Por la senda de los raposos...
Por la senda de los raposos, cruzando el monte, pelado, caminaban los tres: Sebastián, Prudencio y Virtudes. Por la senda de los raposos, bajo la sombra de una nube, llegaron al ribazo donde el verano anterior encontraron un nido de codorniz con dos pollitos rubios del color de la manteca. Desde el ribazo hasta el manantial seco de la vaguada, rodeado de plantas de arándanos, quedaban cinco tiros de piedra y algunos pasos.
Sebastián se paró a ajustarse los calzones con el trozo de cuerda de atar haces, que se le había aflojado. Prudencio se rascó un desconchado de roña de la tripa. Virtudes se sentó, palpó las deshilachadas suelas de sus alpargatas y cuidadosamente extrajo de una de ellas la agujilla de cardo que le molestaba. Luego los tres contemplaron la nube viajera y siguieron andando.
Rodaba la nube lejana y el sol les calentaba las costillas. Brillaba el rastrojo de los campos de trigo en la lontananza y una flaca columna de humo se alzaba al fondo del paisaje, que dolía mirar de luminoso. Cantó un pardillo. El campo estaba adormecido. Sebastián entretuvo sus pies en un hormiguero, destruyendo el camino de los insectos entre dos trincheras de cascarilla cereal. Voló de pronto una picaza; Prudencio irguió la cabeza. Sobre una mata de espliego se posaron dos abejas; Virtudes las oxeó con la falda. Le gustaba verlas en vuelo. Sebastián y sus dos primos eran como tres zorrillos buscando la aventura, y como los zorrillos, conocían el monte y esperaban lo inesperado. Y ¿qué otra cosa es lo inesperado, que una culebra a la que machacar a pedradas, unas flores con las que hacer un ramillete, un lagarto al que atar una cuerda para pasearlo por la carretera como a un perro? ¿O tal vez —con mucha suerte— un erizo o un nido de algo o algunas arañas gordas y amarillas, de las que en el abdomen parecen llevar dibujada una calavera? Lo demás, ¿qué importaba?
Llegaron al manantial seco y comenzaron a recoger su cosecha de arándanos; la cosecha de las tierras sin labrar, que pertenece por igual a las cabras, a los zagalillos y a los niños de bajo los puentes. Nadie fuera de ellos la aprovecha, porque la gente tiene sentido de la propiedad y no es viajera de a pie a través del monte. Los arándanos maduros se les deshacían entre los dedos. En la camisa de Sebastián se iba formando una gran bolsa y los frutos dejaban en la piel una mancha morada y verde de pulpa agridulce.
La pasada primavera Sebastián Zafra había cumplido once años y su tía Benita le contó muchas cosas. Le contó que su madre fue una criatura inocente que murió a los diecisiete años, de parirlo, gordo, guapo y lustroso; que la enterraron un Viernes Santo en un cementerio enano de un pueblo clavado arriba de un cerro, pardo el pueblo como el pelo de los gatos sin amo; que fue la mejor mujer de todas las que formaban la familia; que la llamaban Monina porque tenía cara de Virgen y cuerpo de reina, y que Fulgencio la quiso más que a su vida. Cuando Sebastián se enteró de todo se le figuró que el corazón se lo estrujaban como un racimo de uvas y que el cuerpo se le quedaba como una plaza vacía en un atardecer de tormenta.
Virtudes se pasaba la mano por la boca para quitarse las manchas de los arándanos. Virtudes crecía agria y pequeña como un limón. Tenía el gesto hosco y la mirada esquiva. Nunca cantaba, nunca reía. A veces miraba a su madre y parecía querer decirle algo. Prudencio era distinto.
No era muy alegre porque no se puede ser muy alegre a los diez años viviendo a salto de mata, pero sabía sonreír sabiamente ante un puchero de caldo y ante una tajada de tocino extendida sobre un pedazo de pan.
