– XIX –
Cuando ingresa a la librería, ve a Bermúdez en una de las mesas ubicadas en el patio interno del local. El hombre le hace un gesto mientras arremete contra un sándwich de salame y queso. Pablo le devuelve el saludo y camina hasta la caja. La joven que atiende lo mira y, de inmediato, esboza una sonrisa nerviosa.
—Buen día. ¿En qué puedo ayudarlo?
Con la mayor naturalidad que puede, saca el libro del bolso de cuero negro que lleva colgado sobre su hombro y se lo muestra.
—En agosto del año pasado me regalaron este libro. Alguien lo dejó en mi consultorio y mi asistente olvidó anotar su nombre. No es un texto fácil de conseguir, estoy seguro de que a la persona que me lo obsequió le debe haber tomado un buen trabajo encontrarlo y me gustaría agradecérselo. Por lo que veo, fue adquirido acá, y pensé que a lo mejor ustedes podrían decirme quién lo compró.
La muchacha toma el libro con cuidado.
—Tiene razón, fue comprado aquí. Déjeme ver.
Con maestría comienza a mover los dedos sobre el teclado de su computadora y las páginas en la pantalla desfilan una tras otras. Pablo se vuelve y camina hacia los estantes intentando disimular su ansiedad.
—Si no le molesta, mientras busca, voy chusmeando un poco.
—Vaya tranquilo. Esto puede llevarme unos minutos.
Desde el otro lado del vidrio, Bermúdez observa con qué habilidad se desplaza entre los pasillos que separan los estantes abarrotados de libros. Minutos después, la voz de la cajera se escucha en el salón.
—Señor Rouviot.
Gira, asombrado, y vuelve hacia el mostrador.
—Perdón, ¿nos conocemos?
—No creo que me conozca, pero yo sé bien quién es usted. —Señala uno de los anaqueles—. Nosotros vendemos sus libros…
—Muchas gracias —contesta con amabilidad.
A pesar de que hace muchos años que publica y que algunos de sus textos han tenido una gran repercusión, no puede evitar sonrojarse cuando alguien lo reconoce. Se siente extraño, expuesto. En lo más íntimo de su ser es solo un analista y, como tal, prefiere la intimidad casi anónima del consultorio.
—Le cuento —continúa la muchacha—. Encontré el detalle de la compra. No fue fácil porque es una operación del año pasado, pero aquí está, mire. —Gira la pantalla y señala uno de los casilleros del Excel—. Afortunadamente, ese libro no se vende mucho.
—Tuvimos suerte, entonces —acota Pablo entusiasmado.
Pero la voz femenina suena lapidaria.
—No, no la tuvimos.
—¿Por qué lo dice?
—Porque la persona que se llevó el libro pagó al contado.
—¿Y eso qué significa?
—Que no tenemos ningún dato del comprador.
—¿Está segura? ¿No habrá una copia de la factura?
—Sí, claro, acá está. Pero, como puede ver, no figura ningún nombre.
Al escucharla lo invade una profunda desazón. Ya está, se terminó, no hay más dónde buscar. HH logró realizar el crimen perfecto y va a salirse con la suya. A partir de este momento, solo será dos letras sin rostro, una sospecha incomprobable y la sensación atroz de no haber podido cumplir la promesa que le hiciera al Gitano.
Con ese gusto amargo, agradece a la joven, camina hasta el patio donde lo espera el subcomisario, corre una de las sillas metálicas y se desploma en ella.
—¿Me parece a mí o lo que creía tener ya no lo tiene?
—Así es.
—A ver, licenciado. Si algo aprendí en todos estos años es a no soltar una pista hasta no agotar todas las posibilidades. Así que cuénteme.
Con desgano, Pablo saca el libro de su bolso, lo abre en la primera página y se lo muestra al policía.
—No entiendo. ¿Qué es esto?
—Un libro.
—Sí, ya sé que es un libro, no me tome por boludo. Pero ¿qué tiene de particular?
—Lea.
—Sí, una dedicatoria.
—Esa frase es de La Ilíada, uno de los textos más importantes de la literatura griega. La pronuncia su protagonista, Aquiles.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Solo alguien que haya leído a Homero, su autor, pudo haber escrito esto.
—¿Y entonces?
—La persona que buscamos tiene mucho conocimiento de mitología. Por eso, sospecho que pudo haber sido quien le regaló el libro a Hernán Hidalgo. Como ve, fue comprado en este lugar, y creí que a lo mejor podrían darnos alguna pista que nos ayudara a descubrir su identidad.
