Esperando el otoño

Se alejó el rumor. La mano amenazó la figurilla. En el cristal sonó un débil tabaleo seguido de una agria vibración. La mano se cerró suavemente en el aire y las yemas de los dedos apiñados acariciaron la crin tallada como un airón de casco romano. El rumor se acercó. La mano reposó sobre la mesa y los dedos tamborilearon sin ruido.

El humo de los cigarrillos azuleaba estratificado. Brillaba la nebulosa de agua y anís en la copa. Brillaba la loza barata de las tazas de café y la grasa oscuridad de éste. Brillaba, como en una clausura de capilla sombría, una luz lejana en el coñac. El sol entraba a través de los cristales de la puerta con torpes letreros de anuncio; entraba agrisándose por la sucia cristalera de la ventana. Al fondo sonaba el agua de la cisterna estropeada del retrete. Tras el mostrador dormitaba un muchacho pelirrojo, sentado en el armario pequeño de la vajilla, con los pies apoyados en el lebrillo de estaño repleto de vasos y copas sucias.

Volvió el rumor, volvieron el tabaleo y la vibración de la ventana. Una colilla fue lanzada contra el cristal, golpeó como un moscardón, se deshizo el ascua en chispas, cayó e hizo un ruido triste y sordo.

—Mueve —ordenó, aburridamente, el que jugaba las piezas negras.

—Ya.

La mano se cerró sobre el caballo, lo suspendió en el aire, lo abandonó, al fin, en el mismo escaque.

—No tiene remedio la cosa —dijo el de las piezas blancas—. Esto está ya perdido.

—Claro que sí, Manolo.

Manolo disparó su dedo índice derecho, formando arco con el pulgar, contra la corona del rey. La figura se derrumbó y arrastró los peones negros. Los tres mirones intervinieron al mismo tiempo.

—Podías haber jugado —dijo uno, y quiso reconstruir la jugada.

—Estaba irremediablemente perdido —afirmó Manolo—. Desde el primer error. Le puse la partida a modo.

Uno de los mirones sacó un paquete de tabaco y repartió cigarrillos. Manolo se puso a liar parsimoniosamente el suyo. Repitió:

—Desde el primer error.

Y comenzó a explicar el primer error a uno de los mirones.

—No se debía haber abierto así. Dame fuego, Josechu —pidió al que había jugado contra él—. Te has aprovechado de mi error. Si hubiera abierto de...

—Chuchete, tráeme un vaso de seltz —dijo uno de los mirones al chico del mostrador— y acompáñalo de una copa de coñac.

El muchacho del mostrador retiró los pies del lebrillo, se dejó deslizar del armario, se rascó la cabeza y se desperezó.

—¿Qué coñac? —preguntó—. ¿Fundador, Miguel? ¿Quiere usted Fundador o de la casa?

Miguel se ajustó las gafas.

—La partida no la tenías como para abandonar —dijo, y lanzó el humo del cigarrillo de soslayo—. No te debías de haber precipitado. Yo hubiera jugado...

El muchacho del mostrador lavaba una copa de las del lebrillo al grifo.

—Miguel, ¿qué coñac quiere usted?

Miguel volvió la cabeza.

—Cualquiera —gritó, y volvió a la partida—. Debías...

Josechu y los hermanos Miranda estaban consultando la sección deportiva del periódico. Manolo y Miguel discutían las jugadas últimas de la partida de ajedrez.

—¿Has leído? —preguntó Josechu al menor de los hermanos Miranda—. No se alinearán ni Rubio, ni Ramonín. Los tenemos en el pulguero.

—A última hora se alinearán. Son cosas del entrenador —afirmó el menor de los Miranda—. Ese zorro se las sabe todas.

—Ramonín está lesionado, y en cuatro partidos... —dijo Josechu—. Yo creo que van a tener que tragar... Vosotros ¿vais a ir?

—Juancho, sí —el menor de los Miranda señaló a su hermano—. Como yo no le saque a la vieja unos duros... No tengo un real y le debo ya bastante dinero a Chuchete.

—Préstale —indicó Josechu a Juancho Miranda—. Si le dejas dinero podíamos ir los cinco al partido, y después... Oye tú, Manolo, ¿piensas ir al partido?

—Ya te lo diré el sábado —respondió Manolo—. Según esté mi padre...

—¿Tú, Miguel?...

—Me lleva en la moto Molina.

Manolo y Miguel volvieron a la partida de ajedrez. Se cansaron de discutir las jugadas y comenzaron una nueva.

Chuchete trajo el coñac con seltz, lo dejó en la mesa e intervino confianzudamente en los comentarios sobre fútbol.

