El libelista Benito
La muestra estaba descolorida; las letras, borrosas. El dueño estaba perfectamente loco; su mujer, muy gorda. Tenían en vez de hijos, canarios, y en vez de dinero, deudas. Habían nacido el uno para el otro; habían nacido él, en Tomelloso, y ella en la sala de tercera de la estación del ferrocarril de Miranda de Ebro. Ella le llevaba cinco años de edad y muchos de mundana experiencia.
Benito era áspero, borrachín y algo calvo. Su señora tenía buen talante y manías espiritistas. Ambos se lavaban muy de tarde en tarde, y por esto olían a cañería. Él dijo, muy serio, balanceándose en la mecedora:
—¡Matilde!
Y ella le contestó desde su sillita donde repasaba calcetines:
—¿Qué es lo que pasa ahora?
Él hizo sentir su autoridad conyugal dando un berrido.
—¡Que vengas!
Matilde respiró hondo, se encogió de hombros y se aproximó a la rebelión.
—No me da la gana.
El loco Benito comenzó a decirle cosas terriblemente feas, mentándole el árbol genealógico. De pronto algo pasó rozándole la cabeza y se calló.
Matilde principió una atroz ofensiva.
—¡Benito!
—Estoy muerto.
—Benito, que te acuerdas.
—R. I. P.
—¡Benito, que tomas el dos para el cuarto de socorro!
—No es para ponerse así, Matilde, no es para ponerse así.
Matilde se encogió de nuevo de hombros, se pinchó sin querer con la aguja, se chupó el dedo, con una gotita de sangre en la yema, y continuó:
—No te quiero ver holgazanear.
—¡Pero si trabajo como un esclavo!
—He dicho que no te quiero ver holgazanear. Ponte a tu trabajo. Haz poesías para postales y no descuides el oráculo.
Y el loco Benito se levantó muy despacio, se desperezó como un gato y se sumergió por una puerta con cristales empapelados de colorines en el oscuro taller. Su mujer sonrió con su carota de ubre de vaca suiza. Con la aguja se entretuvo, buscándose algo por los dientes.
El sol entraba, lánguido y otoñal, por un ventanuco con macetas. La mesa camilla, en medio de la habitación, recibía el temblor de un rayo sobre un mantel aguachirle. En la cocina se cocían patatas y el brasero se encendía, dando tufo. Al fondo había una puerta que daba a la alcoba conyugal. En la pared, un cromo del Sagrado Corazón mostraba reflejos como los roses de los soldados. Tenían dos sillones de mimbre, con almohadones hechos de retales amarillos con lunares rojos, y una silla con una pata coja y juguetona que, cuando se sentaban en ella las visitas, les hacía decir:
—¡Hay qué susto, Matilde!
Y la dueña de la casa, disculpándose:
—No te preocupes, Encarna, o Asunción, o Lola, que no te caes. Ya le he dicho a Benito que la arregle, pero que si quieres arroz. ¡Ese baldragas! Por no molestarse, la tendrá así hasta el día del juicio.
Poseían también un anaquel con libros. Terminaba la serie en un elefante de marfil y una niña con un perro de porcelana barata. En un platillo descansaban, cuidadosamente doblados, los galones de cabo del loco Benito, que estuvo en la morería sirviendo a la patria.
Benito creía que era un hombre ilustrado; era de oficio más bien vago que impresor. Heredó de su padre todo aquello y allí lo tenía arrumbado y maltrecho. Un obrero y un pinche que tuvo, se le fueron con cinco semanas de jornal sin cobrar. Ahora estaba solo, es decir, con su mujer. Se dedicaba al humorismo, recogiendo chistes, chascarrillos y acertijos, que luego titulaba El libro de los mejores ratos o Los mil motivos que tiene el hombre para no casarse o El tesoro del piropeador, que era su obra principal. Esto se lo editaban en Cataluña, y le daba algún dinerillo. Benito era admirado por su mujer en este sentido.
Ahora trabajaba en un cuadernito que titulaba Poesías para postales, y que anunciaba así:
«Gran variedad de poesías de declaración, de queja, irónicas, de celos, de desesperación, de ausencia y amores. Poesías geográficas. Dedicatorias en verso para las mujeres de todas las provincias de España. Extensísimo surtido en poesías para todas las mujeres de los países hispánicos, América del Centro, del Sur, Antillas y Filipinas.
