Muy de mañana

El hombre del puesto de melones tiene un perro, un perrillo atropellado, que arrastra una pata lastimosamente. El hombre y el perro duermen juntos, bajo una manta militar, en un nido de paja entre los melones. El hombre no habla con nadie, creo que ni siquiera con los clientes. Muy de mañana se despierta y en la fuente cercana se enjuaga la boca. Luego espera con la manta por los hombros, paseando, a que abran la primera taberna. El perro camina junto a él, olisquea en un sitio, se entretiene en otro.

En la acera de enfrente una taberna abre a las siete y media. El hombre cruza la calle. Entra. Desde la puerta, por encima de los cristales esmerilados, fija los ojos en el puesto. Toma una copa de aguardiente, a veces dos, cuando tiene mucho frío, cuando está destemplado. Hace un cuenco con la mano y vierte un poco de la copa en él. Se lo ofrece al perro, que lame ávidamente. El perro también se desayuna con aguardiente.

De este hombre se sabe solamente en la vecindad el nombre. Se llama Roque, y el perro, Cartucho. Cartucho, como todos los perros sin raza, desmedrados, hambrientos, mutilados. Cartucho es el perro pelón del vagabundo, al que un buey dejó tuerto limpiamente con la punta de un cuerno en un camino, a trasmano de la carretera. Cartucho es el perro fantasmal de las estaciones de ferrocarril, derrengado de una pedrada, que disputa su comida, en las cajas de vagones arrumbados, a las ratas. Cartucho es el perro de los vertederos, diversión cruel de muchachos, aullador eterno del invierno. Cartucho fue el perro que las aguas del Manzanares ahogaron en un desbordamiento, bajo un puente.

Roque y Cartucho no son como amo y perro, son casi como hermanos. Se parecen. Roque es pardo, feo, sin edad, ¿cuarenta, o cincuenta, o más años? Roque tiene una mirada perruna, triste casi siempre, alguna vez, feroz. Pocas barbas, largas y canas. Y un catarro de moquillo. Cartucho es de un color de podredumbre frutal. Tiene unos ojos pitañosos, bobos, temerosos. El pelo híspido, en el cuello. Los dientecillos, ratoneros. El miedo y la ira se conjugan en su corazón.

Roque hace tres comidas al día. Una a media mañana: pan y fiambre. Otra a las dos o tres de la tarde: pan y fiambre. La última sobre las nueve de la noche: pan y un tiento de aceite. El perro come lo que Roque. De vez en cuando aprovechan un melón. Le limpia el amargo Roque, con gran cuidado, a punta de navaja. Cartucho siempre se asombra al morderlo de su poca consistencia. El vino es bebido en botella de caña durante todo el día a tragos de pajarito. Para Cartucho el vino está vedado.

Ahora, en octubre, el diablo frío ha hecho su aparición. El montón de melones ha bajado; preserva menos. Cuando hay viento los melones silban; parece que silban porque el viento juega entre ellos y se pierde en el laberinto, rabioso, hasta que se liberta.

Están arreglando la calzada. Hay una máquina monstruosa cociendo asfalto y una guardia permanente de fuego. Roque y Cartucho van al arrimo para sacudirse las mil pulgas de la helada que pican en los huesos. Roque habla en la noche temprana y en la madrugada con el guarda. Son conversaciones sin tema, balbucientes, infantiles. Roque llama a Cartucho y bebe un trago de su botella. El guarda le imita sentado en un tronco, dejando luego la suya entre las piernas.

—¿Qué tal hoy la venta? —dice el guarda.

—Mal —contesta Roque.

Y abren la sábana del silencio, que doblan con lentitud hasta guardarla en uno de sus bolsillos.

—Frío, ¿eh?

—Se echa noviembre.

Cartucho alza la oreja cuando pasa un automóvil a gran velocidad. Las llamas, en la hoguera, se encogen con el desplazamiento del aire para alzarse luego más pujantes, más ternes, más agudas.

Es de día. Las hojas forman un litoral dorado en los canales de la calzada. Bajo ellas circula un reguero de agua que desborda en algunos sitios y cambia las más débiles de posición, de lugar. Se van quedando los árboles tendinosos en la tiritona del otoño, que los descarna, los radiografía.

—Oiga, ¿cuándo levanta el puesto?

—Mañana mismo.

—¿Y lo que le queda?

—Es poco. Liquido barato.

—¿Se vuelve a su tierra?

—No, yo soy de aquí. A trabajar.

—¿En qué?

—En lo que salga. De guarda en una obra tal vez.

Cartucho alarga el hocico y huele el barullo de papeles que cubren el sobrante de la cena del hombre y que comerá en esta hora primera de la mañana.

—Quieto, chucho.

—No lo toca, hombre. No come más que lo que le dan. Cartucho se mete entre las piernas de su amo y enseña los dientes.

El guarda comenta:

—Es feo el demonio del perro, ¿no le parece?

—¿Feo? No lo creo así.

—¿Y de qué tiene la pata rota?

—Un carro.

La calle está blanca; una blancura de espejo empañado. La calle está vacía; un vacío de estanque limpio, claro, con la luz del sol jugueteando en el fondo. La calle está muerta; es el tiempo que media entre la retirada de los serenos y la apertura de los portales.

La taberna bosteza. Se despierta. El mostrador de estaño brilla apagadamente.

—Una copa de aguardiente.

Roque vierte un poco en el cuenco de la mano.

—Toma, Cartucho.

El perro lame. Mueve el muñón del rabo, cercenado de cachorro. Le brillan los ojos alegres. Roque sonríe. Muestra al sonreír los dientes escalonados, desconcertados, como las casas del suburbio; los dientes terribles de animal de combate. Ni las manos ni los ojos ponen tan a descubierto la animalidad, la crueldad, el crimen, como los dientes.

—Otra copa.

Cartucho araña con las manos la pierna de Roque. Roque sonríe y confiesa al tabernero, indiferente a esta expansión de ternura.

—No podría vivir sin él.

Roque paga y sale a la calle. Es el último día. Hoy liquida. Todavía no ha pasado la acera. Cartucho inquiere secretos de un árbol. Ya está en la calzada. Roque tiene alegría en el corazón. Está reconfortado. Hoy termina. El sabor del aguardiente en la boca le da fuerza.

—Cartucho.

Cartucho salta a la calzada. Se oye un motor que avanza como una tormenta desde la blancura del fondo.

—Cartucho, Cartucho.

El perro duda. El automóvil está encima. Roque se lanza a la carretera. El coche hace un viraje para no atropellarle, pasa sobre Cartucho y continúa lejano, veloz, hasta perderse.

—Cartucho. Cartucho...

Roque lo recoge del suelo, lo abraza. Al perro se le escapa un hilo de sangre por las fauces. Roque se sienta en el bordillo de la acera.

—¿Qué ha pasado? —le preguntan.

Y Roque no responde. Sus palabras de propio consuelo son tremendas, le silban en el laberinto de los dientes, como una fuerza de la naturaleza, como un viento huracanado.

La llaga de Roque, la llaga de la soledad de Roque necesitaba de Cartucho.

(1953)
Cuentos 1949-1969
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