Capítulo VI
TERROR EN LA FILA DE LOS MANCOS
«Mirando Hollywood con perspectiva, me doy cuenta de que una de sus más acusadas características es… el miedo. El miedo recorre los platos, los departamentos de publicidad, las oficinas de los directivos»
(Joan Fontaine)
En la década del plástico un género como el terror cobraría nuevo significado. Los nutrientes llegan de los anteriores 20 años, mientras que el enganche al vagón de una coctelera gigante de gustos plurales marca las diferencias. Pudiese parecer que la falta de concreción haría descarrilar a la bestia, sin embargo sucedió todo lo contrario. Aquellos diez años serían copiados a lo largo de los 90, y hasta reverenciados en el nuevo milenio. Las facetas más extreme de este invento deudor de sus mayores estarían representadas como pegatinas de catálogo tan explícitas como el gore, el canibalismo o la necrofilia.
Pareciese cosa de leyendas inconclusas, pero lo cierto es que ya en los 60 cineastas como Herschell Gordon Lewis ponían buenos litros de sangre sobre la mesa con filmaciones como Two Thousand Maniacs!; posteriormente, y ya en 1972, arriesgaría nuevamente con The Gore Gore Girls, abriendo un camino para unos directores que en muchas ocasiones quedarían recluidos en el underground o como carne de cañón en videoclubes y sesiones grindhouse. La rama caníbal, potenciada por la facción italiana contemporánea de Darío Argento o Lucio Fulci, llevaría la casquería a un nuevo estadio. Ruggero Deodato levantaría ampollas con Holocausto Caníbal en 1979, mientras que su compatriota Umberto Lenzi le daría un hermanito desmembrado de título revelador: Cannibal Ferox. Los tiempos definitivamente estaban cambiando, y mientras en el país de las barras y estrellas todo procuraba ser políticamente correcto bajo la presidencia Reagan (aunque no lo fue tanto), desde otros puntos de la gran esfera achatada por los polos salían verdaderas obras de ruptura. Sin valorar su importancia técnica, no cabe duda que obras como la germana Nekromantik (1987) significaron un rincón para explayar perversiones poco dadas a las grandes salas de familia reunida. Los vástagos del horror sexual escrito por Ed Wood Jr. para Orgy of the Dead tenían una incuestionable salud de hierro, aunque un público realmente reducido.
Otro de los factores a tener en cuenta a la hora de comercializar géneros minoritarios, algo que cambió en aquella década, fue el de la expansión del vídeo como formato. Estas cintas pondrían en pocos años la industria patas arriba, llegando a trastocar los planes de las productoras de cine erótico, porno, o mismamente los hacedores de sustos en celuloide. Un ejemplo destacable fue el que dejó como marca la distribución en Gran Bretaña de una filmación norteamericana como Posesión infernal (Sam Raimi). El largometraje se presenta en Estados Unidos en 1981, y para el 83 es el vídeo más vendido en el Reino Unido. ¿Explicación? Palace Pictures, los distribuidores británicos de la película, decidieron innovar en las campañas de marketing estrenándola al mismo tiempo en las salas de cine y en formato vídeo. La nueva concepción de visionado parece instaurar un desconocido reinado de entretenimiento casero.
John Landis formará parte de una carnada de directores que, despuntando en lo cómico, se empeñan en pasarse al género de los pelos de punta. Sus creaciones, o en ocasiones simplemente revisiones de conceptos añejos (hombres lobo, vampiros), se dejan bañar por la jocosidad de sus anteriores lanzamientos. Landis proyecta el estreno en 1981 de Un hombre lobo americano en Londres con el firme propósito de pillar desprevenida a su audiencia tras figurar alocado con un largometraje como Desmadre a la americana. Se pasa a colaborar con Rick Baker y su innovador trabajo en el campo de los efectos especiales. El resultado es espectacular a todas luces por su libertad creativa. John Carpenter, por el contrario, intenta ofrecer una mayor veracidad en lo que al pánico del horror se refiere. Su pensamiento en ocasiones es primario, sin demasiadas aristas, encaminando la trama en pocas escenas al chillido de pavor. Carpenter es efectista a la par que efectivo. No defrauda y entrega en pantalla lo que promete. Además, y este hecho marcará una generación, será el padrino de las scream queens (reinas del grito) en los años 80 (Jamie Lee Curtis, siempre en lo más alto de este podio). Igualmente desarrolla la vena fílmica que se enmarcó utilizando el término anglosajón slash (cuchillada). Así, las denominadas slasher movies, encontraron cáliz dorado en el que beber de la mano de este director norteamericano.
Halloween, la noche de todos los santos —la celebración del muerto al hoyo y el vivo al bollo, si atendemos al rito anual de los infantes yanquis en favor de la recolección de golosinas en marcado itinerario casa por casa—, se topó sin comerlo ni beberlo con una de las representaciones fehacientes de que el género slasher cobraba nueva importancia en los últimos retazos de los 70. Tobe Hooper lo avisó desde La matanza de Texas (1974), aunque en la siguiente década la imaginería de la cuchillada por la cuchillada cobraría mayores y delirantes magnitudes. La segunda parte directamente se centraba en el meollo, despistándose de las huellas seguidas inicialmente por la escena en busca de un rejuvenecimiento de películas inconmensurables como la Psicosis de Alfred Hitchcock. Imposible superar la perfección, aunque no sería por intentos. Sangre y visceras pintarían un importante grupo de los títulos de terror ochentas, no siempre originados por las hordas de la marea zombie regenerada por George A. Romero (La noche de los muertos vivientes, 1968) y demás soldadesca. Los asesinos psicópatas pueden llegar a hipnotizar al espectador que acude a las salas, y para los que dudaron ahí quedó en los 90 El silencio de los corderos que mitificaría para los restos la figura del inteligente, refinado, despiadado y caníbal doctor Hannibal Lecter (Anthony Hopkins sufrió en sus propias carnes una segunda juventud gracias a tan aclamado asesino parido desde la mente del literato Thomas Harris).