Tras de la última parada

—Hemos llegado.

Se apeó una mujer triste con un niño en brazos. El hombre de la ciudad, antes de bajarse del tranvía, preguntó al cobrador:

—Oiga, ¿cuánto falta hasta el puente?

El cobrador frunció el entrecejo y calculó:

—Como una hora o cosa así a buen paso.

El cobrador saltó a la carretera y tiró de la cuerda del trole para cambiarlo de dirección. El conductor, parsimonioso, distante, quitó las manivelas del motor. Entornando los ojos, con las manos en los bolsillos del pantalón, el hombre de la ciudad echó a andar. Pensó en el cuarto de hora que le esperaba caminando a buen paso por la carretera polvorienta. Miró sus zapatos blancos y de color, arrugados debajo del empeine, con unas oscuras manchas de humedad. Se dio cuenta de que se había pasado el día andando.

El tranvía se puso en marcha. Primero bajará la cuesta; luego cruzará el puente; por fin se perderá en la ciudad. El tranvía busca el amparo de las calles, el refugio de la multitud; busca el apacible regazo de las casas. Las ruedas chirrían, la caja desvencijada salta, traquetea violentamente. El hombre de la ciudad volvió la cabeza e imaginó un perro suburbano en huida al que la crueldad infantil hubiera atado ruidosas, enloquecedoras latas.

Un paso, otro y otro. El paisaje le era enteramente desconocido. A su derecha, una larga pared cortada de improviso deja ver un campo de trigo mísero, apenas crecido, surgiendo a continuación hasta parecerle interminable. A su izquierda, la acequia, la calzada de la carretera, la acequia del lado opuesto y una alambrada de espinos acotando tierra parda, sin labrar; diríase tierra sin dueño. Ni un árbol. El hombre de la ciudad tomó como meta un reflejo lejano; tal vez un trozo de loza. Lo pasó sin darse cuenta. La tapia había acabado. Le sorprendió el sol ocultándose y recortando una nubecilla de color latón, al principio; rojo de teja, después; cárdeno, más tarde, cuando la inundación de sombras iba subiendo de nivel en el paisaje. A sus espaldas, la ciudad se difuminaba en la neblilla azulenca, de la que surgían altos edificios, negros, con las ventanas reflejando en sus cristales una luz mineral. A su izquierda, en la distancia sobre la tierra sin labrar, nubes gigantes acercaban la noche, caldeándola de relámpagos. Enfrente, a unos cuatro metros, vio la última fuente de la ciudad, vio el verdadero hito del final de la ciudad, aunque ésta quedaba muy atrás, bajando la cuesta, pasando el río, perdida entre vapores, con los faroles de gas tornando el verde de las copas de las acacias en un verde submarino, raro, lánguido. Vio también unas casitas bajas, pequeñas; acaso no más de diez, construidas aprovechando paredes y materiales de casas deshechas con la guerra. En la última fuente, un muchachito llenaba un cubo de agua. Para entretenerse, sin duda, aplastaba la mano sobre el caño y hacía salir el agua en abanico, mojando la tierra y los adoquines de la carretera. Las gotas que por impericia le caían en las piernas, le corrían, haciéndole churretones sobre la suciedad. El hombre de la ciudad se acercó a él.

—Oye, chico, ¿tú sabes dónde vive una tal...?

El hombre de la ciudad sacó un papel del bolsillo y lo consultó.

—Una tal Mercedes Gomera Ruiz.

El muchachito dio una voz.

—Bizco, vente.

Se dirigió respetuosamente al hombre:

—Yo no sé, pero el Bizco se lo podrá decir.

Se acercó un mozalbete de unos catorce años.

—No me vuelvas a llamar Bizco; tengo mi nombre, ¿sabes?

—Bueno, Andrés, es que este señor pregunta..., oiga: ¿por quién ha dicho que pregunta?

El hombre de la ciudad se dirigió a Andrés:

—¿Tú conoces a Mercedes Gomera Ruiz?

—Sí, señor.

—¿Dónde vive?

—No está en casa. Si quiere me puede dar el recado y luego se lo digo.

—Mira, es que son cosas importantes...

—Bueno, pues ahí en la tercera vive. En esa que tiene flores en la ventana. No está más que el viejo, pero es como si no estuviera nadie.

—Gracias, mozo.

El hombre de la ciudad avanzó hacia la casita. En la fuente, los dos muchachos discutían.

—Como me vuelvas a llamar Bizco delante de un señor te doy una que no te conoce ni tu madre.

El pequeño se engallaba y repetía lo que había oído tantas veces a la gente mayor.

—A ver si dejamos la familia en paz... ¡Qué vas a dar tú, qué vas a dar!

