Función de aficionados
Fue en una ciudad del Norte, mojigata y pequeña, embarazada de lluvias. De octubre a junio, daba la lluvia, en la ciudad, sensación de pesada rumia boyuna, y el alma de sus habitantes se modelaba de desvanecimientos; quebrábanse los nervios de tensiones, y los espinazos de encogimientos frioleros. La gente trabajaba pendiente del tardo campaneo de un reloj parroquial, anunciador del término de la jornada. Las tabernas y el casino acogían durante algunas horas el tedio umbroso de los ciudadanos.
En el casino, los industriales se ceñían a los juegos de envite, con frases de una gracia tónica y vaga; en el casino se murmuraba de todo el pequeño mundo de la ciudad: de la coladura del alcalde en un discurso, de si tal o cual canónigo comía o dejaba de comer pantagruélicamente, de la mujer que ponía los cuernos a su marido, lunático de bonachonería y de afinidades. Todo se decía con remilgo pastelero de condenación del pecado y exaltación de la virtud.
En el casino, como en las tabernas, se bebía cazurramente vino, y los ciudadanos apagaban sus ganas de marcharse a cualquier parte, lejos de aquel vivir sonámbulo y pobrete. De vez en vez, hartos de paseos y de comentarios, los jóvenes se arrojaban en una aventura y desaparecían de la ciudad, sirviendo su gesto para que las lenguas viperinas abogasen, desde sus poltronas, por el sentido común. Pero esto ocurría de Pascuas a Ramos en aquella ciudad pequeña, mojigata y estreñida.
Los horteras son amantes del sol, y los horteras sufrían más que cualquier otra clase social. Vivían tristes; llegaron a olvidar la flora tropical de sus corbatas detonantes, el oleaje medio de sus cabellos, la juvenil seducción folletinesca de sus bigotes recortados, el ritmo pedestre de las canciones de moda. La flor de los dependientes se amustiaba de melancolías. Volvieron al trogloditismo de Campoamor, y algunos hasta perdieron su envaramiento y compostura, embriagándose lamentablemente con bebedores de oficio.
Pero ocurrió que una noche resolvieron reunirse para arreglar la situación. Más de treinta mocitos de la localidad acudieron a la cita, y tuvieron su inequívoca representación los pueblos de los alrededores.
La habitación que había pertenecido, como sala de juntas, a las juventudes de un partido político, en la actualidad formaba parte de un piso que una asociación pía usaba como centro de organización. La habitación era grande, baja de techo y olía a chinches. La había alquilado Cirilo, el más viejo, el cacique.
Cirilo era pequeño de estatura, gordezuelo y tímido, sensible como una almeja y alegre, exactamente, como unas castañuelas. Había preparado un discursillo fundacional, y, después que logró silenciar a los asistentes, le dio lectura, entre engolamientos, emociones y pleonasmos. Se desorbitó el entusiasmo cuando les notificó que se formaba una sociedad, una sociedad recreativa, a la que por la módica cantidad de tres pesetas mensuales se podía pertenecer. Desde luego, las cabezas directoras y los vocales que se nombrasen tendrían derecho de vetar la entrada de quien no les pareciese hombre de buenas costumbres y de acrisolada corrección. Se trataba, sobre todo, de divertirse, pero sin chabacanería.
Y así, de esta manera tan sencilla, se llevó a cabo la fundación de una de las sociedades más importantes de la ciudad: la Sociedad Recreativa Cultural del Comercio. Las tres finalidades que se apuntaban en su principio eran: cultivar el buen teatro y preparar recitales de poesías de los mejores poetas españoles e hispanoamericanos, formar círculos culturales y dar bailes con fines benéficos.
Cirilo era un tipo curioso: iba para veinte años que estaba de dependiente en una perfumería; servía a las dientas con gesto atento y aburrido, recitando sus muletillas alabatorias, mientras contemplaba, por la cristalera del escaparate, la calle, o se admiraba disimuladamente, en los espejos de la tienda, arreglándose con suavidad, con una ligera impresión táctil, el nudo impecable de la corbata y haciendo desaparecer, como si de un insecto se tratase, una mota venial de su chaqueta escalofriada de colores vivos. Era hombre de mucho gusto, según decía la gente, educado y papayudo. Cirilo no tenía más debilidades que las del teatro, que no son pocas. Era soltero, vivía con su madre, no bebía, fumaba tan poco que nunca le amarillearon los dedos, y no salía de noche, excepción hecha de cuando una compañía llegaba a la ciudad. Cirilo adoraba el teatro: las luces, los decorados, los figurines, los trajes, las emociones antes de levantar el telón, las felicitaciones después de bajarlo, y los camerinos con fotografías y visitas; lo demás le importaba muy poco.
Por todo esto, una de las primeras actividades de la Sociedad Recreativa Cultural de Comercio se concretó en la formación de un cuadro artístico. Durante semanas se estuvieron probando voces y aptitudes y discutiendo la obra que habrían de representar. A última hora, Cirilo, en gran mariscal, se inclinó por el lado de un espectáculo de variedades, y todos pusieron manos a tal labor con un calor digno de mejor causa. Las novias de los horteras ensayaron danzas andaluzas y canciones folklóricas; los horteras, golpes de gracia ambidextra y chuscadas del año de la nana. Uno se buscó un seudónimo invirtiendo las letras de su apellido; se apellidaba Díaz, y resultó Zaid: el profesor Zaid. A prevención, había aprendido algunos juegos de manos y tenía cierta habilidad para hacer desaparecer, aunque algunas veces se equivocaba, un huevo cubierto por un pañuelo.