Virtudes se pasaba la mano por la boca.
—Sebas, he visto un zarrapo.
Sebastián y Prudencio abandonaron los arándanos por la aventura. Virtudes siempre hacía los grandes descubrimientos.
—¿Dónde?
Se organizaron inmediatamente.
—Tú quédate ahí. Tú empuja con un palo aquí.
Virtudes señalaba con el dedo una forma que se movía buscando cobijo en el interior de un matorral.
—Míralo.
Sebastián dijo con voz llena de desengaño.
—No es un zarrapo. Es una rana de San Cayetano.
La rana de San Cayetano desapareció y todos los posteriores intentos de localizarla fueron inútiles.
Sebastián, Prudencio y Virtudes abandonaron la vaguada. Bajaban por el camino comiendo arándanos. Sebastián lanzaba los huesecillos apretando los labios. Virtudes saltaba a la pata coja las piedras grandes.
Cruzaron el pueblo.
Al llegar a los puentes Pedro Corrales, apoyado en una vara de avellano, hablaba con un hombre.
—Se lo llevaron por nada. Es que no nos dejan vivir.
—Lo tendrían fichado de otra vez.
—¡Quia! Desde una que armó en Cenicero, hará dos años, se estaba quieto. Es que nos tienen mala sangre.
El tío de Sebastián se doblaba de holgazanería. En la oreja derecha le blanqueaba un cigarrillo.
—La vieja ha puesto el grito en el cielo. Hoy vamos de visita.
Pedro Corrales se fijó en los tres cuando se entretenían en endurecer las suelas de las alpargatas en el asfalto derretido.
—¡Chicos! —les gritó.
—Hola, tío...
—Hola, padre...
—¿Dónde os habéis metido?
—Hemos estado cogiendo arándanos.
—Y ¿no sabíais que íbamos a ver a tu padre?
Sebastián abrió los ojos.
—Yo no lo sabía.
—Bueno, pues bajad a ver lo que dicen las mujeres.
Las mujeres eran tres: la vieja, que hacía unos días acababa de llegar de Miranda de Ebro de pasar una temporada con otros hijos, Benita y Carmela, que estaba recién casada y con un embarazo espectacular. Carmela se quejaba de los riñones. Benita le decía:
—Tú te puedes quedar aquí con la abuela.
La abuela levantó la cabeza.
—Yo no me quedo aquí. Yo voy a ver cómo está.
Benita contemporizó.
—Bueno, madre. Usted se viene con nosotros y que Carmela se quede con mi Virtudes por si le ocurre algo.
La abuela exprimió su sabiduría. La abuela tenía mucho nervio y no demasiados años, pero, ¡ay!, eran años de hambre, de frío que quema la sangre, de calor que afloja la carne y abre las varices. Años de perros perseguidos, largos y monótonos.
—¿Qué le va a ocurrir? Le pasará lo que a todas cuando nos hemos metido en esos pasos. Si su hombre estuviera donde debe estar, otra cosa sería.
La embarazada se quejó.
—Es que él tiene que buscarse la vida.
—En las tabernas nadie se busca la vida. Es igual que todos. Nosotras a deshacernos trabajando y ellos de juerga. Es preferible reventar de una vez.
Pedro Corrales había bajado de la carretera.
—¡Qué dice usted, abuela! Su marido no era mejor que otros.
A la vieja le temblaban en los ojos las luces del recuerdo.
—Aquél era más hombre. A mí nunca me faltó qué comer.
—Ni aquí le falta a nadie.
La vieja refunfuñó, agachó la cabeza y se adentró en sus nostalgias. Pedro Corrales sacó un peine del bolsillo y se lo pasó por la cabeza.
—Daos prisa, que se nos va a echar la hora.
Benita recomendó a Virtudes que pusiera una olla de agua sobre las piedras del fogón.
—Podemos irnos.
La vieja se levantó.
—¿Y no le lleváis nada?