«También tienen galantes dedicatorias las mujeres de Norteamérica y las de algunas naciones de Europa.
«Felicitaciones en verso. Poesías para obsequios y consejos. Poesías dedicadas, que sirven para gran número de nombres femeninos.
«Poesías varias, indispensables para toda persona que haya de alternar en sociedad.
«Seguido de un completo Santoral, palabras de ortografía dudosa, abreviaturas más usadas y un oráculo de los enamorados.»
Benito, ya en el taller, encendió la luz y se fue a sentar en una banqueta alta, junto a un pupitre lleno de facturas antiguas. Las apartó con la mano, extrajo del cajón un papel dudosamente limpio y sacó un lapicero del bolsillo. El lapicero estaba todo mordido.
Benito comenzó a pensar, rascándose el cogote con una mano y llevándose incesantemente el lapicero a los labios. Escribía una palabra e inmediatamente la tachaba; luego la volvía a repetir. Escribía, por ejemplo: « ¡Si tú me quieres, paloma!» Pero como no le salían más versos se veía obligado a principiar de nuevo:
¡Paloma que yo te quiero,
y en tu boca está mi sino!
Acabó cansándose. A la media hora de haber firmado infinidad de veces en diferentes papeles, ensayando rúbricas, sonó el timbre.
Le traían el periódico. Era el momento de mayor felicidad en el día. Apagó la luz y salió del taller a la habitación de las visitas, de las comidas y cenas y de los altercados familiares. Matilde trabajaba en la cocina.
Benito se leía el periódico de una sentada, detenidamente, escrupulosamente. Tenía para los políticos una lengua venenosa que despertaba la admiración de su tertulia. A Benito le traía confuso el caletre, una ley sobre libertad de imprenta, que él no entendía muy bien. De aquí que soliera decir, con aire de viejo conspirador:
—Ya no nos vamos a poder defender los puros. Todo va a estar en manos de esos chacales. Yo podía haber sido el Robespierre del partido sólo con habérmelo propuesto, pero uno es honrado.
Los amigos se lo creían en serio.
Benito dio un salto de su mecedora cuando vio el artículo de fondo censurado. Estaba desencajado, un ojo se le disparaba casi fuera de la órbita, de asombro, de indignación, de responsabilidad. Llamó a su mujer.
—Matilde, que nos queman el templo de la Libertad.
—¿Qué dices?
—¡Que nos lo queman, Matilde! Habrá revolución; así no se puede seguir. ¡Cómo viene hoy el periódico! De horror, Matilde.
A Matilde le importaba el templo de la Libertad muy poco, lo que le interesaba de verdad era la comida, la chismorrería vecinal, la jaula de sus canarios tomando el sol en el ventanuco de las macetas y el ir algún día al teatro para reírse de lo lindo y tomarse un chocolatito con churros a la salida.
—Cállate, Benito, que a ti ni te va ni te viene.
—Pero esto es coartar al individuo. El individuo es sagrado. El individuo es lo primero.
—¡Menudo individuo estás tú hecho! Deja el periódico y vuelve al oráculo.
—Matilde, tú no eres liberal, tú eres de la Dictadura, tú y tus amigas no sois las mujeres del Dos de Mayo.
—¡Ni falta que nos hace, y a ver si dejas a mis amigas en paz o hay hule!
—Bueno, Matilde, pero que conste que no me quitas la idea de romper las cadenas y de no contemporizar con los esbirros.
Y Benito se volvió al taller para meditar detenidamente el golpe de Estado en proyecto. Con la cabeza apoyada en las manos, como un idiotizado colegial, leía en voz alta las noticias de la última sesión del Congreso. De pronto se arrancó, bravucón y farolilla.
—Que me voy, Matilde, a ver lo que pasa por ahí, que pueden necesitarme.
La mujer, nalgueante, briosa, percherona, salió tras él.
—¡Mamarracho, la casa!
El, desde la calle, avanzando, le gritaba frenético de amor a su ideal.
—Que me voy a defender los intereses de la Libertad.
