V

Ante el gran armario de luna volvió a evolucionar doña Leonor. Una vuelta, otra, de frente, de perfil, de espaldas. Se pasó las manos por las caderas y el vientre. El nuevo vestido le seguía haciendo una arruga. Maldijo para sus adentros a la modista. Intentó otra vez corregir el defecto. Inútil. La arruga no desaparecía. Se miró fijamente en el espejo. Como compensación, se encontró muy guapa. Dejó la habitación y regresó a dar órdenes desde la puerta de la cocina.

Doña Leonor tenía cocinera por un día, cocinera de alquiler para santos y festejos. Se sabía conocedora de los secretos del cocinar. Gustaba de hacer ella las comidas y de hacer pedagogía culinaria con la sufrida, torpe y reaccionaria Anuncia, la sirvienta. Pero doña Leonor, por mucho que se esforzase, no podía llegar al alto grado de presentación de los platos de una cocinera profesional.

La presentación era un argumento indestructible para ella, unas veces empleado en sentido favorable y otras como cortapisa al buen deseo de don Matías de llevar a la familia, de vez en vez, a cenar a un restaurante.

—¿Qué dan en un restaurante —decía doña Leonor— que yo no pueda poneros en casa? Claro es que tiene más presentación, pero por eso no saben mejor las cosas. Con el dinero que nos íbamos a gastar en cenar fuera podías comprarme cualquier cosa, que bien necesitada estoy de ropa.

Sin embargo, para la comida del día de Navidad, había traído cocinera. Dijo: «Desde luego, yo puedo hacerlo tan bien como una cocinera, pero la presentación..., eso es lo que importa, la presentación.»

Doña Leonor aleccionaba a Anuncia, interrogaba a la cocinera; volvía locas a las dos.

—Anuncia, ni por casualidad te perfumes. Ese perfume que te das es peor que el amoníaco.

La sirvienta se molestó mucho, porque el perfume a que se refería doña Leonor se lo había regalado un buen amigo el día de su cumpleaños, dentro de un bonito y diminuto teléfono de pasta, mientras que en la casa nadie tuvo un detalle —siempre recalcaba la palabra detalle— con ella, excepto don Matías, que la felicitó a la hora del desayuno.

—Oiga, Lucía, ¿por qué no hace más fritos?

—Porque ya son bastantes; si no les van a quitar las ganas de seguir comiendo.

José María había llegado hacía poco tiempo. Estaba en la salita recién desempolvada hablando con Pedrolas.

—¿Qué haces ahora, chico?

—Me van a llevar a un colegio particular para ver si pueden sacar algo de mí.

—¿Quién ha dicho eso?

—Mamá.

Indignaba a José María el trato estúpido que doña Leonor daba a Pedrolas. Después preguntó:

—¿Y estás contento?

—No sé.

La risa de Pedrolas era como un raspar de uñas ratoniles, aguda, penetrante y fría. José María se calló. El hermanastro empezó a hacerle preguntas:

—¿Tú tienes novia?

—Por ahora no.

—Y ¿por qué?

—Qué sé yo.

—A mí me gustaría tener novia. ¿Has besado a alguna chica?

Se avergonzó José María.

—Oye, Pedrolas, vamos a hablar de otra cosa.

Pedrolas insistía, riéndose:

—¿Por qué no me lo cuentas?

—Vamos a hablar de otra cosa. Si quieres cualquier día te vengo a buscar y nos vamos al cine, ¿te parece?

—Sí. Y luego nos vamos por ahí.

Doña Leonor entró, sonriente, en la salita.

—¿Qué hacéis aquí como dos pasmados?

—Charlábamos —respondió José María.

—Veniros para el comedor.

Doña Leonor estiró los guardabrazos de una butaca. Estaba muy sonriente.

—Hoy, José María, van a venir el novio de Leonorcita y su padre. Va a ser casi una petición de mano.

Anuncia no se encontraba a gusto con su uniforme. Se lo había advertido a doña Leonor en un tono de irritada suavidad.

—Señora, me aprieta por aquí. No podré servir bien. Además huele a esas bolas que pone usted en el arca.

—Pues, hija, no sé de qué te quejas. Si lo tuvieras que llevar todos los días...

En el cerebro de Anuncia se fraguaba la idea de sabotear la comida. Leonorcita y Antonio llegaron muy contentos. Leonorcita comunicó a su madre:

—Papá y don Antonio están en el bar de abajo. Han dicho que en seguida subirán.