—Es un partido robado.

—Bueno —sopló menospreciativamente Josechu—, no tan robado. Hay que verlo, tú en seguida lo pones fácil.

Chuchete retiró los servicios de café.

—Para mí ese partido como si estuviera jugado —dijo.

—Este chalao —señaló Josechu al chico del mostrador— ganaría todas las quinielas el sábado; lo que ocurre es que el domingo ni las huele.

Juancho Miranda resolvía las palabras cruzadas con el periódico doblado sobre las rodillas.

—Que padece cierta enfermedad, femenino. Empieza por ele —dijo Juancho—, tiene seis, no, siete letras.

Josechu y el menor de los Miranda se interesaron por el crucigrama. Josechu dijo:

—Tú, que has estudiado Medicina.

Juancho Miranda había estudiado Medicina en Valladolid. Había jugado al mus en Valladolid. Había bebido mucho vino en Valladolid. Tuvo que dejar la Medicina, el mus, el vino y Valladolid.

—No empieza por de —dijo el menor de los Miranda—; la primera palabra está mal. Esa palabra se escribe además con uve. Estás tú bueno, Juancho.

Juancho entregó el periódico a su hermano. Dijo:

—Qué más da.

Josechu y el menor de los Miranda repasaron el crucigrama, se ayudaban en su resolución. Juancho contempló durante unos instantes la partida de ajedrez. Luego se levantó y se acercó al mostrador:

—Dame un vaso de agua, Chuchete.

El chico le sirvió un vaso de agua.

—¿A quiénes ha puesto ganadores esta semana? —preguntó.

Para Chuchete no había más que ganadores y perdedores.

—He puesto —dijo Juancho— varios empates. Empate en Valladolid, empate del Jaén, empate...

—No tiene nada que hacer —interrumpió Chuchete—, ganarán todos en sus campos, menos el Oviedo, que tiene que perder; se lo digo yo. Los empates queman la quiniela. Hay que jugar a cara o a cruz.

Juancho no era amigo de jugar a cara o cruz. Jugaba a los empates. Los empates le daban cierta tranquilidad. Todos tenían posibilidades, todos podían perder o ganar, pero era mejor dejar la moneda en el aire. Ni salía cara, ni salía cruz, se quedaba en el aire. Los empates eran victorias para todos los contendientes. Chuchete hizo un gesto de inconformidad. Repitió:

—Esa quiniela es un fracaso.

—Ya veremos.

Juancho bebió el vaso de agua y se acercó a la puerta. Contempló el cielo. Contempló el suelo. En el cielo, tras de los montes pelados, asomaban nubes blancas. El sol brillaba alto. Un viento suave arremolinaba y extendía breves ondas de polvillo sobre el portland de las aceras. La calzada era de tierra apisonada. Una tierra gris y cortezuda.

Juancho miró hacia la plaza. No había árboles. Pensó que si la plaza tuviera árboles ya habrían caído las primeras hojas y seguramente el vientecillo las iría llevando por las aceras, por la calzada. Si la plaza hubiera tenido árboles, pensó que no sería tan descorazonadora su vista. Pero la plaza era poco más que un solar con el portland levantado por la nieve y las heladas del invierno, con una fuente en medio que no daba agua, porque las cañerías habían reventado hacía ya mucho tiempo.

Las calles del pueblo estaban escalonadas en el collado. La calle Alta era la cimera; la calle de la estación era la más baja. Miró más allá de la estación, más allá de la fábrica de cemento, fantasmal y hostil, más lejos de la que llamaban ha Química, la fábrica de productos químicos; miró hacia el lejano y dorado sur donde las colinas se dulcificaban hasta hacerse llano. Más allá del horizonte estaban el vino, el mus, la carrera, algunos amigos de otro tiempo, que ya lo habrían olvidado.

Regresó lentamente desde la puerta. El chico del mostrador leía un periódico infantil. Continuaba la partida de ajedrez. Josechu había abandonado el crucigrama que se empeñaba en resolver el hermano.

—¿Lo sacáis? —preguntó Juancho—. ¿Cómo va eso, Antonio?

—Me faltan dos palabras —respondió el hermano.

Juancho se sentó a la jineta en una silla.

—Mañana, si me animo —dijo Josechu—, voy a ir a pescar al regato. Esta mañana han sacado un montón de docenas de cangrejos. De este tamaño —se señaló sobre el dorso de la mano—. Si venís, se podía preparar una cangrejada para la tarde.

Antonio Miranda movió la cabeza negando, sin levantar la vista del crucigrama.

