– II –
Barrio Parque es una zona exclusiva, casi solemne de Buenos Aires. Sus calles circulares y las construcciones suntuosas generan un fuerte impacto visual. Es verdad que se trata de un lugar que emana una extraña frialdad, pero no es menos cierto que es hermoso. La mañana soleada invita a recorrerlo, sin embargo, él camina directo hacia la casa cuya dirección ha memorizado y toca el timbre.
Segundos después un rostro agradable abre la puerta, sonríe y le da la bienvenida.
—Buenos días. Soy el licenciado Pablo Rouviot.
—Adelante. —Lo invita a entrar—. Yo soy Laura.
La mujer es bella y todavía joven. Pablo duda sin saber si saludarla con un beso o tenderle la mano. En un movimiento torpe opta por lo segundo.
—Antes que nada, le agradezco mucho que me haya recibido. No me conoce y supongo que mi llamado le debe haber parecido extraño.
—Es cierto que me sorprendió, pero se equivoca en algo. En realidad, sí lo conozco. Por supuesto, del modo limitado en que puede conocerse a alguien a quien se ha leído. —Pablo la interroga con la mirada—. Soy profesora y crítica de arte, y utilicé su libro sobre el inconsciente y la producción artística en algunas de mis clases.
Él se siente intimidado y agradece con un gesto.
—Bueno, parece ser que el sorprendido soy yo, entonces.
—Pase y siéntese, por favor. ¿Puedo ofrecerle algo de tomar, un café, algo fresco?
—Sí. Un café, negro y amargo. Gracias.
Ella se retira y lo deja solo en el living. La casa de paredes vidriadas está amueblada de forma moderna. Grandes sillones de color natural rodean una mesa baja de madera con base de hierro de estilo campo. Hacia al frente hay un hogar a leña, a la izquierda un espacio que parece ser un salón de esparcimiento, y a la derecha el comedor con una mesa de mármol, también baja, y sillones individuales. Por encima de ellos sobresale un cuadro que parece un corazón sobre un fondo rojo y negro, no muy grande, pero a las claras importante. La pared de la derecha, en cambio, está totalmente ocupada por una inmensa pintura que muestra a un grupo de amigos que brindan alrededor de una mesa enorme.
Laura regresa con una bandeja y se sienta frente a él. Pablo advierte que además del café ha traído una taza de té. «Está relajada», piensa, lo cual es un buen comienzo dado lo complejo del tema que lo ha llevado hasta allí.
—¿Me equivoco o este cuadro es un Pérez Celis? —le pregunta para empezar el diálogo, aun conociendo la respuesta. La mujer asiente.
—Veo que entiende de arte.
—No mucho, pero siempre me ha gustado su obra. No sé bien qué es, pero tiene algo que me seduce. Además, no todos los días se tiene el privilegio de estar frente al trabajo de alguien tan importante.
—Lo entiendo, aunque no es mi caso. Dada mi profesión tuve la oportunidad de conocer a grandes artistas de distintas disciplinas y tengo muchos originales.
—Lo imagino. ¿Y por qué entre tantos eligió este en particular para ambientar el comedor de su casa?
—No lo sé. Quizás porque al igual que a usted me haya resultado especialmente seductor —sonríe y le pregunta de modo travieso—. ¿Y qué le parece esta otra?
Él se vuelve a mirar el enorme retrato grupal que la mujer le señala y se encoge de hombros.
—Bueno, en realidad… no sé qué decir.
—Entonces no diga nada. —Ríe Laura—. Su silencio es ya toda una gentileza. Es un capricho de mi marido. Este es él. —Indica al hombre sentado al centro—. El resto son sus compañeros del club.
Pablo reconoce a muchos de ellos. Algunos son personajes de la política, y otros empresarios importantes. Luego de un breve silencio, suelta un comentario casual para salir de la incomodidad.
—Admito que es una pintura interesante, pero en lo personal no hubiera tenido la crueldad de hacerla competir con un Pérez Celis.
