Aquí; que entró la rabia, aunque nada pasó...

Amaneció un día bueno. El cielo estaba estirado; a ratos se rompían las nubes y asomaba el sol. Había templado. Jugaban la sombra y la luz, y en el callejón se retiraba una para dejar paso a la otra; les empujaba una mano, la mano que vela la luz de la lámpara y entenebrece el rincón, que deja escapar entre los dedos pájaros luminosos y cierra de pronto la jaula a cal y canto. El callejón se inundaba todo de sombra y luego se secaba todo de luz. Crecía, a veces, la sombra como una marea e iba avanzando, avanzando. También, como cuando se echa la alentada en un espejo y se empaña, y después el empañamiento se va reduciendo hasta que desaparece, del mismo modo que si una claridad marina fuera comiéndose la tierra, haciéndole y deshaciéndole, calas, bahías, golfos, cabos. El sol, entonces, se ponía azul en los charcos del callejón.

El relojero y Gorrinito discutían a la puerta de la taberna. Antonio estaba en casa de su madre durmiendo a pierna suelta, descansando de la dura batalla del día anterior. Bayoneta había sido denunciado y le buscaban los guardias. En Andín se trataba del caso con largos comentarios, siguiendo una especial técnica de degustadores de la página de sucesos que tienen los papeles. Una vecina llegaba de la compra con el capazo 'encerrando una huerta en miniatura. Le asomaban, como canelones de charretera, desflecados, los tallos de los puerros. Se paraba con Gorrinito.

—¡Huy!, Eutiquio. Pero ¿cómo llegaron a tanto?

—Señora Francisca, y ¿qué sé yo?

—Parece mentira.

La vecina balanceaba la cabeza y le hacía un mohín al relojero.

—¡Qué se le va a hacer! Ahora que el uno cure y que al otro no le ocurra nada.

El relojero se adornaba de Judas fingiendo que él apenas estaba enterado.

—Ya ve usted; unos buenos muchachos, y luego... Habrá sido el vino del Antonio, porque el novio de mi chica apenas lo cata. Ya ve usted, cosas de la vida.

Gorrinito truhaneaba con su amigote:

—Sí; puede ser que el novio de tu chica sea un buen muchacho, pero lo que ha hecho no tiene perdón. Vete ahora a decirles a los guardias que es una alhaja.

Discutían amicalmente. La vecina se despedía:

—Bueno, me voy a hacer la comida. Ya me contarán lo que haya. Queden con Dios.

—Hasta luego, señora Francisca.

El tabernero, glotón, husmeaba en el proyecto de condumio:

—¿Hoy judías? Poco bien que las pone usted, ¿eh?

La mujer se esponjaba ante el piropo, ante el último piropo que a una mujer con los hijos grandes se le puede hacer. Sonriente, desaparecía por un portal.

Gorrinito y el relojero entraron en la taberna. Bebieron. El local se llenaba de tinieblas. Cambió el tiempo y un chubasco dio sueño a los habitantes del callejón. Gorrinito cerró la puerta, que se abría, con un tremendo bostezo.

—Cambia el día.

—Estos cambios son malos. Te descuidas y te vas con una pulmonía al cortijo de los callaos.

Meditaba el dueño apoyado sobre el mostrador. El relojero se colgaba del rostro una careta que le ponía gesto terne y patibulario. La lluvia sonaba fuerte.

—Oye —dijo Gorrinito—. ¿Es muy difícil hacer con una navaja un ojal de media luna?

—A mí me parece que sí.

—Oye, ¿y si se lo hizo con algo en el suelo? La entrada siempre está sucia. Pudo ser un cristal.

—Pudo.

—Vamos un momento a ver.

—Vamos.

Salieron los dos. El relojero corrió un poquito, conejunamente.

Parsimonioso, el tabernero se dejaba mojar. Principiaron a buscar, resoplaba Gorrinito al agacharse y hasta parecía que le crujían los riñones. Daban ganas de andar a puntapiés con ellos. Asomó en la entrada un guardia. Los paseantes, al cruzar por el vano del portalón, extendían esas sombras fantasmas, que sólo ven los enfermos y que se reflejan en el techo de las habitaciones cuando pasan camiones por la calle, llenándolas de penumbra y de salpicaduras de rocío solar, de dudas y luces. El guardia quedó parado.

—¿Qué buscáis? ¿Se os ha perdido algún diente?

—Nada; de lo de ayer.

—¿Cómo va el herido?

—Debe de estar bien, porque fue poco.

Gorrinito linchó la conversación al encontrar un trozo grande de cristal del fondo de una botella.

—Aquí está. Esto debió de ser.

El guardia no entendía y pidió una explicación.

—¿Que pudo ser qué?