Doña Leonor hizo un gesto instantáneo de repulsa. Se dulcificó con los saludos.

—¿Qué tal, Antonio? ¿Os habéis divertido? Para vosotros es la vida. ¡Ay, la juventud!... Pasad, pasad a la salita. ¿Queréis que os sirva algún aperitivo?

Antonio se sentó en una butaca, subiéndose delicadamente los pantalones, de raya perfecta.

—Es mejor aguardar, ¿no? —dijo Leonorcita.

Don Matías y don Antonio se trataban como dos viejos camaradas. Hablaban de negocios.

—Lo fácil se va a acabar, don Antonio.

—No lo crea usted. Todavía queda mucho que hacer, don Matías.

—Ojalá.

—No hay que preocuparse.

Subieron al piso.

Doña Leonor, en el comedor, ordenaba:

—Usted se sienta aquí, don Antonio, ¿le parece?

—Muy bien, doña Leonor.

—Tú aquí, Leonorcita, y a tu lado Antonio. Tú, Matías, allá. A tu derecha, José María. Pedrolas, junto a mí.

Se sentaron todos. Desdoblaron las servilletas de hilo, tiesas, duras. Entró Anuncia. Doña Leonor la dirigía con un juego de ojos y cejas entre sonrisas y frases distributivas a sus invitados. De la cocina llegaba el olor, imposible de disimular, de la comida.

—Como en su casa —invitó doña Leonor—. Háganse la cuenta. Con confianza.

Transcurrió la comida en un clima de ramplona finura. Todos se sintieron incómodos. José María tuvo una mala intervención:

—Y ¿para cuándo?

—¿El qué para cuándo? —preguntó doña Leonor, un poco airada.

Don Antonio la cortó:

—Cuando ellos digan; ellos son los que tienen que decidir.

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Don Antonio llegó pasadas las diez y media a su casa. Antonio le estaba esperando para cenar, luego de haber pasado la tarde con su novia en una sala de fiestas.

—¿Qué tal ha ido eso, muchacho?

—Viento en popa.

—A ver si os decidís pronto. La situación se está haciendo inaguantable. Ahí hay dinero. No mucho, pero sí el suficiente para sacarnos del aprieto. Nuestro negocio, como pegue otro bandazo, se va a pique.

—Si no hubieras jugado tanto...

—Pues sí que es solución hablar ahora del juego. Lo hecho, hecho está. Aparte de que no es ni la cuarta parte de lo que tú te piensas o ha llegado a tus oídos. Ahora lo importante es salir del atolladero. Necesitamos ese dinero. Nos vendrá como las propias rosas.

—Pero ¿tan mal está el negocio?

—Peor que mal. Estoy al descubierto por bastantes billetes. Las pequeñas operaciones, por muy bien que se den, no resuelven nada. Con la dote de la chica, sea en especies, valga un piso, por ejemplo, o en metálico, podemos ir arreglando los desperfectos. Tú verás. O eso o tener que volver al puesto para sacarte la vida y nada más. No pienses en lujos.

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Don Matías cambiaba impresiones con su mujer en el lecho conyugal.

—Tipo decidido este don Antonio. Creo que tiene mucho dinero. Habrá que hacer un sacrificio con nuestra hija para no quedar mal.

—No va a haber más remedio. Leonorcita, desde luego, llevará buena vida con Antonio. La quiere y con el capital que tienen nunca le faltará nada.

—Eso opino yo.

Doña Leonor dio un giro a la conversación.

—Matías, cada vez me preocupa más nuestro hijo Pedro. Hay que llevarle a que le mire algún doctor famoso para que nos diga si tiene arreglo o se puede mejorar algo.

—Ese chico, ese chico... No sé qué se puede hacer con él.

—Eso es lo que hay que ver. Tenemos que pensarlo muy seriamente.

Don Matías apagó la luz y se volvió del lado derecho en la cama. La cuestión de la postura en la cama, se dijo, es que no sufra el corazón.

Doña Leonor estuvo mucho rato con los ojos abiertos, pensando. Después, cuando la respiración de su marido se hizo fuerte y regular, ella se volvió de espaldas, apoyándose en el lado izquierdo. No tenía teorías tan sanas como las de don Matías acerca del arte de dormir en la cama. Doña Leonor tuvo pesadillas durante la noche. Pesadillas que en un momento determinado la hicieron gritar.

Cuentos 1949-1969
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