—Yo tampoco, pero así es Raúl. Un hombre al que le agrada estar rodeado de sus afectos.
Laura tiene una mirada profunda que la hace parecer aún más bella. Su voz es suave y habla con una cadencia cálida y armoniosa. Salta a la vista que es inteligente y afectiva, y eso le agrada. Ella vuelve al living y se sienta.
—Pablo, le juro que es un gusto inesperado tenerlo aquí. Pero, de todos modos, me intriga saber cuál es el motivo de su visita.
Sabe que tiene que elegir muy bien sus palabras. Es amable y encantadora, pero de todos modos el tema que lo convoca puede resultarle molesto, incluso desagradable.
—Quisiera hacerle algunas preguntas acerca de su hijo. Hernán.
Ella hace un movimiento casi imperceptible, pero no tanto como para evitar que Pablo lo note. Es evidente que la ha tomado por sorpresa. La mujer baja la cabeza, bebe un sorbo de té y se toma unos segundos antes de responder.
—Me está pidiendo que hable de una cuestión familiar dolorosa y muy delicada. ¿Puedo saber por qué?
—Por supuesto. Anoche hallaron a José Heredia, un psicoanalista amigo, en su consultorio con una herida de bala en la cabeza. En apariencia se trató de un intento de suicidio, pero créame, eso no es posible. De modo que me puse a investigar, a reconstruir su día, y comprobé que atendió normalmente hasta las seis menos cuarto de la tarde. Después de esa hora nadie pudo contactarlo hasta que su mujer pasó a buscarlo y lo halló agonizando en el sillón.
—Lo lamento mucho. Pero ¿eso qué tiene que ver con mi hijo?
—Que el paciente de las seis menos cuarto era, precisamente, Hernán Hidalgo.
Pausa.
—Licenciado, aunque fuera una horrible casualidad, puede haber muchas personas con ese nombre.
—Es cierto, pero ninguno que comparta el mismo número de documento, la dirección y los padres.
Laura le clava la mirada y no disimula un gesto contrariado.
—Perdón, pero si se trata de una broma quiero decirle que no tiene ninguna gracia.
—Le juro que jamás bromearía con algo así.
—De todos modos, lo que dice no tiene ningún sentido. Por si no lo sabe, mi hijo murió hace casi un año.
—Sí, lo sé. Por eso quise hablar con usted. Porque creo que alguien ha estado usurpando la identidad de Hernán y necesito averiguar quién y por qué.
Ella se pone de pie y camina confundida en dirección al cuadro de Pérez Celis. Por el ventanal se ve cómo una paloma se posa en el árbol que casi invade la casa. Pablo imagina la conmoción que sus dichos pueden haberle causado y sabe que solo puede aminorarlo con más palabras.
—Por favor, no quisiera que…
—Disculpe —lo interrumpe mientras abre el ventanal y sale al balcón—. Necesito tomar un poco de aire.
Su rostro ha empalidecido y respira de modo agitado. Él la sigue en medio de un pesado silencio. Al rato, ella saca un paquete de cigarrillos y le ofrece uno.
—Le agradezco, pero no fumo.
—Espero que no le moleste que lo haga yo.
—De ninguna manera.
Está nerviosa y el encendedor se le cae de las manos. Pablo lo recoge, se acerca y le da fuego. Laura pega una pitada eterna y demora en exhalar suavemente el humo.
—¿Sabe? La vida es muy extraña. Si no fuera tan trágica sería casi graciosa.
—¿Por qué lo dice?
—Porque usted aparece de la nada y me pide que hable de mi hijo cuando me costó tanto dejar de hacerlo. Porque durante meses no hice más que eso: hablar de Hernán. No podía aceptar que hubiera muerto y quizás, de algún modo, fue mi manera de intentar conservarlo con vida. Por supuesto que también mi hija y mi marido estaban devastados, pero para mí era diferente.
—Ah, ¿sí?
