Las gaviotas
En el cementerio del pueblo, recogido como un patio, enterraron al caballero. El cura dijo con monotonía unas oraciones por el muerto y el cortejo fúnebre abandonó el lugar. En la rinconada del osario se pudría el muñón de una chumbera, crecían los geranios silvestres entre las tumbas, las malas yerbas y los cardillos invadían la tierra y los cipreses apenas elevaban sus puntas de grafito por encima de las tapias.
En la casa del caballero se reunieron sus amigos y socios. El hombre de las manos aleteantes parpadeaba tras de sus gafas negras. Cinco mujeres consultaban papeles de Alegría, Sociedad Limitada. Habían llegado al aviso de Genoveva. En el cementerio mostraron una educada y general compunción y ahora discutían. Hablaban en francés y en inglés.
—¿Qué discuten? —preguntó el hombre del pelo planchado.
—El botín —dijo sonriente el joven amigo de Amadís.
Luego él y Genoveva salieron a la terraza cogidos de la mano. El hombre del pelo planchado les contempló. Después miró más allá. El mar cabrilleaba a lo lejos y las gaviotas daban sus gritos de guerra en el remolino de sus vuelos de pesca.