– III –

Laura y Raúl se miran sorprendidos por la pregunta, o, mejor dicho, la afirmación que acaban de escuchar.

—¿De dónde sacó esa locura? —lo increpa el hombre.

Pablo, con fingida tranquilidad, desvía la mirada hacia ella, que baja la cabeza.

—Me parece que su esposa no está tan de acuerdo con usted.

El momento es tenso, pero Rouviot está acostumbrado a enfrentar situaciones como esas y permanece inmutable, hasta que la mujer lo mira con los ojos llenos de lágrimas.

—Voy a contestarle, solo si antes me saca una duda.

—¡Laura! —la increpa Raúl—. ¡Por favor, no lo hagas!

Ella lo mira con una mezcla de furia y resignación.

—¿Y por qué no? ¿Qué importancia tiene seguir sosteniendo un secreto que lo único que hizo fue envenenarnos la vida? —Sin más, se sienta en el sillón y enciende un cigarrillo.

Pablo también toma asiento y, caída su postura de autoridad, Hidalgo se resigna y lo imita.

—¿Qué es lo que quiere saber? —pregunta Rouviot.

—Cómo lo supo.

Pablo los observa y recorre el ambiente con la mirada.

—Porque todo en esta casa lo delata. Tanto ustedes, como el retrato de Hernán, o ese cuadro que está allí colgado lo dicen a las claras. Es algo que siempre estuvo a la vista, solo era cuestión de saber mirar.

—No entiendo.

—¿Sabe? La primera vez que estuve aquí, algo me llamó la atención, aunque no pude identificar qué, y lo mismo me ocurrió en nuestro último encuentro, cuando su esposo, enojado, me quitó el pocillo de café antes de pedirme que me retirara. Pero eso no es todo. —Lentamente se pone de pie, camina hacia la pintura de ese grupo de amigos que comen un asado y señala a uno de los hombres. A pesar del estilo caricaturesco que eligió el artista, es claro que se trata de Raúl—. Este es usted, ¿verdad?

—Sí.

—Observe cómo sostiene los cubiertos.

—¿Qué tiene de raro?

—Absolutamente nada. —El matrimonio vuelve a mirarse, esta vez con asombro—. Como tampoco el modo en que Laura tomó el té en nuestro primer encuentro, o la forma en que acaba de encender su cigarrillo.

—Licenciado, ¿podría ser más claro?

Pablo piensa en la frase que le despejó el camino. Sofía le había dicho que padre e hijo no se parecían en nada, porque Raúl no era un hombre derecho. Tenía razón en la primera de las afirmaciones, aunque estaba equivocada en la segunda.

—Es evidente que ustedes dos son diestros.

—Sí. ¿Y eso qué tiene que ver?

Con aplomo se levanta, da unos pasos, toma el retrato en que Hernán está cebando mate en su campo de Punta del Este, y lo mira con atención.

—Que Hernán no lo era. Mire la foto. El termo es pesado, difícil de maniobrar, y solo un zurdo lo haría con la mano izquierda. —Se detiene y piensa—. Además, cuando fui a su departamento, en su escritorio estaba su computadora con el mouse ubicado para ser utilizado con esa misma mano. Todo me indicaba que Hernán era zurdo, y Sofía acaba de confirmármelo. ¿Saben cuál es la probabilidad de que dos padres diestros tengan hijos zurdos? —Ambos niegan con la cabeza—. Es del 0,02 %. Muy baja, casi imposible, y estoy seguro de que esa percepción debe haber quedado en mi Inconsciente. Sin embargo, aunque mínima, había una posibilidad y no alcanzaba con eso para estar convencido, pero algunas frases que aparecieron en nuestras conversaciones reforzaron mi duda. Laura, usted, por ejemplo, me dijo que desde el día en que Hernán llegó a esta casa su vida giró en torno a él.

—Sí, ¿y eso qué tiene que ver?