—Sí. Usted mismo lo explica en sus libros, ¿o no? Si no recuerdo mal, en uno de ellos sostiene que la relación del hijo con la madre es fundante, singular. Está en lo cierto, licenciado, y nosotros no éramos la excepción. Desde el día en que Hernán llegó a esta casa mi vida giró en torno a él. ¿Sabe? Trabajo desde muy joven, sin embargo, nunca dejé de estar en el horario del baño, de los juegos —se interrumpe—. Y me alegro de que haya sido así. Al menos pude guardarme un montón de momentos inolvidables. Sus primeras palabras, su risa…
Pablo la escucha y reconoce algo familiar: el tono de la confidencia que habita en el consultorio. En este momento Laura habla como lo hace un paciente, y entonces él escucha como lo hace un analista. Aunque dada la situación sabe que debe intervenir con mucho cuidado.
—¿Puedo saber en qué se quedó pensando?
—En la primera vez que me dijo «mamá» —termina el cigarrillo mientras una lágrima pugna por salir.
—¿Qué pasó ese día?
—Fue una revolución. Lo abracé, lloré… no podía creerlo.
—¿Y por qué no podía creerlo?
Laura está a punto de responder, pero algo la detiene. Lo mira.
—Es usted muy bueno.
—No sé por qué lo dice —responde con sinceridad.
—Sí que lo sabe. Pero, si prefiere hacerse el desentendido, como dicen ustedes: mejor dejamos acá. —Le sonríe.
Generalmente le es fácil lograr que la gente se abra con él. Es un don, o una costumbre, no lo sabe. Pero lo cierto es que esta vez la magia se ha interrumpido y no de un modo casual. Si hubiera ocurrido en sesión habría atribuido la causa del corte en el relato a una resistencia, esa barrera inconsciente que el paciente levanta para protegerse de lo que supone que podría ser un peligro para su estabilidad psíquica. No obstante, algo le dice que en este caso se trata de una decisión totalmente voluntaria. Entonces, ¿por qué no quiso seguir hablando?
Mientras piensa, la voz de Laura lo interrumpe.
—¿Quiere conocerlo? —Ingresa al comedor, toma un retrato que se encuentra sobre un mueble y se lo acerca. Pablo lo toma.
En la foto, un joven muestra una sonrisa generosa. Debe tener unos veintisiete o veintiocho años, no más. Viste traje de baño y está cebando un mate. Detrás de él se ve un lago en medio de un paisaje rural.
—Fue tomada en el campo que tenemos en Punta del Este, un año antes. —Pablo no necesita preguntar antes de qué—. Hernán estaba tan contento. Ese día nos había presentado a Sofía, su novia. Mi marido estaba en la parrilla, preparándole un asado de bienvenida, y yo ponía la mesa mientras los miraba.
—¿Y quién sacó la foto?
—Rocío, mi hija. —Vuelve al mueble y toma otro portarretratos.
Esta vez la imagen es la de una muchacha atractiva de mirada profunda, de pie en un lugar que Pablo reconoce de inmediato: la Piazza della Signoría.
Un congreso lo llevó a Florencia hace algunos años y, desde entonces, vuelve cada vez que puede porque la ciudad ejerce sobre él un encanto único. Esa plaza fue en otra época el escenario en que se llevaban a cabo las ejecuciones públicas. A modo de recordatorio una placa rememora que allí fue colgado y quemado por herejía Girolamo Savonarola. Pero lo que más recuerda son las maravillosas esculturas que tanto impactan a los turistas y hacen del predio una suerte de museo al aire libre.
—Es muy hermosa.
—Sí, también lo es.
—Y ¿cómo tomó la muerte de Hernán?
—Como pudo, igual que todos. Tenga en cuenta que fue un hecho muy traumático.
Pablo comprende que llegó el momento de abordar al tema, por eso se sienta de modo casual antes de continuar.
—Cuénteme, Laura. ¿Qué fue lo que ocurrió?
