IV
La lluvia había hecho intransitable el camino hasta el pueblecillo de los basureros. Llovía desde dos días antes de Nochebuena. A veces era aguanieve, a veces pausado orbayeo, otras dura y violenta lluvia en ráfagas.
Por Nochebuena se estropeó la luz eléctrica. Florencio Ruiz y su familia se alumbraron con candiles improvisados. Dieron por terminada la fiesta a hora temprana. Faltaba alegría y había preocupación en la casa. Al día siguiente Julita estuvo esperando. No llegó. Esteban decidió salir. Julita nada dijo. Florencio observaba a su familia. Se sentía incómodo. La tensión hacía que las palabras, los consejos, las recomendaciones, apenas fueran escuchadas.
Florencio decía algo, y viendo que nadie se apercibía de lo que decía, balbuceaba sus ocupaciones y se iba a atender a sus cerdos y sus gallinas.
El paisaje, para Florencio, era lúgubre. La tierra había oscurecido más. En torno de su casa era todo barro negro y fétido. Con la lluvia se descomponían, fermentaban, los montones de basura. Los cerdos, aprovechando los ratos en que escampaba un poco, eran sacados de las pocilgas. Revolucionaban el pueblo con sus gruñidos, con un chapoteo constante y nauseabundo. En los aseladeros las gallinas, prisioneras del tiempo, se agitaban.
Florencio, con un saco en forma de capuchón por la cabeza, daba vueltas, procurando no enlodarse, de un lado a otro. Le llamó un vecino para que juzgase si su caballo tenía estrangoles. Le abrieron penosamente la boca al animal, que intentaba morderles. La opinión de Florencio fue certificar la enfermedad. Después volvió a su casa. Preguntó:
—Dolores, ¿dónde está la botella de anís que descorché ayer?
Su mujer la sacó de una caja-baúl. Bebió Florencio a labio. Se pasó el dorso de una mano por la boca y chasqueó la lengua. Se encontraba en disposición de hablar seriamente:
—¿Tú crees que volverá?
—No sé.
—En la cárcel se entera uno de todo lo de fuera. No comprendo cómo se las arreglan, pero así es.
—Seguramente está enterado.
—Lo mejor que podía hacer era no asomar la jeta por aquí. ¿Tú crees que se conformará?
—No se conformará.
—Entonces habrá lío gordo.
—Puede.
—Esteban es plantado para estas cosas.
—También él. Depende de nuestra sobrina.
Luego, Dolores recomendó a su marido:
—No te metas en nada. Son cosas de ellos, pues que las resuelvan ellos.
Los dos hicieron un silencio. Florencio volvió a beber.
—¿Tienes bien guardado el dinero de las cañerías?
—Sí. No hay peligro de que lo encuentren.
Florencio respiró hondo.
—Eso es lo principal. Hay que toparse con negocios así, Dolores, poco trabajo y mucho rendimiento. Puesto de acuerdo con el señor Zurita, se puede hacer mucho dinero.
—¿Y si te pescan?
—Habiendo dinero no hay miedo. Siempre hay alguien dispuesto a hacerse el longuis.
La sobrina entró en la habitación y se sentó de golpe sobre una butaca de mimbre. Su tía la interrogó:
—¿Estás preocupada?
—Esto no lo puedo aguantar. Estoy que no puedo más. Esperándole tres días y sin aparecer.
—Igual no le han soltado todavía.
—No le han de soltar... Dicen para Navidad y suele ser antes de Nochebuena, para que la pasen con la familia.
—Puede que haya hecho algo y no lo suelten.
—Quia. Está en la calle. Prepara lo que yo me figuro. Tía...
—¿Qué, Julita?
—No puedo resistirlo.
Se abrazó a Dolores entre hipos y llantos. Esta la cobijaba maternal y hacía gestos a su marido entre de indiferencia y misericordia.
—Cálmate, mujer; todo se arreglará.
Se fue serenando la sobrina.
—En mala hora...
Florencio la cortó:
—La cebada al rabo. Ya se te advirtió. ¿Qué has sacado con éste? Nada, lo mismo que con el otro. Y, además, ¿cómo se resuelve el asunto?
Volvió la sobrina a sus hipos y lágrimas.
—No seas bestia, Florencio —dijo su mujer—; déjala en paz. Lo hecho, hecho está.
Desesperado e incomprendido, Florencio salió a la calle. Llovía débilmente. Se quedó contemplando las ondas en los charcos. Se le acercó un vecino.
—¿Qué? ¿Viene o no viene?
—Por ahora...
—Y ¿qué vais a hacer?
—¡Ah! Yo no sé nada.
—Y Esteban, ¿qué dice?
—Esteban se ha marchado. Debe estar engolfado por ahí.
—Vaya.
Florencio necesitaba alguien con quien explayarse y descansar.
—Las mujeres son todas iguales, te lo digo yo. Lo mismo mi sobrina, que mi mujer, que la tuya, que la de quien sea. Todas necesitan un tío que las quiera y que las arree de vez en cuando. Y, claro, cada una se lo busca de la forma que puede. Mi sobrina se ha metido en un buen fregao, ahora ya verás. Los que pagan el pato son ellos.