—Que dijo desde el día en que llegó, y no desde el día en que nació. También me comentó que, a pesar de sus ocupaciones, jamás dejó de estar en el horario del baño, de los juegos, pero nunca nombró el momento de amamantarlo, un detalle esperable en una mujer que no puede superar la muerte de su hijo y se aferra con desesperación a los primeros momentos que compartió con él. También recuerdo la emoción con la que me confesó que la primera vez que le dijo mamá no lo podía creer. Cuando le pregunté por qué no podía creerlo, en lugar de responderme, me halagó diciendo que, aunque me hiciera el desentendido, yo era muy bueno. Le juro que, en esa ocasión, no entendí por qué me lo decía, pero ahora sí. Pienso que usted advirtió que yo había escuchado algo, algo que ni registré, aunque, con ese saber no sabido del Inconsciente, lo supe. —Vuelve al sillón y nota la desazón en los rostros del matrimonio Hidalgo, mas no puede detenerse—. Por su parte, Raúl, me confesó que le costaba reconocer en su hijo algo de usted. Y ahora comprendo por qué, al hablar de su muerte, Laura dijo que para ella era diferente. ¿Sabe qué pienso? Que nunca logró sentirse el padre de Hernán, lo que me lleva a pensar que no estaba de acuerdo con la decisión de adoptarlo. Seguramente, su mujer lo presionó para que lo hiciera. ¿Me equivoco?

—No, no se equivoca.

Laura le había expresado que Hernán nunca estaba conforme con lo que lograba y, a pesar de lo mucho que se esforzara, todo le parecía poco. He aquí la razón: jamás sintió realmente el amor de su padre.

—Y supongo que nunca le contaron esto ni a él, ni a Rocío.

—Supone bien.

—Algo que no me asombra de usted, pero sí me llama la atención viniendo de Laura.

—¿Por qué?

—Porque es una persona sensible, culta, de mente abierta y, además, conoce mucho de psicología, por lo que no podía ignorar lo perjudicial que resulta ocultarle a un chico la verdad acerca de su origen, y para hacer semejante cosa debe haber tenido un motivo. —La mira—. Dígame, ¿por qué lo hizo?

—Basta —interrumpe el hombre—. Creo que esto llegó demasiado lejos.

No obstante, la voz de su esposa lo detiene, convencida.

—No, Raúl, dejame.

—¿Por qué? No tenemos obligación de contarle nada. Te lo dije mil veces, es un desconocido.

—Sí. Un desconocido que nos está dando la oportunidad de sacarnos de encima un peso que venimos cargando desde hace más de treinta años. —Piensa—. Cuando lo autoricé a ir al departamento de El Salvador me preguntaste por qué lo había hecho, ¿te acordás?

—Sí.

—En ese momento no supe qué responderte, pero ahora creo que lo hice porque tenía la necesidad de que se supiera la verdad. Vos mismo me dijiste que detrás de Hernán siempre se escondieron muchas cosas. Tenías razón, y siento que es momento de permitirnos hablar de él con sinceridad. Se lo merece.

A la mente de Rouviot viene la imagen de la emoción que percibió en la mirada del hombre el día en que lo echó de la casa: miedo. Por eso suaviza su voz, invitándolo a abrirse.

—Raúl, puede hablar conmigo, le aseguro que no tiene nada que temer.

Y de pronto, como esas piedras que se desprenden de la cima de las montañas y arrastran todo a su paso generando un alud, las defensas del hombre parecen caer y su gesto toma un rictus de profundo dolor. Aun así, antes de hablar lo interpela.

—¿Cuento con su secreto profesional?

Pablo medita en esa palabra y recuerda lo que le dijo a Sofía, que solo se confesaban los pecados o los delitos, y se prepara para escuchar sin emitir juicio sobre lo que va a decirle. Sabe que es probable que no le guste, no obstante, a veces, la vida no deja espacio para la duda.

—Por supuesto.

—Con Laura veníamos intentando tener un hijo desde hacía un par de años sin conseguirlo, y en aquel tiempo, la medicina no estaba tan avanzada en el tema como ahora. Entonces, nos planteamos otra opción. Licenciado, usted sabe que la adopción en este país siempre fue algo muy complicado.

—Lo sé. ¿Y qué quiere decir con eso?

—Que, muchas veces, para concretar el sueño de tener un hijo hay que recurrir a algunos métodos que preferiríamos no utilizar.

Sofía le había dicho que Raúl era un inescrupuloso, y ahora comprende que tenía razón.

—¿Me está diciendo que el trámite de adopción de Hernán no se hizo de la manera correcta?

—No, le estoy diciendo que ese trámite no se hizo nunca.