Ella lo mira un rato largo, luego del cual toma asiento frente a él.
—¿Es realmente necesario que hable de esto? Le juro que no es algo grato de recordar.
—Lo imagino —le contesta con toda sinceridad y calla.
El tan temido silencio del analista. Hay quienes piensan que es un momento fácil de sostener, que permanecer sin hablar no implica ningún esfuerzo. Muy por el contrario, se trata de un silencio activo, de una decisión que se toma para generar un ámbito que aloje la angustia del paciente y dé espacio al surgimiento de palabras que puedan horadarla.
Laura se toma unos minutos antes de continuar.
—Fue hace casi un año. Hernán no era un chico fácil, pero sí muy afectivo, especialmente con Rocío. Adoraba a su hermana, eran muy compinches. También conmigo tenía una relación muy cariñosa. —Hace una pausa—. En cambio con mi esposo…
—¿Qué pasa con él?
—Tenían algunas diferencias.
—¿Discutían?
—Mucho. Raúl es un buen hombre, pero demasiado estructurado. Como todo padre tenía debilidad por su hija y algunas actitudes de Hernán lo molestaban mucho.
—¿Qué tipo de actitudes?
Lo mira con seriedad. Pablo sabe que está evaluando hasta dónde contarle, y es comprensible que lo haga, después de todo no es más que un desconocido.
—El estudio, por ejemplo. Raúl quería que fuera ingeniero, como él. Pero a Hernán le interesaba la filosofía, y eso era motivo de peleas permanentes. Imagine que mi marido soñaba con que su hijo quedara al frente de la empresa, pero él no quería saber nada. Se peleaban tanto que Hernán decidió mudarse a un departamento que tenemos en Palermo y vivir solo. —Piensa—. Fueron tiempos complicados en los que apenas se veían. Por suerte, estábamos nosotras para mediar. Pero todo cambió cuando apareció Sofía.
—¿Por qué?
—No lo sé, pero ella trajo calma a la familia. Es una chica muy dulce, y desde el primer momento hizo todo por acercarlos otra vez. Empezaron a venir de visita a casa, las conversaciones se volvieron agradables, y un día me di cuenta de que estábamos siendo felices. Nos reíamos, hicimos algunos viajes juntos, e incluso Raúl terminó por aceptar la decisión de Hernán de ser filósofo. —Sonríe.
—¿Qué recordó?
—Que no le gustaba que lo llamáramos así, le parecía demasiado ostentoso. «Filósofo era Heidegger» —nos decía—. «Yo solo voy a ser licenciado en Filosofía». Pero así era él: nunca estaba conforme con lo que lograba y, a pesar de lo mucho que se esforzara, todo le parecía poco.
Sin darse cuenta acaricia la foto y su rostro se ilumina mientras habla. Pablo la entiende: está recordando un momento de dicha en el que, como escribió Pessoa, nadie estaba muerto. Laura ha dado un rodeo. Él le preguntó por la muerte de Hernán y ella, en cambio, ha hablado de su vida. Es comprensible que lo haya hecho y él debe tener paciencia. Sabe que a veces es necesario un desvío antes de adentrarse en un territorio tan doloroso.
—Y cuando todo parecía estar bien —continúa—, llegó la tragedia. Una madrugada nos despertó el teléfono, era la policía. Nos pidieron que fuéramos a reconocer el cuerpo de un joven que habían encontrado muerto por una sobredosis en la zona de la costanera. Nos levantamos con mi marido y fuimos a la dirección que nos indicaron. No la voy a olvidar jamás: Junín al 700.
Pablo se estremece al escucharla. Sabe que allí funciona la morgue judicial, en un predio que comparte con la facultad de Ciencias Económicas, a escasos metros de donde, en este preciso instante, José batalla por su vida.
