Los sótanos del concejo
La segunda botella de tinto iba mediada. Matacán se pasó sus anchas manos de campesino por el barrigón y eructó como un trueno. Estaba satisfecho. Escachapobres se recogió el hilo de grasa que le resbalaba por la barba con una miga, que luego tragó, y correspondió a la tormentaria de su cabo con una espléndida andanada.
—Las guardias de invierno tienen más apaño —dijo Matacán—, si se quitan las noches de sábado...
—Para mí las noches de sábado dan de sí, porque si cae por un casual un elemento de los que tengo fichados —dijo Escachapobres frunciendo el entrecejo cerril— lo descompongo para un rato.
—Al finchao del pelotari lo quisiera tener por estos barrios. Me iba a pagar en gritos las cosas que me dice cuando va con su cuadrilla.
—Ese tiene buenos padrinos, igual te buscabas un expediente.
—Ya me las compondría yo —dijo cazurramente Matacán—. Ya se vería a quién daban la razón los de arriba.
El cabo Matacán y el número Escachapobres, de la Policía Municipal de la ciudad, distraían sus guardias de retén comiendo, bebiendo, eructando, fumando, golpeando a los borrachos y soñando con grandes venganzas contra la gente chunga de la plaza.
—Qué ganado ése... —dijo Escachapobres meditativo—. Ni se dan cuenta de lo que es la autoridad, ni tienen respeto ni, a mayor abundamiento —se expresó airadamente— son hijos de su padre. Uncidos debieran ir como el vacuno.
—De segadores todo el año los iba yo a poner. Que se tronzaran para ver si les quedaban ganas.
Los dos bárbaros acabaron con la segunda botella de tinto.
—Queda otra en reserva para más tarde —dijo Escachapobres.
La puerta vidriera del retén, en los bajos del Ayuntamiento, se abrió de repente.
—¿Quién va? —gritó Matacán, mientras Escachapobres se apresuraba a retirar platos, vasos, botellas y migas de la mesa despacho de su jefe.
No hubo respuesta.
—Acérquese quien sea —ordenó Matacán.
Se oyó un sollozo y luego un largo quejido.
—Pero ¿qué pasa? —dijo Matacán, sorprendido, mirando a la penumbra sin ver porque encima de su cabezota tenía cien bujías deslumbrándole.
—Un asesino... Un hombre que ha matado... —dijo don Juan Alegre apareciendo a la luz.
—Donjuán Alegre —dijo Matacán levantándose.
—Donjuán Alegre —dijo Escachapobres asombrado.
Don Juan Alegre se retorcía las manos y temblaba como un azogado.
—A entregarme, vengo a entregarme —gritó—. La he matado y vengo a entregarme.
—Pero, don Juan, ¿qué locura le ha dado? —preguntó Escachapobres.
—A entregarme, porque la he matado —insistió don Juan Alegre.
Escachapobres quiso reconfortar a don Juan Alegre después de estudiarle, no fuera que estuviera borracho, con una copa de vino. Matacán tomó el teléfono.
—Que se siente ahí —indicó a Escachapobres— en tanto informo.
Don Juan Alegre lloraba entre hipos como un poseso de Lucifer. Escachapobres colocó sus robustas manos en los hombros del asesino.
—Cómo trepita —dijo para sí.