El figón de la Damiana
La navaja le había entrado hasta las cachas, partiéndole las mantecas de un riñón. Quedó el mendigo pasmado sobre un banco cojo, tintando el suelo de sangre negruzca. La luz difícil del mostrador daba sombras pulposas en la rinconada. Estaba la puerta abierta y un aire dulce de serranía se colaba hacia la cocinilla profunda y acuevada. El mendigo resbaló al suelo; se le cayó la gorra y cuatro pelos retozones se le alborotaron en la corriente. Un gato tuerto asomó la pupila asombrada; se fijó en el difunto, luego en la sota de bastos y salió bufando de correveidile.
La aleluya legionaria se acercaba a tientos de pared y de botella, un poco vejancona y más loca que un rebaño. Sumaban entre los dos tantos reenganches como cuatro soldados hechos, y estaban retirados de servicio, adecentados de paga y huéspedes en La Damiana. Se florecían de canciones viejas, llenas de un romanticismo arisco y divertido. Iban piropeándose de hombres, buscándole las vueltas al farol. Parábanse en la calzada a darse un pechugón de coñac, y a renglón, lo mismo que barcos viejos, en un bandazo terrible, chocaban contra la pared. Eran, por las trazas, dos buenos camaradas.
Entraron en el figón silenciados de tres metros antes, con ánimo de pasar desapercibidos. Le habían dado soleta al dinero de casa, como le llamaban a la mensualidad de la pensión, y al pico que les sobraba. Tenían miedo de acabar la juerga en los bancos públicos, con las costillas calientes y el morro frío. La Damiana no se andaba con bromas, entre la tropa, mereciendo, que decía ella. Tenía cierto aire de ternura por aquellos dos soldados viejos y quebrados, pero a veces se le inflaba la sotabarba como a una culebra, y no se encontraba modo de hacerla entrar en razones y de explicarle lo que es la vida, porque para el caletre de ellos fatalmente tenía que ocurrir lo que ocurría. La Damiana, en estos casos, les solía mostrar sus conocimientos léxicos y, después de prepararles un sínodo en las espaldas, les obligaba a labores mecánicas durante el tiempo que procediese, además de embargarles hasta sus prendas más íntimas. El más viejo, que había llegado a cabo, se resistía, porque contaba que según las ordenanzas él estaba exento de tales servicios.
Pero no hubo nada de lo temido y esperado. Un gran silencio encapotaba el ambiente. Descubrieron al muerto y lo tomaron por un borracho vomitón. Se acercaron al mostrador titubeantes como escolares / cazados en falta. El cabo, más audaz o más bebido, viendo que nada pasaba se fortaleció con un trago. El diálogo se les hinchaba de palabras gordas y bellas, palabras jamonas. Dieron la vuelta y comenzaron a hacer gestos a La Damiana, guardando, castrenses y tunantes, el coñac de su botella para las vacas flacas de sólo el pre y el vino picado. A cada frase se servían una copa y repetían, golosos, picarones y embotados.
—Salta, saltarín y agárrate al baste, camarada.
Y se cogían de donde podían para no caer al suelo.
El gato tuerto salió jorobado y bufante a darles la bienvenida. Lo espantaron y se mojó en la huida las patitas en el charco de sangre, acrecentándosele los miedos y escribiendo siniestros jeroglíficos en el entarimado.
Olieron la sangre y se miraron asustados, creyendo que habían hecho alguna barbaridad. El muerto se les alargaba en la sombra; de pronto comenzaron a andar hacia la puerta, mecánicos y hechizados. La luz se cubría de infinidad de mosquitos revoloteantes y la botella se vaciaba sobre el mostrador con un extraño glogeo de ahogo doméstico, que henchía la estancia de distintos terrores.
El cabo se arrancó en valiente y se fue hacia el muerto. Lo asió para incorporarlo y los pulmones le respondieron con el último aire. De este modo les sorprendió el teniente de policía cuando entró, en comitiva de autoridad, con un sargento, un cabo, la pareja del barrio, el sereno y La Damiana.
—¿Quién ha sido? —la voz les trajo la calma y un antiguo regusto de espectáculo en los tabernuchos africanos.
—Mi teniente —trompicaban el habla—, mi teniente, hemos llegado a la punta de ustedes.
La Damiana saltó marchosa al ruedo con un dejo varonil en las palabras:
—Estos son El Ventura y Antón, que le dije que están a pupilo conmigo. El que ha sido se ha largao a los vagones y les va a costar su duelo el cogerlo.
—Cállese —le interrumpió, marcial y severo—; por lo pronto quedan detenidos hasta que se aclare el caso. Y a ése llévenle al Cuarto de Socorro para que vean lo que han de hacer.
La Damiana tuvo la fuerza del momento entre los dedos y la alzó a los labios. Hizo un ademán chulo y dijo:
—A ése, mi teniente, no le zurcen los médicos. Está acabao.