—Tengo que estudiar por la mañana, y por la tarde, después del café, quiero salir con Lucía.

—¿Hoy no sales? —preguntó Josechu.

—Se ha ido a las fiestas del pueblo de su cuñado, yo iba a ir, pero... —frotó los dedos índice y medio contra el pulgar— estoy de guardia, sin un clavo.

Abrió el periódico.

—Lo del Canal está mal —comentó; si nos llevaran a todos para adelante...

—No hagas esa jugada —indicó Josechu a Miguel.

Juancho Miranda barajaba unas cartas que había sobre un mantelillo verde en una mesa cercana. Antonio Miranda acababa de leer el artículo de un corresponsal sobre el asunto de Suez.

—La cosa está muy negra. Si hubiese guerra tendríamos que ir todos, no nos quedaríamos neutrales.

—Te salvaba de la Oposición —dijo Josechu— pero no habrá guerra —se rió—. Te vas a fastidiar.

—No lo digo por eso, o es que crees que no acabé suficientemente harto de marcar el caqui.

—Como todos, hijo, como todos —dijo Josechu.

Antonio Miranda abandonó el periódico, se puso en pie y se tiró de la pretina del pantalón. Fue caminando hacia la ventana.

—A ver cuándo limpias esto, Chuchete, que se puede esculpir en los cristales.

El chico del mostrador abandonó un instante la lectura del periódico infantil.

—Déjelo. Hasta que lo diga el jefe no hay que molestarse.

Antonio Miranda contempló el cielo. Las nubes habían avanzado por encima de los montes. Las nubes tenían un color cárdeno de tormenta. El viento había crecido y arrastraba el polvo y formaba torbellinos de tierra y papeles viejos.

—Va a caer una buena —dijo Antonio Miranda.

—Ya es hora —deseó el chico del mostrador mirando hacia la puerta.

—El fin del verano —comentó Antonio Miranda.

Juancho Miranda distribuyó las cartas en el tapete verde para realizar un solitario. Josechu prestaba atención al entretenimiento. Se oyó la voz de Miguel.

—Mate sin remisión; Manolo, no lo pienses más.

Manolo pasó la mano por el tablero de ajedrez y derribó las escasas piezas que había en él.

—No juego más —dijo—. Ya está bien por hoy. Dame un pito, Miguel —exigió.

Miguel sacó el paquete de tabaco y distribuyó cigarrillos.

—¿Tú quieres, Antonio? —lanzó un cigarrillo hacia la puerta—. Voy a tener que irme a hacer por lo menos el paripé. Un día, desde luego, me pone don Mariano —siempre titulaba a su padre como de bromas— en la puerta de la calle. Don Mariano está de mí hasta el gorro —se rió casi forzadamente—. Un hijo vago hasta la médula es algo muy serio, es para tenerlo muy en cuenta. Voy a recibir las miradas de las cinco y media, porque si no, tendría que ir a las seis, y son peores las palabras que las miradas. Bueno, muchachos, ¿dónde vais a estar luego? ¿Bajáis a la cantina de la estación?

—Por la estación —respondió vagamente Manolo— acaso se pueda formar partida de mus. Tenemos al factor...

Miguel saludó desde la puerta. Entró el aire y deshizo los estratos de humo. Antonio salió tras de Miguel, se quedó de espaldas a la puerta, viéndole alejarse, cruzando la plaza, hacia el comercio de su padre, don Mariano. El cielo estaba del color de las uvas que tenía en un cesto el frutero de junto al bar. El sol tenía barbas por el sureste. Las uvas tenían avispas. Las rayas amarillas de las avispas, las rayas amarillas del sol entre las nubes. Miguel había cruzado la plaza, le vio ascender por el cantón, caminando como una mancha oscura y desgarbada. Antonio entró en el bar frotándose las manos.

—Fuff, lo que va a caer, lo que va a caer...

—La primera de la temporada —dijo el muchacho del mostrador—, que viene con toda la familia.

Antonio Miranda se acarició el bigote moreno; luego extendió la caricia hasta el mentón de barba prieta.

—Ponme un tinto y dime cuánto te debo en líneas generales, no me des detalles.

—¿Va a pagar? —preguntó el chico del mostrador.

—No, es para perfilar, para irme dando cuenta.

—Unas trescientas, poco más o menos.

—¿Trescientas? —dijo con asombro.

—¿Son muchas? —al preguntar sonrió el del mostrador—. Es que ha habido dos préstamos. El otro día, además, subió mucho la cuenta cuando se metieron por la noche en vino...

—No me lo cuentes...

