JÓVENES OCULTOS
(The Lost Boys, 1987)
Estudio: Warner Bros. Director: Joel Schumacher. Intérpretes: Jason Patrie, Corey Haim, Dianne Weist, Kiefer Sutherland, Corey Feldman, Jami Gertz. Duración: 93 minutos.
«¡Eres un vampiro! ¡Mi hermano es un vampiro de mierda! Ya verás cuando se entere mamá». Problemas generacionales con una poética que ya la querría para sí Baudelaire. Aquí no se escuchan rifirrafes verbales entre familiares por terminarse todas las cookies del tarro o por robarle la camisa a uno de tus mayores. El chantaje enrabietado nace del simple descubrimiento de la forma casi transparente, del reflejo inexistente que está a punto de sucederse en uno de los protagonistas. Disculpe, no le habíamos visto. Nos metemos tanto en el papel que, en fin, usted sabrá perdonarnos. El caso es que en 1987 se vendía a la juventud rebelde un retrato modernizado, y pasado por la estética adolescente de cadencias rock plastificadas, de la tradicional historia de seres no muertos, los herederos de Lestat y compañía. Llegaba The Lost Boys.
Joel Shumacher pretendía seguir la estela que había dejado su anterior St. Elmo punto de encuentro, sólo que añadiendo el aliciente del «terror». Gracioso término para una película que es casi más comedia oscurilla, eso sí, sin llegar a la glotonería de tópicos resabiados de Teen Wolf, siempre recordada. Lo llamativo de la historia es que la familia Emerson pretende desvincularse únicamente de la pandilla vampírica con la que marcha de garbeos el hermano mayor de la casa, un limitado Jason Patrie. Aquí no hay escaramuzas en favor de la liberación mundial del castigo de los chupa sangre, nada que ver por tanto con la posterior Blade. Por ello, y dado lo recatado del metraje, que ni siquiera se recrea el único banquete humano que se pegan los de Kiefer Sutherland (marimandón de la comitiva colmillada), es razonable que se corriese el rumor de sencillo homenaje o grano de arena a la campaña antidroga que Nancy Reagan tenía en marcha por aquellos días en Estados Unidos. «Just say no» decía la Primera Dama, a lo que el Madman Osbourne, ex líder de Black Sabbath, contestaba aquello de «Just say Ozzy». Toma castaña.
La crítica, descartando esta visión, se centró en lo original de su guión, elevándola como una de las filmaciones más interesantes de un género bastante edulcorado —o por lo menos ese parecer es el que nos llega con los años transcurridos—, y resultando premiada con el Saturn Award For Best Horror Film de aquel mismo 87. Aun así, y aunque nos salga la suspicacia hasta por las orejas, es encomiable la labor del director por otorgar basamentos a unas producciones que tendrían más sentido en la siguiente década. Esa incipiente relación con la escena dark y casi neo gótica está presente, aunque la banda sonora del largo se base en versiones de rock tradicional y ramalazos adult oriented rock. Ya lo decía el spot promocional: «Dormir todo el día. Fiesta toda la noche. No envejecer. Inmortalidad. ¡Es divertido ser un vampiro!». Certera actualización de ese complejo de Peter Pan que muchos jóvenes de los 80 tomaron como bandera. Diez nuevos años llegarían para traer el pesimismo a la mente de unos chavales yanquis que no sabían de dónde les llovían los golpes. La metafísica grunge estaba a la vuelta de la esquina.
Despidámonos de Jóvenes ocultos por todo lo alto, parafraseando al genial Elton John que allá por el 73 se marcaba frasecitas en sus tonadas como: «La vida es corta y el mundo es duro; y si piensas darle al boogie, chico, hazlo con estilo». Algo así pensaron desde la productora, ya que se dio luz verde a una banda sonora de lo más inesperada. Temas entre pop y rock melódico, con cortes referenciados al título del film, y alguna que otra versión un tanto extravagante pero efectiva. Echo And The Bunnymen abrirían la escena inicial del parque de atracciones en Santa Carla con un cover del «People are strange» de The Doors, mientras que Roger Daltrey no repararía en gorgoritos para la versión de un clásico de Elton John y Bernie Taupin, el también revisado posteriormente por George Michael «Don’t let the sun go down on me». Thomas Newman que encargaría del score orquestal, y todos contentos.