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Está amaneciendo. El cielo perlino abunda en pájaros. Trina suavemente un canario de la vecindad. Pasan los primeros tranvías. Pío, envuelto en su manta, tirita. Ramón tose entre cabezada y cabezada. El cielo, a medida que el sol crece, cambia sus tonos: azul grisáceo, azul blanco de pescado marino, azul con reflejos dorados en las nubecillas que, en rebaño, amodorradas, marchan de oriente a occidente... Y los lentos carros de la basura pasan tirados por burros viejos y matalones. Un carrero canta por lo bajo una copla flamenca. Está amaneciendo.
Ahora abrirá Floro su establecimiento para servir el aguardiente madrugón. Alguien lo pedirá con guindas o con cáscara de limón o con hierba medicinal. El aguardiente mata el gusanillo verde que zascandilea en el estómago y al primer pitillo o al primer carraspeo responde con una carrerilla por el esófago que se traduce en náusea. El aguardiente del sol naciente es el primer triunfo contra el estómago estragado en malas comidas o en excesos.
Como ayer fue sábado puede que en algún banco del paseo esté tumbado, húmedo y medio enfermo, cualquier borrachín. Con el día se levantará torpe, vacilante y comenzará a andar sin rumbo esperando las horas discretas de la mañana para presentarse en su casa. Como hoy es fiesta, con las postreras cosquillas del sueño en los ojos se acercarán a la estación hombres de extraños atuendos con cestas colgadas en bandolera y cañas de pescar en las manos, que se saludarán entre sí y hablarán del pasado domingo, de las hazañas ficticias de hace una semana: «Yo cogí uno de más de un kilo», dirá el fanfarrón de siempre; y otro, asustado de su mentir, le responderá: «Yo traje cinco kilos y medio entre grandes y pequeños.» Luego se mirarán hoscamente.
Floro, sin camisa, con el cuello de una americana deteriorada subido, en pantalón de pana y enchancletado, levanta ya las trampas de la taberna. Acaba de saltar de la cama y sin hacer sus abluciones, soñoliento y apagado, comienza el trabajo. Aquí están todos: el de la basura, que entra de prisa y de prisa bebe su copa de alcohol mientras el carro continúa lento la marcha; el borracho que se durmió en el banco y que da traspiés y es molesto; los pescadores que degustan el aguardiente; el sereno que se sabe convidado y se va a dormir, y Pío y su hijo Ramón.
Dentro de una hora Floro echará el cierre y se volverá al lecho hasta pasadas las diez.
Ramón tiene el pelo revuelto y la cara de pocos amigos; le vienen ganas de descargar los nervios con cualquiera. Un pescador le ha pisado y él ha arrugado la frente. El pescador se ha vuelto para excusarse. Ramón, a sus espaldas, hace un gesto al tabernero con significados bárbaros.
La taberna se vacía. A Ramón se le va disipando la acritud de la mala noche. Pregunta:
—¿Qué hora será?
—Sobre las siete y media.
—Pues vamos para el solar, que dentro de poco vendrá Agustina. Hasta luego, Floro.
—¿No os hace otra?
—No, que hay mucho que trabajar.
Pío y Ramón están en el solar. Floro se sirve una copa. La bebe a zurrapas. En la calle respira hondo; baja las trampas. Floro se consulta: «Todavía tres horitas de cama, no está mal.»
Pío y Ramón, en la puerta de entrada al solar, charlan sobre los arreglos de la casa. Por oriente el cielo es una espada de luz.