—Lo que hirió al Antonio, hombre; porque una navaja es muy difícil que le pueda cortar a uno la espalda estando cubierta por el santo suelo y, además, en media luna, que es la herida.

—Pues igual. Tráelo a lo claro.

Los tres se pusieron a examinar, en la calle, bajo la lluvia, el cristal. El relojero, con mirada profesional, con ojo de astrónomo, descubrió un estrellita de sangre en el corte.

—Esto ha sido.

—¿Seguro? —exigió la autoridad.

—Seguro. ¿No ves aquí y aquí unos puntejos negros? Esto ha sido.

—Pues hay que llevarlo al retén para que lo examinen. Véngase usted conmigo.

—Es que yo...

—Véngase usted, que no le va a pasar nada.

—Entonces, espere que me eche algo sobre los hombros. El relojero fue dando saltos a su casa como un gerbo. El municipal hablaba con Gorrinito.

—Pues nada, esto le salva.

Se ofrecieron tabaco. El guardia, con astucia de hombre de poco sueldo, aceptó el del tabernero. La conversación se hizo intrascendente hablando del tiempo.

—Si sale el Norte a mediodía, barre las nubes y guiñará el ojo Lorenzo.

—Pero el castellano no le va a dejar. ¿No oye cómo suenan las cornetas?

Llegaban hasta el corazón de la ciudad los ensayos de la banda de cornetas en los cobertizos de un cuartel. Lo que tocaban eran unas órdenes con letra obscena, con letra de garita de centinelas aburridos y de retreta militar. La lluvia mojaba también el sonido, haciéndolo opaco, soso, como cuando cuenta un chiste pizpireto un hombre obeso, calvo, maduro y ausente de la gracia más elemental.

A mediodía se presentó la Petra en el callejón. Venía hecha una furia. Se coló de rondón en la taberna de Gorrinito, que jugaba, por tradición, al mus con unos amigos profesionales del ocio.

—¿Dónde está ése?

Lo dijo de tan malos modos, con un acento tan impertinente en la voz, dejándose escapar las palabras como salivazos por entre los dientes, desquiciados y bailones, que sublevó al tabernero.

—¿Dónde está quién?

—La porquería esa.

Arrugó la nariz Gorrinito y se echó hacia atrás.

—¿Qué porquería dices?

—El relojero, que tiene la culpa de todo.

Gorrinito no quería entender; Gorrinito tascaba el freno que le ponía la calidad de mujer de la Petra y se desentendía de todo.

—¿Que tiene la culpa de qué?

—De que a mi Antonio le hayan dado una puñalada. Gorrinito se ennegreció de experiencia, disculpando todo lo que había pasado la noche anterior.

—Vamos, vamos; pero ¡qué le van a dar! A tu hijo no le ha pasado nada. Se cortó con un trozo de botella. El tiene la culpa por romperlas a la entrada del callejón, que eso, cuando se entusiasma demasiado, se lo he visto hacer más de una vez.

La rabia de la Petra fue desapareciendo.

—Pero si me lo ha dicho él, que lo tengo en la cama.

—No querrá trabajar.

—Pero si me ha dicho que ayer se armó aquí un tumulto de espanto...

—¡Qué se va a armar! Unas bofetadas y pare usted de contar.

—Pero si me han insistido en que fue el relojero quien le dijo que si tal y si cuál para que se untase con el novio de la chica...

—Eso ya es otra cosa. De eso sé yo algo.

Los tres amigos de Gorrinito se entendían contemplando a la Petra sin jugar baza en la conversación. Gorrinito puso el colofón.

—Pero no pasó nada. Sí sé que el relojero le dijo algo. Pero nada, ¿sabes? Es que tu hijo anda metido en muchos belenes y luego, claro, que Bayoneta es un chismoso.

La Petra estaba enteramente calmada y se quejaba.

—Esos líos de mi Antonio ya sabía yo que le iban a dar disgustos.

Intervenía Gorrinito, disculpando a las ligeras de cascos.

—Ellas tampoco tienen la culpa. Es que la vida es así y con una copa de más se hacen locuras. A propósito, ¿quieres tomar algo, Petra?

—Hombre, por no despreciar, dame una copa de aguardiente.

—No hay. ¿Quieres vino?

—Ahora, no; gracias. Y perdonen todos que me tenga que ir. Adiós.

La mujer se envolvió en su toquilla y se fue hacia la puerta. Gorrinito, desde la puerta, le regaló un consejo:

—A ver si haces trabajar al Antonio, que será mejor.

La Petra, desarmada, desafió al tiempo con una mirada y se largó por el callejón.

No había pasado un cuarto de hora desde que se fuera la madre de Antonio cuando, en el callejón, se abrió el fruto de los gritos. Alguien entró en la taberna.