El vecino se rascaba debajo de la camisa y, muy solemne, aducía:
—Es que todas son como animales, como perras, un decir de ejemplo.
—Pues si se encuentran Esteban y el otro se va a armar la de Dios —seguía con su cantilena Florencio—. Esteban es duro y el otro, que tiene la peor sangre de España... No sé, no sé...
En la taberna de Justo Sarmiento, alias Lucena, a la misma orilla de la carretera, alguien entró preguntando por Esteban. En la taberna de Sarmiento —un mostrador, cuatro banquetas en torno a una mesa y una peña de partida de subastado —nadie respondió al recién llegado. Este se aproximó al mostrador y pidió un vaso de vino. Los jugadores no le quitaban ojo, y el tabernero le sirvió, mirándole fijamente, sin reparar en que el vaso se sobraba.
—¿Es que ya no me conocéis? —dijo el intruso.
Justo Sarmiento le aclaró:
—No eres tan fácil de olvidar.
—¿Y no me preguntáis qué tal me ha ido?
En la partida el que barajaba el naipe lo hacía de forma embarullada. El que acababa de entrar insistió:
—Cada uno tiene bastante con lo suyo, pero podría contaros bastantes cosas... Hace, ¿cuántos años hace que no nos vemos, Lucena? —bromeó.
—Tú lo sabrás mejor —fue la respuesta.
Bebió el vaso de un trago.
—Ponme otro —hizo una pausa—. De modo que Esteban no ha aparecido por aquí. Tendré que ir hasta casa para encontrarle.
Se espesó el silencio en torno suyo. De pronto dijo:
—¿Cuánto es? ¿Has subido el vino?
—Está pagado.
—¡Gracias! Me tendrás de cliente si las cosas van bien. Hasta luego.
Todos murmuraron la despedida. Salió el hombre. Se quedó un momento contemplando el cartelón torpemente escrito, pegado a la casita: Jardín. Pensó en las noches de verano en que había venido con su mujer a cenar allí. De esto hacía ya mucho tiempo. Luego caminó por la carretera.
Florencio escupió.
—Dolores, en esta casa es imposible vivir tranquilo. ¿Queréis dejar de hablar?
—¡Qué nervios! —exclamó la mujer—. En cuanto hay un poco de apuro te entra canguelo.
—¿A mí? ¡Bastante me importa!... Lo que no se puede resistir es oíros chismorrear y darle vueltas al asunto. Vendrá cuando quiera, ¿entendéis?, o no vendrá.
Estaba atardeciendo. Florencio giró la llave del interruptor. Se encendió una bombilla sucia y moteada de excrementos de moscas. La habitación con aquella amarillenta luz se entenebreció. Los ojos de Julita brillaban acuosos.
—¿Cuándo se le ocurrirá aparecer al maldito?
Florencio afirmó:
—Esteban me va a oír. Tomar soleta cuando la cosa está como está. ¡A quién se le ocurre!
Una sospecha se le fijó en la mente.
—Dolores, ¿está bien guardado el dinero?
—Sí, hombre, está bien guardado. Lo tengo ahí, bajo el almirez. ¿Quién te lo va a robar?
Las palabras de su mujer le tranquilizaron.
—Voy a darme una vuelta a ver lo que se cuenta.
—Pero ¿no eres tú el que no se quería enterar de lo que dicen los vecinos?
Dio un portazo.
Julita y su tía principiaron a estudiar otra faceta del problema.
—Tú lo que debías hacer —decía Dolores— era plantar a los dos.
—Eso es fácil de decir.
—Así se arreglaba, mujer. Además que no se atreverían a tocarte un pelo, para eso estoy yo aquí y como me ponga de uñas se les va la bravuconería a la m...
—Buen par de chulos son. De eso nada, tía. Yo quiero a Esteban, y el otro que se busque acomodo por ahí. Para lo que trabajan lo mismo me daría dejarlos a los dos, porque una se mata en el tajo y ellos sin hincarla. Pero a Esteban le quiero, te digo mi verdad.
Cuando llamaron a la puerta, Julita se levantó a abrir en la creencia de que era alguien de la vecindad. Al principio no pudo reconocerle. La última luz de la tarde velaba su rostro. Luego gritó. La tía saltó en tensión de su asiento.
—¿Es él?
No tuvo necesidad de salir hasta la puerta. El Remedios entró pausadamente en la casa llevando cogida con fuerza por un brazo a Julita, que lloraba resignada y en silencio, con la cabeza baja.
—Sí; yo soy.
—¿Cómo estás...? Siéntate..., en seguida vendrá Florencio..., ten calma..., ten calma.
El Remedios sonreía, dueño de la situación.
—¿Y el pelmazo ese? ¿Dónde se ha metido?
—No está.
—Vaya, vaya, qué recibimiento. ¿Me esperabas, Julita?
Cambió el tono y se creció.
