– XIX –
—¿Vamos por la segunda, Dante? —pregunta Pablo.
—Vamos, pero tenga cuidado. No vaya a ser que esa segunda bala en lugar de terminar en su mano termine en su frente.
Pablo acepta. Necesita fingir que se siente cómodo con el juego. Es evidente que, con su amenaza, Santana intentó ponerlo nervioso y no va a darle el gusto. Si lo hiciera, él podría sentir que domina la situación y volvería a ser ese rival calculador y brillante al que Pablo no quiere enfrentar. Por eso, juega con el proyectil entre sus dedos mientras aparenta pensar.
—Bueno, sigamos con Sofía, la víctima más previsible de la trama. Tanto que un hombre de tu inteligencia debería haberla descartado, pero no pudiste hacerlo. Al principio pensé que se trataba de un tema de celos, pero lo descarté enseguida.
—¿Por qué?
—Porque jamás la sentiste una rival. Estabas demasiado convencido de que eras el amor de Hernán. Aun así, te molestaba la libertad con que ella compartía sus amigos, su familia y su mundo luminoso. Sofía caminaba con él de su mano a la vista de todos, mientras que vos debías permanecer escondido entre las sombras. —Pausa—. Si mi memoria no falla, le contaste a José que Hernán nunca te había dado el derecho de invadir su mundo, y recuerdo la angustia que sentiste cuando fingió no conocerte a la salida de la facultad. Imagino que pensaste que no haría lo mismo con su novia. Como dijiste en sesión, tenías la esperanza de que, llegado el momento, su familia te aceptaría, pero no fue así. En cambio, a ella la adoraban y le daban un lugar de privilegio. Tenía, incluso, el derecho a que hubiera una foto suya en el departamento de Palermo. Foto que vos te encargaste de esconder en un cajón. —Lo observa y percibe algunos movimientos involuntarios y tensos. Debe andar con cuidado—. Así que descarté el tema de los celos y comprendí que lo tuyo era otra cosa: rabia. Vos no estabas dispuesto a compartirlo con nadie y Hernán no solo le dedicaba tiempo, sino que, incluso, la mostraba en todas partes y la llevaba de vacaciones. Es posible que no la hubiera amado, es cierto, pero al igual que Sibyl Vane, Sofía fue quien desató la tragedia.
El joven lo ha escuchado con atención, y se dispone a interrogarlo.
—¿Y si es verdad que no quería que nada se interpusiera entre nosotros, por qué no maté también a sus padres?
Pablo sonríe.
—No me subestimes, Dante. A ellos les diste la muerte más dolorosa de todas, la que queda en manos del tiempo. Un tiempo en que, ni por un minuto, dejarán de sentir la angustia y la culpa que les cabe por el «suicidio» de su hijo. Y ni siquiera debías tomarte el trabajo de enviarles un libro. ¿Para qué, si la biblioteca entera de Hernán está al alcance de su mano? Allí están las pruebas de todo, pero jamás tendrán la capacidad de descubrirlas. Toda una obra maestra de tu parte.
—Gracias. Le confieso que el juego comienza a ponerse interesante y, antes de otorgarle el punto, me gustaría hacerle una pregunta más. ¿Cuándo cree que tomé la decisión de matar a Sofía?
Su pulso se acelera. Duda. Aun así, intenta que su voz suene segura.
—Cuando Hernán te contó que le había pedido que se fuera a vivir con él. Esa sí era una idea que no podías soportar. Estoy seguro de que no pudiste evitar fantasear con el momento en que ella entrara en esa casa y fuera recibida como una princesa. Es comprensible que eso te pusiera furioso y te haya empujado a tomar la decisión de asesinarla. Sin embargo, debo decir algo en su defensa. —Lo mira—. Ella rechazó esa propuesta.
—¿Qué?
—Sí, algo que nunca tuviste oportunidad de saber. Así que, como ves, Sofía no era un impedimento para que ustedes estuvieran juntos y, por lo tanto, no merecía el castigo. De todos modos, a esta altura es un detalle intrascendente en nuestro juego, ¿no?
—Por supuesto. Usted sabe que, aunque la condena haya sido injusta, nadie puede ser juzgado dos veces por el mismo crimen.
Rouviot ratifica y, seguro de su alegato, extiende la mano en la que guarda el proyectil y, luego de repetir el procedimiento anterior, Dante deposita con suavidad una segunda bala en su palma.