—Mamarracho, ¡a casa! Que donde tú vas es a la taberna.
Pero ya se perdía Benito, por la calle en cuesta, rumbo a casa de Calderilla, el más revolucionario de sus amigos.
En la taberna discutían acaloradamente el dueño y tres de sus clientes.
—Que tú estás loco, Calderilla, que el clero es mucha fuerza y no hay ilustración. Calderilla, que tú estás loco.
—¡Sí, sí y tu tía de campo!
El dependiente intervenía para cortar con sifón los chatos y la controversia.
—Pañí de muelle para el señor.
—Gracias, Manolo. Ya lo dice el señor Juan. Una intentona de ese orden nos lleva al columpio por un par de años.
—¡Naranjas!
Benito entró en fuego.
—Calderilla, ¿has visto esto?
—De eso hablamos.
Calderilla tenía poca estatura, la cara cenicienta, el gesto amargo. Su palabra era de oro, y al que lo dudase le aplicaba el código —el código era la estaca de debajo del mostrador—. Los bebedores siempre eran los mismos.
Benito se bebió de un sorbo el vaso.
—Mira, Calderilla, o ahora o nunca.
Intervenía el señor Juan con mucho aire de sabérselas todas.
—No ser impulsivos. La prudencia es el arma que hay que usar.
Se desbarató Benito en un par de rotundas groserías.
—¡Qué prudencia ni qué...! O vamos a la fetén o a la... Yo escribo un par de libelos, ¿me oyes?, un par de libelos, los tirarnos esta noche y mañana todo Madrid con nosotros.
—¡Ah! Eso es otra cosa —aclaró el señor Juan.
Empezaban a entusiasmarse todos. Benito estaba hecho el amo. Calderilla sirvió una ronda por cuenta de la casa.
—¿Y qué vas a decir, Benito?
Benito no sabía lo que iba a decir en sus libelos, pero comenzó a improvisarlo. Se bebió el vaso, hizo un gorgorito, se rascó la tripa, se pasó la mano por la frente para despejarla, con aire académico, y principió:
—Que si el concejal Sánchez persiste en no poner la eléctrica en la calle y seguimos con los faroles de gas a cien metros uno de otro, cuando vuelva a su casa borracho no va a saber dónde agarrarse.
Le interrumpieron los amigos con grandes carcajadas.
—Eso está bueno, Benito. Eso duele. ¡Buen puyazo, maestro! Si vales más de lo que pesas. Otras copas, Calderilla. ¿Y qué más?
—Que si el jefe de los lebreles supiera cuánto le admira la afición por su brava ganadería se iba a ensayar de semental con los municipales, a ver si dejaban de ser moruchos.
—Eso es pasarse, Benito —se adelantó Calderilla—, que son instituciones y las instituciones, como el individuo, son cosas sagradas.
—Bueno, pues lo retiro, pero daos cuenta que eso tendría eco.
—Mira, Benito, eso es anarquía.
—¿Y qué? —baladronó Benito.
—Que somos de orden y queremos orden. Nada de pifias, porque nosotros lo que queremos es decir lo que nos dé la gana pero dentro de la corrección.
Benito espabiló el loco que llevaba en la cabeza dándose un irónico puñetazo en la frente.
—¡Ah, ya caigo! Vosotros sois revolucionarios con seltz. Manolo, enchúfales el seltz.
—Benito, que te pasas de la raya.
Benito sacó la cultura a relucir y los dejó como gallinas mojadas.
—Sí, señor, yo me paso de la raya porque soy un valiente como los de la isla del Gallo; yo no me ando con beaterías; yo creo en el individuo y en las instituciones, pero una institución elevada sobre los cimientos de la tiranía es una institución —acentuaba estrambóticamente la ene— que hay que hacer arder por los cuatro costados. Yo soy la antorcha. Mis libelos serán la gasolina. Seguidme.
Calderilla guiñó un ojo a su compadre el señor Juan.
—Mira, Benito, así no vamos a ninguna parte, deja de dar el mitin y ajústate a la realidad. Otras copas, Manolo, y debo siete, no te vayas a guindar.
El señor Juan sacó su petaca y la ofreció, como cumpliendo un rito a todos, uno por uno.
—Yo paso, estoy algo resfriado y tengo moquillo.