Se escalofrió el teniente y salió del aprieto mandando esposar a los compinches.
Y tomaron rumbo para el cuartelillo, después de cerrar el establecimiento. El gato tuerto apareció por tercera vez; olisqueó el cadáver y se entretuvo mojando los bigotes en el charco de sangre.
Entre tanto amanecía.
A los tres días el figón recobraba su tranquilidad. La Damiana servía copas a los clientes, mientras, en la cocinilla, Antón y El Ventura limpiaban platos y cantaban desacompasados. Estuvieron a punto de cerrar, pero demostraron que las broncas en aquel lugar eran cosa esporádica mientras La Damiana tuviera fuerza en los brazos y avinagrase el gesto en cuanto cualquiera se saliese del carril. El mendigo muerto y el limpiabotas agresor pasaban a la historia. La Damiana explicaba el suceso con plena naturalidad, como si aquello —¡ah!, aquello— no tuviera mayor importancia que unas bofetadas entre estudiantes.
—Se le salió la mala ralea —decía— al demonio del Fulgencio. Estaban con la baraja y el otro le iba ganando. Le mentó la madre en una sota y se armó el San Quintín. Ni me dieron tiempo. Se pusieron a mayores, antes de que se adivinase algo. Por bajo la mesa, sin decir oste ni moste, le dio de costadillo. Ya se largaba para cuando yo salté. En cuanto los dos más que estaban bebiendo se dieron cuenta, salieron de naja y me quedé con el finado y sin saber qué hacer. Luego que salí a buscar la pareja llegaron ésos —y señalaba la cocina— para estropearlo más.
En la cocina, El Ventura y Antón se emborrachaban, mientras se esmeraban en el servicio. Lo único que La Damiana no les quitaba ya era el vino, porque hombres sin vino son como caballos sin montura, muy difíciles de dominar. Ésta era la filosofía de la dueña, contraria por entero al pensar común de las gentes.
Por los papeles supieron que la Guardia Civil había detenido a un individuo llamado Fulgencio, de oficio limpiabotas, autor de la muerte de un mendigo en un figón de la capital, y que al intentar fugarse, no teniendo más remedio que hacer uso de la fuerza que su autoridad les confería, recibió el tal sujeto tres balazos en la espalda y uno en el cuello, y trasladado en grave estado a un pajar cercano, en espera de asistencia médica, dejó de existir.
Esto cerró el romance.
Antón y El Ventura salieron de compras, con el dinero justo, pero quiso la suerte que al pasar por una tabernilla cercana al mercado, entraran a tomarse unas copas y vieron una partida en toda regla, montada al amparo del tabernero. Y quiso, también la suerte, que, puestos a jugar, ganaran algunos durejos, los bastantes para ponerse a tono con la vida.
La noche se les hizo corta; roncos de cantar y de beber, de madrugada regresaron al figón. Se encontraron la puerta entornada. Entraron, y por darse el caso de que La Damiana tuviera mucho trabajo durante el día —a contar por aquel abandono— y dejara el solfeo para el siguiente, no queriendo levantarse de la cama, ellos, a la chita callando, se entretuvieron durante el resto de la noche en dar cuenta de algunas de las botellas del mostrador. El gato fiel, vigilante y adulador para quien le daba de comer, maullaba desde la cocina dando el alerta del desaguisado. Los dos vejestorios, celosos y borrachos, dieron en cazar al centinela. Le perseguían por todas partes, dándose trastazos terribles que aumentaban sus cóleras. En los escasos momentos de descanso que la caza tenía, volvían a sus trece de beberse las existencias de La Damiana. Fuertes ronquidos que llegaban por la escalera les preservaban de cualquier malentendido. La Damiana se había emborrachado.
El Ventura se desmelenaba en gestos sibilinos para acercarse al micifuz, que le dejaba llegar y, después de pasarle las uñas por las manos, huía hacia otro rincón, entre victorioso y acobardado. El Ventura y Antón, usando de las reglas militares, le asediaron de tal modo, que el gato cayó en su poder. Lo ataron y lo celebraron descorchando otra botella.
Aquella noche ahorcaron al gato. El ojo sano se le saltó de la órbita, los pelos del lomo se le erizaron y los del bigote, que mojara en sangre de mendigo, se le cayeron lacios, dándole un aspecto raro de chino mandarín.
A la mañana siguiente, La Damiana lo encontró colgado de una corbata, balanceándose, rígido, del quicio de la puerta. El Ventura y Antón dormían, abrazados, sobre el santo suelo. La Damiana no hizo nada por despertarlos; eran los dos únicos animales fieles que le quedaban, pero durante todo el resto del mes los servicios mecánicos se multiplicaron para los dos viejos exsoldados, quebrados, borrachines, sinvergüenzas, y allá en el fondo, buenos, porque La Damiana se enternecía hasta cuando les contaba las tristes y baqueteadas costillas con el hierro de atizar el fogón.