El mentidero del salón de billares
Don Luis Arrilucea, en chaleco escocés, con las mangas de la camisa ligeramente recogidas mostrando el vello jabalino de los brazos, apoyado en su taco y pendiente una humeante colilla de los labios, no era, ni mucho menos, una versión moderna de un caballero español del cuadro de Las Lanzas. Contemplaba la partida de chapó con estudiada impasibilidad, mientras calculaba las tardes que había perdido a lo largo de su existencia entregado a tan deliciosa prueba de habilidad y fortuna. Treinta años a doscientas setenta tardes por año, era una cifra con posibilidades de récord. De su espeluznante matemática le sacó la voz de su querido amigo Perico Valle.
—Notición. Le han dado la patada charlot. No se sabe la cantidad, pero el gachó se ha pringado en bastantes miles —dijo el lebrel en la más expresiva germanía—. Ahora todo por lo fino y por lo bajo. A nosotros ni moste. Lo envían a una guarnición de sucursal de pueblo rebajado a empleado mondo y lirondo.
—Coño con los Bancos —dijo don Luis—, ni para eso son serios. De modo que Ayalde se pringa y la ley no interviene; pero ¿dónde vamos a parar?
—Hombre, Ayalde estaba bien relacionado y la montonera de años que ha cumplido como un cabestro para algo le habían de servir...
—Pues si yo hago eso en la Diputación me cargo El Dueso, Puerto de Santa María y el penal de Chinchilla, todos juntos y para toda la vida, porque me tienen unas ganazas.
—Le toca a usted, don Luis —indicó uno de la partida.
Don Luis Arrilucea no estaba para usar el taco más que contra el consejo de administración del Banco.
—De modo, Perico, que la cosa iba en serio, ¿eh? —dijo volviendo a la conversación.
—Y tan en serio. Vox populi, vox Dei. Se veía, se veía... Si aquí nos conocemos todos.
—Tú mejor que nadie —halagó don Luis.
—Yo primero por el oficio, pero después por la pupila. A mí uno de esos gastosos no se me escapa ni a tiros. La mujer con abrigote de astracán, ojo Perico, me digo, y me siento a esperar a que pase el cadáver. Coche, viajes a San Sebas y semanas grandes por aquí y por allá, tate nene, que se aproxima la debacle.
—Vaya, vaya con el Ayalde —dijo don Luis—, y tanta misa y tanta comunión y tanta frecuentación de la clerecía...
—Y tanta copa de coñac francés... Lo demás camuflaje.
—Y del gilipuertas de Cayetano, ¿qué? —preguntó rolando el tema don Luis—. Ni el anónimo, ni los maitines.
—Se nos casa.
—Si me lo tenía yo tragado. Entonces ¿hemos hecho el ridículo?
—No, hombre; hemos colaborado. Lo que se llama vulgarmente hacer de palanganeros.
—Le voy a dar unas sesiones en la oficina —dijo don Luis que se va a acordar del día en que nació.
—Tiene forrado el riñón. Será inútil.
Don Luis reflexionó apretando los dientes.
—Menos mal que lo de Ayalde consuela bastante —dijo.
Uno de los de la partida le indicó:
—Don Luis, ahora juega usted.
El mejor jugador de chapó del Casino picó por descuido el verde paño de la mesa.