—Pues esto es bueno, Vivar, esto es bueno.
Benito no estaba conforme. Benito tenía una antorcha y dos libelos en la cabeza y quería acabar con el orden institucional.
—Dígame, señor Juan, si por ejemplo a usted...
—Mira, déjate de ejemplos, aquí al hecho.
—Me deja acabar —sulfuró el tono— o me largo con viento fresco.
—Anda, di lo que quieras.
—Bueno, pero que se me escuche. Si usted, señor Juan, por ejemplo, va a ver una buena corrida de toros, pagando la entrada, naturalmente, como un buen ciudadano. Si usted se sienta en un tendido de sombra, pongamos por caso, y, cuando llevan tres toros corridos, un gracioso —que puede ser el concejal que preside— porque usted le ha dicho a un torero tal y cual, o por lo que sea, lo manda retirar de la plaza y le censura los otros tres toros... —Benito hizo una larga pausa, suspendiendo al concurso de sus labios—. ¿Dígame, señor Juan, usted qué hace?
—Pues armar la de Dios.
—Pues justamente eso es lo que cenemos que hacer.
Intervino Calderilla, echando el cuerpo hacia atrás, alargando los brazos y cantando las palabras.
—Pues hijo mío, eso es lo que decíamos y no lo otro.
Benito se desesperó porque no le comprendían.
—Pero si el que te echa de obra no es el concejal, sino los de la institución de la porra que es muy distinto.
Comenzó la gente a no quererse entender y a pedir más vino. Unos argumentaban de un modo y otros no argumentaban sino vociferaban. El más escolástico era el loco Benito. Los vasitos se sucedían a los vasitos. Todo se mezclaba: las conversaciones, las petacas, las enhorabuenas y los vasos de unos y de otros. Cuando esto último ocurría, se decían muy finamente, haciendo un silencio espectacular.
—Total, ¿qué me puedes pegar que no tenga yo?
Benito entró dando bandazos y cantando la Marsellesa. De pronto se congeló. Su mujer repasaba calcetines, arrimada a la mesa camilla. Benito quiso pasar disimulado y se fue hacia la puerta del taller. Su mujer lo paró en seco.
—¿Qué tal la defensa del templo de la libertad, Benito?
La voz tenía un áspero retintín, que le daba calambres en el cogote.
—Muy bien, Matilde —balbuceó.
Matilde cabeceaba, afirmativa.
—De modo que muy bien, ¿eh?
Quiso recuperar la calma transformándose de pronto y sacando un horroroso vozarrón.
—Matilde, me voy a trabajar, déjame en paz. Tengo que arreglar el oráculo.
Benito perdió tantas fuerzas en este largo discurso, se quedó tan desinflado, que dio un bandazo y se fue contra el anaquel. La niña del perro se rompió al caerse al suelo. Benito se puso pálido; su mujer, furiosa.
—¿Con que no soy una mujer de las del Dos de Mayo?
—¿Qué, Matilde?
—Te voy a dar una, que va a quedarse atrás de moretones el chico del afilador.
—Mira, Matilde, en tomarse un vasito de vez en cuando no creo yo que haya mal alguno.
—Ni yo, pero sí en empapuzarse de vino como tú, cochino.
Y Benito, el loco Benito, el libelista Benito, comenzó a recibir golpes tremendos de los que no se podía defender.
Benito fue arrojado al taller, donde se durmió, como un trasto inútil entre sus inútiles trastos. Le danzaba por la cabeza la Marsellesa:
Alés enfans de la patriée.
Matilde se fue a la cocina a prepararse el café con leche de la cena; no cenaba más por no engordar.
Benito roncaba estruendosamente. Sonaban sus ronquidos como cañonazos lejanos por los Carabancheles.
Les sua de nua tes arribé.
Al día siguiente, manso, Benito se levantó a las ocho y se puso a trabajar en las dedicatorias poéticas a las mujeres de la provincia de Soria. Matilde cambiaba el agua a los canarios, desgreñada y maternal. El sol no había aún asomado la jeta por el ventanuco de los tiestos. Cuando llegó el periódico, Matilde advirtió la baja de su esposo como suscriptor. Benito, mientras tanto, callaba.