—Si bien estábamos sorprendidos, hicimos el viaje con la tranquilidad de pensar que debía tratarse de un error. Hernán era tan joven, tan vital, que yo creía que nada podía pasarle, además nunca habíamos notado nada que nos hiciera pensar que consumía drogas. Por el contrario, era deportista y hacía casi un culto del cuidado de su cuerpo. Llegamos y nos condujeron hasta una habitación en la que había un cadáver cubierto sobre una camilla. Cuando levantaron la sábana me recorrió un frío helado por la columna y trastabillé. Raúl me aferró de los hombros y nos miramos. No podía ser, pero era. Allí estaba mi hijo. —Baja la mirada y llora en silencio.
Él comprende lo que está sintiendo. Convive a diario con eso y sabe que la pérdida de un ser querido produce un quiebre tan intenso que obliga a la persona a optar entre la realidad objetiva que le dice que el amado ha muerto, y la realidad psíquica que lucha tenazmente por mantenerlo con vida a cualquier costo. Es un momento confuso en el que predomina la renegación, un mecanismo de defensa psicológico que hace que lo ocurrido se acepte y se niegue al mismo tiempo. Laura lo dijo claramente: no podía ser, pero era.
También ha aprendido de pacientes que pasaron por un trance así que entre esa realidad externa y la verdad hay una fisura, y quien enfrenta esa situación necesita resolverla. Por eso, busca la verdad más allá de la realidad.
Pablo se inclina un poco hacia adelante en el sillón. Es un gesto mínimo, pero basta para que inconscientemente Laura perciba la empatía y sienta que su sufrimiento está siendo escuchado. Él sostiene esa angustia silente durante unos segundos, después de los cuales le acerca un vaso con agua que ella había traído junto con el café. No es solo una gentileza, es una intervención que aspira a que ella retome su discurso.
—Gracias. Como le dije, al principio no hacía más que hablar de Hernán y no podía sacarlo de mi cabeza. —Bebe y suspira—. El tiempo y la ayuda profesional me hicieron entender que debía dejarlo ir porque que yo seguía viva, aunque le juro que en muchos momentos pensé que no iba a poder. Es más, aún lo pienso en algunas ocasiones. Después me enojé con Dios, conmigo y con el mundo. Me encerraba en mi cuarto y no quería ver a nadie. ¿Cómo era posible que algo así le hubiera sucedido a un chico tan bueno, tan… único? —Percibe el temblor de su voz—. Hasta que poco a poco fui aceptando la realidad.
Las famosas cinco etapas del duelo establecidas por la psiquiatra Elisabeth Kübler-Ross: negación, ira, negociación, depresión y aceptación. Si bien Pablo no es proclive a los esquemas, debe reconocer que en casos como estos, siempre ha visto aparecer algunas de estas fases, cuando no todas.
—De cualquier modo —continúa Laura con tono de impotencia—, le confieso que hay días en los que duele tanto.
Pablo lo sabe. Nadie quiere desatar el nudo que lo une a sus seres queridos, y el trabajo de duelo invita justamente a eso: a no esperar más llamados, a aceptar que el otro no va a venir, a quitarnos su presencia del cuerpo, aunque en el intento nos vayamos despedazando. No es fácil, porque, aunque la persona muerta ya no está afuera, todavía late en nuestro interior, y el desafío del paciente es afrontar una segunda muerte: la que implica deshacerse del amado que nos habita, aun sabiendo que al hacerlo algo de nosotros morirá con él. Después de tantos años de práctica clínica, ha llegado a una conclusión: el duelo no es más que el tiempo que transcurre entre una muerte y esa otra.
El ruido de la cerradura al girar lo sobresalta. La puerta se abre y entra una joven que aparenta unos veinticinco años, rubia, alta y hermosa. Cree recordarla de algún lado. Ella lo mira extrañada y le sonríe. Entonces, Pablo reconoce el gesto que vio hace unos minutos en la foto y recuerda su nombre: Rocío. Se pone de pie al tiempo que ella se acerca para saludarlo. Sin embargo, al ver el rostro angustiado de su madre, desaparece todo rasgo de amabilidad y los ojos azules lo miran con dureza.