Cirilo se entusiasmaba, se inflaba como un globo de aire caliente ante la perspectiva magnífica. Eligieron para su presentación el día de San José, y el escenario cochambroso de un teatrillo pueblerino, distante de la ciudad, en la cuenca minera, apenas veinte kilómetros.
Llegaron de víspera en un tren matraca, después de dos largas horas de viaje. Con ellos, unos estudiantes de Derecho, que iban a divertirse y a intoxicarse de vino, según dijeron. Cometieron, llenos de vanidad, la imprudencia de confesarles que ellos iban a actuar; los estudiantes celebraron la noticia con groseras carcajadas, y con la pretensión de que les dejaran tomar parte en el festejo. La velada se prometía movida a causa de la negación formal del director de la compañía.
Cirilo buscó alojamiento para todos, lleno de dinamismo y de sentido organizador. En el pueblo les acogieron muy bien y les pronosticaron un éxito. Los estudiantes se fueron a cenar a una tasca negra y patriarcal, donde les conocían de antiguo.
Todo el día siguiente se le pasó al refitolero Cirilo voceando en el ensayo, entre contorsiones, golpes de tos y síntomas de falso cansancio. La compañía estaba nerviosa y esperanzada. Se preguntaban los unos a los otros por el traje, por el peinado, por la voz. Se gargarizaban con tres partes de agua y una de vinagrillo, y calmaban los nervios con agua de azahar, tila y otras infusiones. Los estudiantes de Derecho no se dejaron ver el pelo. A las seis y veinte de la tarde, a telón corrido y con el teatro lleno, el director de la compañía, luciendo un magnífico smoking, salió a hablar al público. Se tiraba de los puños de la camisa y balanceaba la cabeza, buscando el silencio tras los tímidos aplausos. Detrás, le apuntaban, por si la memorieta le fallaba y se le estropeaba el discursillo. Gangueaba el habla y silbaba las eses como un culebrón preñado. Estaba genial, atinadísimo, pero se extendía demasiado. Una mano, a tientas, desde el cortinón, le buscaba la espalda para señalárselo; pero bien fuera porque se moviese o porque en el acaloramiento de la oratoria tuviera necesidad de acercarse más al público y hubiera variado de lugar, lo cierto es que la mano quedó sola, desamparada, perdida, naciendo garabatos en el aire, mientras el público contenía, a duras penas, sus risas socarronas y pueblerinas. Al entrar, Cirilo, jadeante y convulso, le brincó el genio en sus palabras familiares:
—¡Qué sofocón! ¡Me matáis!
Arriba el telón. ¡Qué rato! Zaid a escena. Acababan de entrar los estudiantes.
Zaid era la primera vez en su vida que pisaba un escenario. Se dirigió al público como un charlatán barato:
—Señoras y señores: Tengo el gusto de presentarme a ustedes, después de mi reciente tournée por Europa...
—Por la sacristía —rugió un estudiante cafre.
Zaid se inmutó visiblemente. Se remangó los brazos y empezó a cantar su letanía:
—Señoras y señores: Nada en esta mano, nada en esta otra; ahora cojo el naipe, lo barajo, lo parto y lo dejo sobre esta mesa. ¿Tiene la bondad cualquiera de ustedes de subir un momento? —dijo, señalando la primera fila.
Nadie se movió. Zaid apenas sabía qué hacer; no contaba con aquello. Desde bastidores le soplaron que pidiera un voluntario:
—Señoras y señores: para mis experimentos cartománticos, necesito un ayudante que me sirva de enlace con el público.
De entre los estudiantes surgió una voz poderosa ofreciéndose. Zaid se disimulaba de malas entendederas, señalando a un aldeanito, que se encogía de rubor. Tanto gritó el estudiante, que la gente se volvía a mirarle y le aplaudía. Por fin, subió al escenario, tambaleante y momero. Cuando llegó, el profesor le habló con ruegos de fracasado, en voz débil de confesor.
—No nos estropees esto. Pórtate decentemente.
El estudiante cogió las cartas.
—He aquí —dijo— el naipe del profesor Zaid. Un naipe que pasará a la historia. Tiene cuatro reyes...
Uno de sus compañeros le atajó:
—Tres envido.
—Reenvido.
—Al huerto del francés.
—Todo para don Primitivo.
Esto último era un camelo que se habían inventado, y que no sabían a ciencia cierta lo que quería decir.
Zaid se perdía por el escenario sin saber qué hacer. Cirilo se mesaba los cabellos, a punto de darle un patatús. La gente se reía de verdad por aquel inusitado espectáculo. Los estudiantes, desde sus butacas, comenzaron a cantar alegremente: «Dumont, Santos Dumont ha inventado un globo...», mientras su compañero les dirigía desde el escenario. El público se hizo eco de aquella musiquilla, y formaron todos un estupendo orfeón dirigido por los estudiantes.
Zaid, entre bastidores, maldecía de su suerte. A Cirilo acabó de darle el patatús y yacía despatarrado en un sillón de mimbre, con una toalla mojada en la cabeza. Una de las chicas de la compañía comentaba:
—Claro, es tan sensible, el pobre. De verdad, lo siento mucho.
Los estudiantes salieron del brazo con unos gamberros hacia las tabernas de la plaza del pueblo.
La Sociedad Recreativa Cultural del Comercio se deshizo pocos días después, cuando fueron a cobrarles el alquiler y encontraron la caja vacía. Un águila, como en las más importantes sociedades bancarias, había volado con los fondos, que llegaban a unas ciento sesenta y tantas pesetas. Cirilo arrastró, desde entonces, una vida triste, monótona; se hizo descuidado y perdió parte de su prístina corrección. Siguió durante otros veinte años en la perfumería que la providencia le deparara, hasta que el Eterno le llamó, y se fue, gordito y saltarín, a ocupar su puesto de angelote sobre nubes.