—De modo que mientras yo estaba de hotel tú te decidiste a cambiar, ¿eh? Lo supe en seguida, pedazo de...
Intervino Dolores:
—Ten calma, hombre. Estas cosas son para discutirlas.
—Usted se calla. Usted habrá sido la que ha metido en baile a ésta.
Reaccionó la tía valerosamente.
—¿Sabes que has venido muy chulo? ¿Sabes que te quiero oír cantar cuando vengan los otros gallos? ¿Sabes que como no te domines sales de esta casa y no vuelves a poner los pies en ella?
Decreció la violencia del hombre, aunque mantenía el tipo.
—Menos, menos.
Paró la mirada en la mano de Dolores, que apretaba una tijera.
—Siéntate y deja a la chica... Ahora se verán las cosas.
Florencio entró en la casa rápido y demudado.
—Ya estás aquí, ¿eh?
—Sí, aunque no por mucho tiempo. He venido a arreglar el asunto.
Se derretía Florencio en recomendaciones de serenidad.
—No lo tomes tan a pecho, hombre. ¿Qué iba a hacer la chica si tú faltabas? Tú, que no tenías por qué haber faltado.
—Bueno, eso es otra cosa.
—Porque, hablando sin alborotarnos, ¿qué iba a hacer ella? Tú ya la conoces.
La furia del comienzo había decrecido en El Remedios y ya estaba dispuesto a comerciar, a avenirse a toda clase de arreglos con tal que se le indemnizase debidamente.
—Porque yo ahora ¿qué? —preguntaba—. Porque si a mí no me hubiese inutilizado lo que me pasó yo ahora tendría un oficio, un algo. Me echan a la calle del hierro y ahora ¿qué?
Julita le miraba con los ojos húmedos. Descubría en El Remedios hermosuras ocultas. Lo comparaba con Esteban y, a pesar de que se consideraba enamorada de éste, veía en El Remedios un hombre muy hombre, una especie de producto perfecto del medio en que ella había nacido y vivido.
Florencio insinuó a Dolores que mostrase algún dinero. Florencio sabía que los billetes de Banco, aireados convenientemente, producen un extraño encantamiento, al que se doblegan las voluntades más recias, los ánimos más templados. Su mujer fue hacia el almirez, lo alzó levemente, pasó la mano por debajo y empalideció.
—¿Qué ha pasado, Dolores? —casi gritó Florencio.
—Que aquí faltan..., que falta dinero.
Florencio abrió la boca. Su expresión era cómica. Dijo:
—Esteban; ha sido Esteban.
—Se ha llevado uno de los grandes y varios pequeños. El muy ladrón, el hijo de...
—Menos mal que no se lo ha llevado todo.
Contaba los billetes ávidamente. Florencio se derrumbó sobre una silla.
—Ya ves, sobrina, a lo que nos llevan tus líos.
—Entérate —decía la tía— de quién era el gachó. Y ahora quiérele mucho, idiota. Te debías haber marchado con él de una vez.
El Remedios, los papeles invertidos, aconsejaba tranquilidad a los tíos y consolaba a Julita, en pleno ataque de llanto histérico.
—Mire usted bien, Florencio; se han podido volar.
—Sí, volar, con el pájaro.
—Tenga calma, puede que los haya cogido para algún negocio que tendrá entre manos.
Esteban bailaba con una muchachita en una sala, primer piso de una casa del paseo de Atocha. Esteban, labia sutil de timos y desplantes golfos, la entontecía entre foxes y vermuts.
Con el brazo se acariciaba disimuladamente la cartera. Pensaba que ya era momento de abandonar aquella cuadra del pueblecito de los basureros. Ahora tendría que ingeniárselas para vivir. Si las cosas le salían mal ya tenía estudiada la solución: sentar plaza en el Tercio. Si los asuntos marchaban, a ganar dinero y divertirse. No pensó un solo instante en El Remedios. Para él aquello era agua pasada. Que cada uno se las arreglara como pudiera. No se había llevado todo el dinero, aunque tentado estuvo, pensando en Julita.
Florencio cortó el coro de lamentaciones después de dos horas largas de darle vueltas y hacer cabalas sobre el robo.
—Ya no hay remedio. Pero el día que me lo encuentre me las paga.
Cenaron. Después de cenar, los ánimos estaban lo suficientemente calmados para que se hicieran conjeturas sobre la forma en que pudo enterarse Esteban del lugar donde se guardaba el dinero.
El Remedios, silencioso, atendía, muy interesado, a la conversación. Julita le miraba de vez en vez. Julita seguía descubriendo bellezas inéditas en El Remedios: las patillas en punta, bigote más largo, su forma de mover la cabeza a uno y otro lado.
Se retiraron Florencio y Dolores a su dormitorio. Al día siguiente había que madrugar. Julita y El Remedios estuvieron cabeceando, sin quererse mirar, un buen rato. Sus miradas acabaron por encontrarse. Julita dijo de pronto:
—Reme, ¿cambio las sábanas?
La respuesta fue:
—¿Para qué? Da igual.