—Sí, madre. Un poco de carne cocida que ha comprado Pedro, y tabaco.
—Bueno, andando.
La hora de las visitas en la cárcel de la ciudad era a las seis y media. Los detenidos se alineaban en un corredor, tras de una gruesa tela metálica, después, un pasillo estrecho; luego otra tela metálica, y las visitas. Lo que se les llevaba tenía que ser examinado por los guardianes, que se lo pasaban inmediatamente a los presos.
La comitiva de los humildes que vivían bajo los puentes se puso en marcha. La madre de Benita caminaba despacio con su hija. Delante, a ambos lados de Pedro Corrales, iban Prudencio y Sebastián haciendo frecuentes paradas para esperar a las mujeres. Éste le preguntaba:
—Tío, y ¿cuándo lo soltarán?
—Vete a saber. Lo mismo puede estar un mes que dos. A mí me tuvieron una vez quince días y otra tres meses, y la segunda ni siquiera supe por qué.
La vieja y Benita hablaban.
—Beni, cada vez estás peor. Cuídate.
—Sí, madre.
—No trabajes tanto.
—Sí madre.
—Cuando te sientas muy mal vete al hospital.
—Sí, madre.
—Mira que esos dolores son de algo muy malo que llevas dentro y que cualquier día te balda. Come, come todo lo que puedas. Engorda. La salud es lo primero. No te preocupes de los chicos, ya son mayores y saben andar solos.
—Sí, madre.
La entrada de la ciudad es una larga cuesta orlada de castaños. La caseta de arbitrios está al pie. El de puertas fuma sentado en una banqueta. Pasan los humildes de bajo los puentes. El de puertas grita:
—¿Traéis algo, buenas prendas?
Pedro Corrales sonríe y responde:
—No, señor. Venimos a visitar a mi cuñado.
Sebastián se agacha a recoger un trozo de periódico. La cárcel está situada al otro extremo de la ciudad. Los humildes van por las calles adustos. La cárcel es un edificio antiguo que fue seminario. En sus puertas hacen guardia soldados de Artillería. El sargento se pasea imponente por el ancho portalón.
Es muy difícil entenderse. Las conversaciones, las voces, los chillidos de todos forman una mezcolanza que absorbe lo que se quiere decir. Se acaba por sólo oírse uno. Pero, ¿qué importa? La gente es feliz nada más que con verse.
Fulgencio ha adelgazado; tiene los ojos circuidos de lívidas manchas de ojeras; los párpados como con sueño; la mirada mansa. Fulgencio se inclina hacia adelante y agita una mano. Sebastián ha sonreído.
Un celador reparte los paquetes. Fulgencio abre los que le han dado.
En éste, carne cocida. Hace un signo y dice algo a su hermana y a su madre, que no aciertan a entenderle. En este otro, tres cajetillas de tabaco, un librillo de papel de fumar y cerillas. Mira agradecido a su cuñado. Y, ¿en éste? En éste, Fulgencio, arándanos de la cosecha de las tierras sin labrar, que pertenecen a las cabras, a los zagales y a tu hijo Sebastián. Fulgencio vuelve la cara y dos lágrimas le hierven un instante en sus ojos hundidos. Suena la campana. Ha pasado el tiempo de visita. Son las siete. Adiós, hasta tu libertad, Fulgencio.
Por la carretera la vieja marcha apoyada en Sebastián.
—Que nunca, hijo, te veas en manos de la justicia.
—Sí, abuela.
—Que tengas siempre que comer y encuentres buena mujer.
—Sí, abuela.
—Que no te lleve el odio con nadie y quieras a los tuyos.
—Sí, abuela.
La carretera se va llenando de sombras. La carretera es como un misterioso carril hacia la noche. Bajo el puente hierve la olla de agua. Bajo el puente la oscuridad viene ya disuelta en las aguas del río, mansas, lívidas, somnolientas.