En una isla, durante un invierno
Estaba entreviendo un paisaje japonés con la sabina al borde del agua y la barca de vela recortada e inmovilizada en el horizonte. El sol rusiente del atardecer tintaba un reguero en la mar, gris y aburrida. El caballero recordaba versos de Apollinaire: Les jours s'en vont je demeure y bebía a pequeños sorbos, dejándose invadir de una grata melancolía, su whisky de la caída del sol.
El frescor le obligó a dejar la tumbona y entró en la casa, encendiendo las luces del saloncito, decorado por él con libros y mapas, confortablemente amueblado, pero desíntimo y veraniego. Cuando se sentó un enorme gato negro saltó sobre sus piernas y entretuvo la mano ociosa en acariciar el lomo suave y robusto mientras campanilleaba tenuemente con el vaso de whisky.
—Amadís —llamó una voz de agua sonadora y amiga—, Amadís —repitió la voz femenina.
El caballero empujó suavemente al gato, que estiró las patas y se quiso afianzar en su gozo perezoso hincando las uñas sobre el bastón.
—Vete. Ya están aquí —dijo el caballero al gato—. ¡Sálvate!
—¡Amadís!
El caballero pasó de un relajado estar a una tensión ballestera y poco a poco fue descansando y enfriando su cabeza.
—Que pasen. Hazlos pasar, por favor.
Sus ojos recorrieron las paredes del saloncito hasta el ventanal. Más allá de la cristalera abierta, de la terraza y de los geranios, fuertes y casi silvestres, y de las rocas y del batir de la marea, todo era tiniebla de mar, cielo y agua, noche oscureciéndose. Una última claridad, una raya delgada y blanquecina, señalaba la estela del día desaparecido en el horizonte. Volvió la cabeza.
Entraron dos hombres y lo primero que observó fue el pelo negro y planchado del uno —como el de un cantador de tangos, pensó— y el aleteo casi sacerdotal de las manos del otro —manos ávidas de mercader, pensó.
—Siéntense. ¿Una copa?
Y levantándose sirvió unos vasos de whisky de la bandeja de las botellas. Hubo una pausa y cortantes, entrecruzadas miradas de observación. Después bebieron un poco.
—Amadís —dijo el hombre de las manos aleteantes—, usted sabe que esto no es muy grato y que...
—Por favor, señor. Decía Montesquieu: «Los preámbulos de los edictos de Luis XIV resultaron más insoportables a los pueblos que los propios edictos.» Bien, no he pagado, pero pagaré. Simplemente quiero un nuevo plazo. Dependo de un negocio.
El caballero, desafiante en su estudiado hermetismo, se atusó el bigote una y otra vez, haciendo más patentes su dignidad y solvencia.
—¿Cuándo? —preguntó, tal vez con demasiada codicia, el hombre del pelo planchado.
—¿Cuándo, cuándo? —caviló el caballero—. Pongamos tres semanas a partir de hoy. Se me ocurre pensar que la devolución del caballo y del automóvil les crearía más problemas que los que yo puedo procurarles con mi demora. Ha sido una buena venta para ustedes, una excelente compra para mí. Resolvámoslo todo amigablemente y con tiempo.
—Bien —respondió el hombre de las manos aleteantes—. Éste es el último plazo.
—De acuerdo —dijo el caballero extrayendo un largo cigarrillo de su áurea, burilada pitillera—. Hemos terminado este asunto. Hablemos de otras cosas.
Guardaron silencio durante unos instantes. La marea jadeaba en las rocas como un animal cansado. Las luces del saloncito recortaban un paralelogramo en la terraza. Por el este fulgía un asomante de luna.
—Hablemos de ese pequeño yate que está en venta —dijo el caballero—. ¿O ya no lo está? ¿Tiene muchos años? ¿Está bien conservado?
—No lo sé —dijo el hombre de las manos aleteantes—. ¿Y tú? —preguntó a su compañero.
—Sí, sigue en venta, pero no sé más.
—Infórmense —terminó el caballero—. Sería cosa de pensarlo y pudiera interesarme. ¿Tienen ustedes prisa? ¿Otra copa?
—Nos vamos —dijo el hombre de las manos aleteantes—. Tenemos muchas cosas que hacer.
—¡Ah! Los negocios... —dijo el caballero cargando las suspiradas palabras de un vago matiz de desprecio.
Paseos, cartas y esperanzas
El caballero y su joven amigo marchaban hacia la casa a orillas del mar por el camino, caligrafiado, entre los algarrobos y los almendros, como un largo renglón islámico. El caballero dirigía su trotón, suave a las riendas, desde el asiento de la carretela de ruedas de automóvil. El joven amigo aceleraba su motocicleta de gran potencia cuando las piedras y los relejes profundos le impedían mantener la poca velocidad a la que avanzaba el caballo.