El hombre de la ciudad llamó a la puerta. La puerta era diminuta, puerta de corredor que da al cuarto de las cosas inservibles. Nadie acudió a la llamada, y el hombre, apartándose unos pasos, pudo contemplar a su sabor la casita, de una sola planta. La fachada era de ladrillo deteriorado, con un friso de revoque hasta la altura de la ventana. En la ventana dos macetas con geranios y una lata de aceitunas, de la que se derramaba esa planta humilde y alegre, que nunca falta en las ventanas de las casas humildes y amargas: uña de gato. Uña de gato, con sus florecillas amarillas y sus brotes verdes, aunados, que le dan el nombre. Detrás, los cristales, uno roto y tapado cuidadosamente con un papel de periódico, y los visillos blancos, con amapolas bordadas a máquina. El hombre de la ciudad vio la cara de un viejo; cara gastada, arrugada, descompuesta. Los ojos con que le observaba eran profundos, terribles.

El hombre de la ciudad le hizo señas de que le abriera. El rostro del anciano se contrajo. Lentamente se fueron separando las hojas de la ventana. En la oscuridad blanqueaba una cama de hierro, alta y antigua, con colcha de flecos y nudos. El anciano estaba sentado en una butaquita forrada de rojo.

—¿Qué quiere usted? —dijo.

—¿Vive aquí Mercedes Gomera Ruiz?

—No está. ¿Qué quiere?

—Le traía esto.

El hombre de la ciudad sacó el papel del bolsillo. El anciano se levantó a medias.

—Usted disculpará, estoy impedido.

Le alargó una llave.

—Abra usted mismo. La primera puerta a la entrada es la de esta habitación.

El hombre de la ciudad forcejeó en la cerradura. El impedido le ayudaba con sus palabras.

—A la izquierda, déle a la izquierda.

—Ya está, muchas gracias.

El breve pasillo con el que se enfrentó estaba oscuro. A la claridad que entraba de la calle pudo ver, colgados en sus paredes, cromos y litografías. Cerró. Golpeó con los nudillos en la puerta de la alcoba.

—¿Se puede?

—Pase, pase.

—Con su permiso.

—Siéntese ahí.

—Es que, mire usted, yo venía solamente un momento a traer esta citación de la Embajada para Mercedes Gomera Ruiz. Su asunto se ha arreglado.

—Sí, es mi hija. ¿Quiere dejar eso sobre la cómoda?

Detrás de la cama, una gran cómoda pueblerina pintada de negro, con largos cajones fileteados de oro, sirve de base a una virgen de escayola colocada encima de un mantelito hecho a ganchillo.

El hombre de la ciudad dejó el papel. El viejo insistió:

—Siéntese, siéntese.

—Como usted guste.

—Ella lo estaba esperando. Sale a las nueve de su trabajo. Le va a dar una gran alegría cuando venga.

—Sí..., ya me lo figuro. Y usted, ¿piensa irse también?

—Ca, yo no. Yo me vuelvo al pueblo con mi hermano. Siempre habrá una cama y una sopa hasta que me muera. A mí la tierra me tira mucho, y, además, yo no soy más que un estorbo.

El viejo suspiró.

—Allá, en las Américas, tengo dos hijos. Viven muy bien; eso dicen...

El hombre de la ciudad se sentía nervioso.

—¿Usted fuma?

—Quia... Es malo.

—Yo le voy a tener que dejar. Dígale a su hija que no falte, que esté a la hora.

—Ya se lo diré.

—Bueno, pues buenas noches.

—Buenas noches, señor. Al salir, cierre de golpe.

—Adiós.

El hombre de la ciudad salió a la calle. En la fuente se agachó a beber. Continuó andando.

Al llegar a la parada del tranvía tuvo que esperar un poco. El tranvía subía la cuesta renqueante. Cuando paró y el cobrador saltó a cambiar el trole, se bajó una mujer joven, de unos treinta y cinco años, que de prisa comenzó a caminar carretera adelante. El hombre de la ciudad miró su reloj: las nueve y veinticinco. Se imaginó que aquélla debía ser Mercedes Gomera Ruiz.

Tentado estuvo de preguntárselo. Subió al tranvía.

—Nos vamos.

El hombre de la ciudad pensaba en su mujer, en sus tres hijos, en su empleo insuficientemente pagado, y volvió la cabeza. Allá, tras de la última parada, caminaba Mercedes Gomera Ruiz hacia su casa. El hombre de la ciudad respiró profundamente, sacándose de un bolsillo cuatro monedas de diez céntimos.

(1953)
Cuentos 1949-1969
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