—Gorrinito, cierra, que un perro rabioso se nos ha metido hasta las huertas.

Se sobresaltaron todos.

—¿Un perro rabioso?

—Sí; se ha ido a las huertas.

En las huertas, un perrucho hético, con el pelo mojado y una pata llagada, buscaba un refugio. Se escondió debajo de unos maderos medio podridos. Los maderos destilaban un agua gris del color de las ratas.

Las galerías estaban abarrotadas de caras ansiosas, de caras almacenadas que se pueden comprar y vender lo mismo que melones y que son las caras de todos los grandes espectáculos. La seguridad de sentirse en un tendido de plaza de toros se transparentaba en las voces de aquel auténtico público en camiseta o entregado a las labores de la casa. Se abrió una ventana de cristales esmerilados y apareció un clown con el rostro enjabonado; debía de estar afeitándose; daba órdenes grotescas que nadie cumplía; hacía sonreír a los vecinos desde sus localidades. Gritaba:

—Oiga, guardia; dispárele desde el lado derecho, que se le ve mejor. Oiga, guardia; váyase a la izquierda; ¿qué dice? Que se vaya hacia la izquierda, porque parece que asoma por allí el hocico.

Dos guardias, disimulando sus miedos, cumplían su deber. Empuñaban las casi inservibles pistolas municipales, enroñecidas de no hacer uso de ellas, que les dieron cuando ingresaron en el cuerpo para hacer más patente su autoridad. Buscaban puntería sin acercarse demasiado.

El perro, acorralado, ladraba lastimeramente. Se oían las voces de algunos espontáneos.

—Oiga, paisano; tírele una piedra, a ver lo que hace.

Le lanzaban un pedrusco. El perro se callaba y enseñaba los dientes.

En la taberna, Gorrinito y los suyos jugaban al mus y tendían las orejas a los ruidos del exterior, hechos unos hombres, como si aquello no fuera con ellos. Sonaron dos disparos.

De pronto se abrió la puerta de la industria que regentaba Gorrinito. Los jugadores levantaron las cabezas. Hubo unos segundos de prólogo para la entrada de alguien. Se oía canturrear. El tabernero iba a levantarse, para ver lo que pasaba, cuando, como impulsado por un empujón, la invisible mano que siempre decide a los borrachos, entró en carrerilla de trompicones el inmenso Panchito. Al llegar al mostrador resbaló y se dio de narices contra el suelo. Lo levantaron con presteza. Tenía un chichón monstruoso, reluciente, a punto de estallar, en la frente. Parecía que le iba a surgir por allá el principio de un cuerno mitológico. En cuanto estuvo de pie se desasió de los brazos que le sostenían y comenzó a dar golpes en el mostrador, gritando y haciendo una sola sílaba de la palabra «sírveme». Era algo así como una extraña voz ejecutiva de la acción, del movimiento, que ordenaba su presencia. El tabernero se perfiló por bajinis:

—¡Cómo viene!

Gorrinito, en otra ocasión, le hubiera puesto de patitas en la calle o arrojado al rincón de los borrachos; pero un pico de curiosidad le hacía ser paciente. Quería enterarse de algo que suponía hubiera ocurrido. Le llenó un vaso. El borracho derramó el vino y se bebió las gotas que quedaban. Volvía a repetir su cantinela de hombre al que le florecen en una sola cosa las dotes de mando:

—Sírveme, sírveme.

Y unas veces lo decía como un grito, otras lo acentuaba a su gusto y otras casi lo deletreaba.

Un chiquillo entró corriendo.

—Señor Eutiquio, ya han matado al perro rabioso.

—Ya hemos oído los tiros.

Panchito se asustó de pronto: recordaba.

—Que viene por mí, Gorrinito; escóndeme, que he roto no sé qué por ahí. Escóndeme.

El tabernero y los demás se quedaron mirándole.

—¿Qué dices?

—Que me buscan los guardias; escóndeme.

—Pero ¿qué has hecho?

—No sé, Eutiquio —lloriqueaba—. Pero vienen por mí.

El tabernero y los contertulios, en una reacción de pura raza, lo agarraron, aunque pataleaba, y lo metieron en una cuba. El borracho gritaba al principio; a los pocos momentos canturreaba; por fin se calló.

Entraron dos guardias. La taberna, al parecer, estaba perfectamente tranquila. Seguía el mus. Al borracho, ni respirar se le oía, porque, una de dos, o se había espabilado con miedo o estaba cadáver. Gorrinito se denunció:

—¿Buscan a alguien?

—No. ¿Por qué?

—¡Ah, no sé! Como rara vez se les ve por aquí...