Por un vial de cipreses desembocaron en los terrenos de la casa, flanqueada de sabinas. El mar se extendía alimonado por la luz del desfallecido sol de la mañana invernal. Negros puntos de barcas apenas alcanzaban a destacar sus perfiles en la lejanía. Solo, lento, grave, un barco mercante navegaba las aguas del horizonte.
El caballero bajó de la carretela. Vestía un barroco atuendo deportivo, en el que destacaban una gorra de mecánico con orejeras y unos leguis antiguos.
—Bien, muchacho —dijo el caballero—. Un hermoso paseo. Pasemos a desayunar.
El muchacho con blue-jeans y cazadora de cuero asintió. Era hermoso y parecía saberlo. Era ágil y gustaba de demostrarlo. Saltó los cuatro escalones de la escalinata a pies juntillas y se volvió para ver el efecto que había producido su pequeña hazaña en el caballero.
—Estás en forma —dijo el caballero.
El joven sonrió añadiendo:
—Y tengo hambre. ¿Todos los días das estos paseos, Amadís?
—No, no me suelo levantar tan temprano. Paseo por la tarde. Me he hecho un perezoso. A Genoveva le pasa lo mismo. Pero Genoveva pasea en automóvil. El paso del caballo le desespera.
Cruzaron la terraza y entraron en el saloncito, que a la luz de la mañana, no requiriendo intimidad como en la noche, era alegre.
—Los tiempos imponen austeridad —dijo el caballero—. Sólo los ricos pueden vivir con decoro. Mi dinero lo arrastró el decoro —afirmó sonriendo con un rictus de rememoración nostálgica.
El joven contemplaba uno de los mapas enmarcados.
—¿Por qué esta pequeña isla tiene una cruz sobre ella? —preguntó.
—Es una costumbre. De niño soñaba con viajes sobre los mapas. Los que he podido realizar los señalo y así cumplo con los sueños de mi infancia. A veces los estudio como entonces, como en los sueños de entonces y me doy cuenta de que ya están plenos de cosas, de hechos, de mi vida.
El caballero se desprendió de su forrada chaqueta y se destocó.
—Pongámonos cómodos. Entretengamos sabiamente el hambre con la palabra. Genoveva no tardará en levantarse.
—Bien, Amadís.
—Te preguntarás cómo voy a salir del pantano. No he perdido la calma, tengo la cabeza fuera. Eso es todo. Cinco cartas, cinco maravillosos ases. Una sociedad limitada. Se llamará Alegría, S. L., Antiguas amistades. Suena bien, ¿no es verdad?
El joven con la barbilla apoyada en el cuenco de la mano derecha hacía sus cálculos y meditaciones.
—¿Y si falla? —preguntó.
—Imposible. Ofrezco dividendos como regalo de Navidad. Las mujeres son muy dadas a los pequeños negocios. Con quinientas mil pesetas se puede en este momento hacer negocios, mínimos, claro está, de terrenos en calas perdidas. Después se me ocurrirá otra cosa.
—¿Alegría, Sociedad Limitada? —silabeó el joven
—Eso le presta jovialidad al negocio. Ninguna se puede negar. Las arrugas desaparecen, los buenos tiempos vuelven, sentimos ganas de bailar. Alegría —dijo enfáticamente—, Sociedad Limitada. Nada huele mal en el nombre de la sociedad. Está lleno de energía vital.
—Pero ¿y los maridos, los amantes, los amigos, los consejeros? —preguntó el joven pleno de dudas.
—Las mujeres ricas tienen ciertos privilegios. Ciertos caprichos. No es lo mismo fundar una sociedad en París que fundarla en una isla. Una isla está siempre llena de misterio y, desde luego, encierra un tesoro. Lo sabemos desde niños.
—Nunca lo hubiera pensado —dijo el joven.
—Son los años —expuso con debilidad en la voz el caballero—. Y además no es ni un préstamo ni una estafa. Es una buena inversión.
Pasos suaves producían crujidillos en las escaleras que conducían al segundo piso.
—Baja Genoveva —advirtió el joven.
—Es igual que un gato. ¿Cómo la has oído?
El joven miró hacia el vano de la puerta y en él apareció una muchacha de revuelta cabellera, descalza, con blue-jeans y una blusa entreabierta de color malva.
—Buenos días —dijo alegremente, besando a Amadís y al joven—. ¿No tenéis hambre? Esperáis que lo haga todo yo. Vamos, holgazanes, a la cocina —y gesticuló e hizo muecas y frunció los labios, tiránica y mimosa, y barbilleó a Amadís.
—Los caballeros deben trabajar para las princesas.
—Sólo las princesas encantadas por magos crueles sufren la condena de la cocina —dijo Amadís sentenciosamente—. Vayamos a la cocina.
—A la cocina, a la cocina —impulsó la joven a los dos hombres.
Se oyó la voz de Amadís en entusiasmado tono:
—Alegría, Sociedad Limitada. ¡Qué triunfo!