—¿Y cómo está tan seguro de que lo compró él? —El gesto de Pablo hace innecesaria cualquier palabra—. Sí, ya sé, no me diga nada, intuición. —Lo mira y sonríe—. La puta madre. No sé cuál de los dos está más loco. Si usted que me embarcó en esto, o yo que le seguí la corriente. Pero ¿sabe qué? Ahora me convenció de que alguien quiso matar a Heredia, y no soy un hombre que se dé por vencido tan fácilmente. Así que cambie esa cara de perdedor y pensemos. Algo se nos debe estar escapando.
—¿Por qué cree eso?
—Porque todo criminal comete un error.
—Eso es cierto, incluso Jack, el destripador.
—Conozco la historia. Pero, por lo que sé, nunca pudieron descubrirlo.
—Se equivoca —lo interrumpe Pablo—. Se supo quién era, aunque demasiado tarde.
—No entiendo.
—Le cuento. Un escritor llamado Russell Edwards se obsesionó con averiguar la verdadera identidad de aquel asesino, y en el año 2007, en una subasta, compró un pañuelo que había pertenecido a una de las víctimas: Catherine Eddowes.
—Un souvenir un poco morboso.
—No, Bermúdez, no lo quería como souvenir.
—¿Y para qué lo quería?
—Para llevárselo a un genetista, quien identificó en la indumentaria dos tipos diferentes de ADN: uno perteneciente a la mujer y el otro a Jack. Ahora, solo había que comparar ese material con los sospechosos de los crímenes para develar el misterio.
—Fácil, si no fuera que ya estaban todos muertos.
—Ellos sí, pero sus descendientes no. Así que, después de un tiempo de búsqueda, dieron con una mujer, Matilda, cuyo ADN coincidió en un 99 % con el de uno de los implicados en los casos. Y así se descubrió que el destripador era en realidad un inmigrante polaco llamado Aaron Kosminski.
—¡Qué lo parió! Pero bueno, caso resuelto. Tenía razón yo, todo criminal comete un error.
—Puede ser, pero no me tranquiliza pensar que dentro de ciento treinta años alguien descubrirá la identidad de nuestro asesino.
—Esperemos que no sea necesario esperar tanto. Algo debe haber. —Intenta relajarlo—. ¿No encontró nada en la computadora de su amigo?
—Solo esto, alusiones a algunos mitos. Tengo que seguir buscando.
—No pierda tiempo, entonces. Vaya y estamos en contacto. Ganducci nos dio siete días, ni uno más, y no pienso desperdiciarlos tomando café y hablando de criminales ingleses en esta librería paqueta.
Pablo asiente. Llaman al mozo, pagan la cuenta y caminan hacia la salida. Cuando están por llegar a la calle, la voz de la empleada los detiene.
—Licenciado.
Bermúdez lo toma del brazo.
—Creo que lo llaman.
—¿A mí? —Se señala Rouviot con el dedo.
—Sí —responde la joven que se acerca entusiasmada—. Tengo algo para usted.
—Dígame.
—Cuando me dijo que era un libro difícil de conseguir, pensé que a lo mejor no estuviera en el local, y hubiéramos tenido que pedirlo. En esos casos, siempre tomamos los datos del cliente, porque algunos pasan, encargan algo y después desaparecen, ¿entiende?
—Entiendo.
—Bueno, fui a verificar en el cuaderno de pedidos y adivine qué.
—¿Qué?
—Ahí estaba. —El pulso de Rouviot se acelera—. No crea que me tomo este trabajo por cualquiera…
—Se lo agradezco.
Los hombres la miran con ansiedad y ella les extiende algo.
—¿Qué es esto? —pregunta Bermúdez.
—La verdad detrás del silencio —responde Pablo—. Uno de mis libros.
—Sí, el que más me gustó. ¿Sería mucho pedirle que me lo firmara?
Pablo no atina a responder hasta que Bermúdez le golpea el hombro.
—Dele, firmeseló. ¿No ve que la chica es su admiradora?
—Sí, por supuesto —responde con torpeza.
—Me llamo Denise. —Rouviot la mira sin comprender—. Digo, para que ponga mi nombre en la dedicatoria.
—Ah, sí, claro.
Garabatea algunas palabras y se lo devuelve.
—Mil gracias, licenciado. Es muy importante para mí. —Pablo asiente y se queda observándola. Luego de unos segundos de espera, ella reacciona—. Perdón. Con la emoción casi me olvido de darle lo que vino a buscar. Tome.
Denise le entrega un papel en el que solo hay escrito un nombre y un número telefónico que Pablo cree recordar. Luego de mirarlo con detenimiento se lo pasa al policía.
—Tenía razón, Bermúdez. No iba a hacer falta esperar ciento treinta años.