—¿Podría ser más claro?

—Pablo —interviene Laura—, no hay ningún documento en el que figure esa adopción, porque fue inscripto como si lo hubiéramos tenido de modo natural.

—O sea que saltearon los procesos legales.

—Exacto —lo encara Raúl—. Y no finja asombro, porque es algo que en este país se hace desde siempre.

Siente una impotente rebeldía. José le ha dicho muchas veces que debía dejar de vivir a contramano del mundo, sin embargo, se resiste a hacerlo. Hay algo en la ilegalidad que le parece perverso, y siempre ha luchado contra eso. Pero, en este momento, no puede darse el privilegio de entablar una disputa ética. Está allí por otra cosa.

—¿Y cómo fue que se hicieron del bebé?

—Simple. Con la ayuda de un juez amigo que se encargó de entregarnos un chico para que pudiera tener una buena vida. Y es lo último que voy a decirle. Imaginará que no quiero comprometer a nadie más. —Lo observa—. Rouviot, no lo mire desde sus prejuicios. Piense mejor en qué hubiera sido de él si no lo hubiéramos adoptado.

Quizás aún seguiría vivo, reflexiona Pablo, pero no lo dice.

—Le juro que a él le dimos todo lo que un hijo podía desear —irrumpe Laura con un comentario que él no comparte. Como analista, sabe que lo que todo sujeto desea desde lo más hondo de su ser es la verdad—. Y él a nosotros. Fue una bendición para la familia. Y mire lo caprichoso del destino. Cuando habíamos decidido tener solo un hijo y dejamos de buscar, llegó Rocío, casi como un milagro. De todos modos, ¿qué tiene que ver todo esto con el suicidio de su amigo?

—Lo ignoro —responde luego de pensarlo—. Solo sé que lo de mi amigo no fue un intento de suicidio, que la persona que le disparó se hacía pasar por su hijo, y que cada detalle es importante ante una situación tan límite.

Se hace un silencio pesado que dura unos minutos, hasta que entiende que ya no tiene más sentido estar allí. Ha comprobado que su sospecha era cierta: Hernán no era hijo natural de los Hidalgo. Pero ¿a dónde lo lleva eso? A ningún lado, y con una sensación de frustración, se pone de pie y se despide. Al abrirle la puerta, antes de que pise la vereda, Raúl lo detiene.

—Nosotros fuimos sinceros. —Pablo asiente—. En honor a eso, ¿puedo pedirle un favor?

—Claro que puede.

—Mi hija nos dijo que deseaba analizarse con usted. Todo lo que le contamos es de la más profunda intimidad.

—Lo sé.

—Entonces, no le quite a Rocío su historia. No le diga esto que le hemos confesado. ¿Puedo contar con eso?

Medita un instante antes de responder. Sabe que, si Rocío se transformara en su paciente, deberá acompañarla a desentramar sus verdades más ocultas, incluso esa. Pero no ignora que, como analista, trabaja con la realidad psíquica de cada paciente, y no con lo que su familia pueda aportarle, de modo que entiende que, respetar aquello que los Hidalgo le revelaron, no le impedirá llevar a la joven al develamiento de ese secreto, si es que ella lo necesitara, y entonces responde con franqueza.

—Tiene mi palabra. Aunque, si me permite, creo que, de todos modos, Rocío ya lo sabe.

—¿Por qué dice eso?

—Porque ella me lo dijo.

—¿Qué le dijo?

—Que Hernán era un ser de otro mundo. Y es así. Era un ser de un mundo de dolor, lleno de camastros de hierro y chicos abandonados. Créame, aunque ella no sea consciente de eso, lo sabe.

Pablo se despide y camina hacia la avenida Figueroa Alcorta con una mezcla de placer y confusión. Porque es cierto, ha comprobado su teoría de que Hernán era adoptado, pero eso no lo ha acercado a Dante Santana. En nada, se dice, hasta que una frase de Raúl le resuena: con la ayuda de un juez. ¿Dónde la ha escuchado antes? No le lleva sino unos pocos segundos encontrar la respuesta, y un nuevo interrogante se abre ante él.

—¿Será posible?

No está seguro, y dado que Raúl Hidalgo se negó a darle más datos, solo le queda una manera de averiguarlo.

La voz ausente
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