempo que suplica.
—Cuidame, por favor.
Y, sin pensarlo siquiera, su voz pronuncia la promesa.
—Siempre.
Sus lenguas se buscan, sus manos se recorren y, olvidados del drama que los ha unido, sus cuerpos claman por un nuevo encuentro, aunque esta vez todo es más calmo, más dulce. Se miran, hablan, se mueven en un acompasado adagio que, no por suave, resulta menos placentero.
Sin pensarlo, Pablo la aprisiona con ternura, la huele y la habita, a la vez que sus brazos la protegen. Ella, simplemente, disfruta y llora, y él comprende que en verdad Sofía es un misterio. Un misterio que anhela descifrar.
Media hora después, como si un director invisible los guiara, sus cuerpos se estremecen al unísono y sus gemidos se enlazan en el aire. Fue hermoso, casi de una perfección áurea. Y ahora se relajan abrazados, en silencio hasta que, irresponsablemente, ceden a un sueño calmo y profundo.