La mosca estaba quieta en el borde del bastidor de la ventana. Su cuerpecillo parecía duro y metálico. Una gota de vino le corrió a Antonio Miranda por la barbilla.

—Hazme un bocadillo —dijo.

—No hay pan.

—Ponme una tapa.

Antonio Miranda se acercó a su hermano y a sus amigos.

—No sale, ¿verdad? —preguntó.

Juancho Miranda, ante el fracaso, cansado, revolvió las cartas y las abandonó sobre el tapete.

—No sale —confirmó.

Los cuatro quedaron unos momentos en silencio. Rompió el silencio Antonio Miranda.

—Bueno, ¿tomáis algo hasta ver qué se hace?

—¿Invitas? —preguntó Manolo.

—Invito.

Cansinamente se acercaron al mostrador. El cielo estaba oscuro, la plaza estaba oscura, la estación era una masa negra y humosa, la blancura de la fábrica de cemento parecía fosfórica en la atmósfera de la tormenta.

—Enciende las luces, Chuchete.

El muchacho del mostrador obedeció.

—Se estaba mejor con la luz apagada —opinó Manolo.

El muchacho del mostrador sirvió vino para los cuatro y luego se midió él un vaso. Juancho Miranda bebió el suyo de un trago.

—¿Te vas en octubre o no te vas? —preguntó a Manolo.

Manolo escupió salivilla y bebió con calma.

—Vete a saber —dijo— si se empeñan...

—¿No te gusta?

—Hombre, para pasarlo peor que aquí, para no tener un duro nunca...

—Tu hermana le dijo a mi madre —contó Juancho Miranda— que te habían buscado un puesto muy bueno.

—Sí, eso dicen; pero yo no veo que sea bueno.

El muchacho del mostrador escuchaba apoyado con los codos en el mármol, arqueando el cuerpo sobre el lebrillo.

Josechu invitó.

—Pon unas mías —puso un billete de cien pesetas sobre el mostrador— y cóbrate mi café y mi copa.

Josechu, cuando le dieron la vuelta de su gasto, sacó un fajo de billetes del bolsillo del pantalón y los ordenó con indiferencia.

—No te irás —dijo malintencionadamente—: estoy oyendo eso de que en octubre te largas desde hace un montón de años. ¿Por qué no entras en La Química? ¿Por qué no te busca tu padre un enchufe?

—Lo que me faltaba —dijo amargamente Manolo—, entrar de chupatintas en La Química.

—Es una solución.

—¿Por qué no lo haces tú?

—Hombre, porque no tengo necesidad. La cosa es distinta.

La mirada de Manolo estaba cargada de ira. Juancho Miranda intervino:

—Vamos a dejarlo. ¿Qué se puede hacer hoy?

—¿Bajamos a la estación?

Comenzaba a llover. Las primeras gotas de la tormenta ocelaron el portland de las aceras, sonaron apagadas sobre el polvo, abrieron distinto paisaje en la suciedad de los cristales de la ventana, hicieron ruido de chisporroteo en la puerta.

El muchacho del mostrador contemplaba con gusto la lluvia, sonreía sin darse cuenta de ello. Arreció el agua y los cuatro fueron acercándose hacia la puerta.

—Mañana ya es otoño —dijo Chuchete—. De mañana en adelante todos los días festejo de agua hasta los temporales. Después, nieve, después hielo, después otra vez nieve, otra vez hielo, otra vez temporales, otra vez tormentas hasta junio. Ya está la liga hecha, no hay que discutirlo.

La sirena de la fábrica de cemento mugió largamente.

—Las seis —dijo Juancho Miranda.

La sirena de La Química sonó más aguda casi en seguida.

—¿En el cemento hay turno de noche? —preguntó Josechu.

—No creo —respondió Juancho Miranda—. Turno de noche me parece que en La Química nada más.

Escampó. Josechu abrió la puerta.

—Si nos damos una carrera nos ponemos en dos minutos en la estación.

Antonio y Juancho Miranda afirmaron con las cabezas.

—Vamos —dijo Manolo.

—Adiós, Chuchete —gritó Josechu echando a correr.

Chuchete, el del mostrador, los vio correr. Vio al pequeño Josechu y su camisa de verano amarilla. Vio a los dos hermanos Miranda corriendo atléticamente. Vio un poco más rezagado a Manolo y su vieja chaqueta azul marino. Después comenzó a lavar las copas y los vasos del mostrador. Por la calle de la estación subían hacia el pueblo los hombres de las fábricas y volvía a llover.

(1957)
Cuentos 1949-1969
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