—Hemos venido a lo del perro. ¿Nos da unos vasos?

Pagaron y se fueron.

Al perderse los pasos de los guardias, el tabernero se fue a la puerta a escudriñar. Después volvió a la cuba donde estaba metido Panchito.

—Panchito, sal.

Al principio no contestó nadie. Gorrinito dio dos patadas que sonaron como dos cañonazos y que sirvieron para aflojar una duela.

—Sal, Panchito.

La voz del borracho se pasteaba.

—Sírveme, sírveme.

Y entonces pretendía engañarle como a un niño.

—Si sales, te sirvo lo que quieras. ¿Qué quieres?

Y en la bruma de la borrachera brotó, absurda, la contestación de Panchito con la lengua estropajosa y bellaca:

—Que... no... me... quites... el... sol...

A la caída de la tarde la lluvia aumentó ahumándolo todo, trayendo la noche. Estaba reunida toda la plana mayor en la taberna, excepto Panchito, que dormía en un catre la borrachera y el sueño perdido, allá en los intestinos de la cueva. Volante llevaba la batuta.

—¿De modo que fuiste tú el que los azuzaste?

—¡Hombre, yo! —contestaba el relojero.

—Pues menos mal que todo está arreglado, que si no... Gorrinito entraba en línea.

—Lo malo es lo de Panchito. Eso no se arregla más que pagando. Pero ¿qué le ocurriría para romper el escaparate?

Volante explicaba lo ocurrido.

—Pues que estaba rabioso. A veces se pone así, ya lo sabéis, y luego, a buscar refugio en el callejón.

Entró el ciego arrastrando los pies y pegando con su bastón fuertes golpes en el suelo. Se anunciaba a sí mismo como un gran chambelán.

—Buenas tardes, abuelo.

—Buenas nos las dé Dios. Una cañita, hijo, que traigo sed.

Gorrinito le gastaba la broma de siempre.

—Usted no cambia, abuelo; todos los días se marcha a su casa bien cocido.

—Y qué se le va a hacer; mejor es así que de otros modos.

Se alegraba la conversación con el vejestorio. El abuelo arrugaba la frente y cantaba coplas viejas de su tiempo, en que todos eran más valientes y más crudos. Se le quebraba el plante cuando le daba un chupito al vaso.

—Buena la de ayer, ¿eh? En mis tiempos, de esas teníamos todos los días. ¿Dónde está Panchito, que no se le oye? Hablo con todos. ¿Ustedes creen que hoy por hoy un duro es algo?

Enredaba la conversación.

—Déjese de cuestiones económicas, abuelo —decía Volante—, que usted vive bien.

En la puerta de entrada a las catacumbas apareció, ajustándose las gafas, Panchito; luego se entretuvo en guardarse un faldón de la camisa que se le escapaba por donde no se debe decir.

—Buenas tardes, caballeros.

Le saludó Vicente con la brutalidad y el cariño acostumbrados.

—Hola, pelma. ¿Sabes lo que has hecho?

—Sí; ¿por qué?

—Pues entonces, nada. Si te parece poco chinar la luna del escaparate de Gregorio, puedes salir a la calle a hacer barrabasadas de nuevo. Te advierto que nos ha dicho que como no la pagues te echa los guardias encima.

—¿Ése? Ya le hablaré yo; no hay que apurarse.

—Pues por mí —Volante se lavaba las manos—, como si quieres incendiarte ahora mismo.

—Algún día lo hará, algún día —dijo Gorrinito.

El abuelo invitó a todos, porque estaba muy contento, tal vez demasiado, que es una razón poderosa. Panchito bebió de un sorbo su vaso y pidió más. La tranquilidad en la taberna extendía de nuevo sus alas de gallina para cobijar a los polluelos del callejón. El abuelo, como estaba contento, comenzó a contar las barbaridades de rigor. Volante reía. Se dieron tabaco. Panchito guardóse disimuladamente un puñado en el bolsillo. Sólo faltaba en la reunión Piorrea, que no asistió a la firma de la paz porque estaba penando en los calabozos un altercado con un sereno, al que desobedeció cuando fue instado a no dar escándalo líquido en medio de la calle.

Tristemente, a los quince días de haber sucedido todo esto, sin causa justificada, se cerró la casa de Paca y Cecilia por orden de la superioridad. Paca se hizo planchadora, y Cecilia, por vocación, se fue a correr mundo, viajera en el correo que llega hasta Algeciras, donde la mirada intenta descubrir minas de oro en la acera de enfrente. Así fue cómo al sacristán le entró la formalidad, por falta de ocasión, y el callejón pudo oler un poco mejor, ya que menos gente, de la llamada de mal vivir, aparecía por sus andurriales.

Cuentos 1949-1969
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