Maese Zaragosí y Aldecoa, su huésped
Verdad es que cada uno debe acariciarse a sí mismo y darse su propia aprobación antes que pretender la de los demás.
Erasmo de RotterdamCada uno es cada uno.
PopularUno se prefiere.
Simone de BeauvoirA Maese Zaragosí le daban como lunas. El humor maligno del plenilunio le entraba por el cogote y le recorría la columna vertebral o raspa hasta que se le escapaba por la rabadilla. Mientras el humor maligno estaba alojado en su cuerpo, Maese Zaragosí, a pesar del ungüento mágico llamado «Sebo de verano o sol en medio» con el que su mujer le fregaba todas las noches las espaldas, andaba por la casa retorcido como un muelle. Su huésped, el estudiante señor Aldecoa, tenía en su habitación un lunario, que consultaba al objeto de andarse con tiento y no incurrir en encuentros desasosegantes.
Maese Zaragosí abarcaba diversas dolencias, y estaba en manos de curanderos de probados conocimientos. Aparte del alunamiento, soportaba tumores en las axilas en los cambios de tiempo, el «tres con ole» o medio baile de San Vito de las minas de Almadén, a la cicutilla del campo de Cuenca y el relajo de vejiga de las salinas de Leniz. Enfermedades todas adquiridas trabajando. Los tumores los combatía con Ombligo de Venus —planta crasulácea de flores amarillas, común en los tejados y cuyas hojas machacadas se emplean como emolientes—; el «tres con ole» con aguardiente de moras, que le iba muy bien; la cicutilla, almorzando tocino frito, pan y vino tinto que le asentaba la barriga, y el relajo de vejiga yendo y viniendo del lugar excusado constantemente. Pero lo que le traía loco de verdad era el humor maligno del plenilunio.
El señor Aldecoa temía a Maese Zaragosí. A veces lo encontraba por el pasillo combatiendo el relajo. Se saludaban.
—Buenos días, Zaragosí, ¿cómo anda eso?
—Buenos días, señor Aldecoa, sin poder trabajar.
—Buen cachicán está usted hecho.
—Bien quisiera.
—¿Y el virus de la luna?
—No me hable usted. La grasa de lagarto es peor que una hervida. Tengo la espalda desollada. Es que lleva ortigas, sabe usted; ortigas y mala leche del que inventó el remedio.
—Vaya, ¿y por qué no va usted a un médico? Déjese de curanderos y vaya a un médico. Todas esas cosas que dicen que usted tiene, puede que sean fantasías de los curanderos para sacarle a usted los cuartos.
—Por lo menos esto es más barato. Un médico, un médico... si uno tuviera dinero.
El estudiante señor Aldecoa no deseaba hablar de dinero.
—Bueno, Zaragosí, que se mejore. Ya le he dicho a su mujer que estoy esperando un pequeño giro...
Zaragosí, milagrosamente, era acometido del relajo y se echaba a correr pasillo adelante. El estudiante abría la puerta de la calle tranquilamente y bajaba las escaleras silbando.
Maese Zaragosí volvía a la cocina, se sentaba en una butaca de mimbre y hacía comentarios con su mujer.
—Me parece que de esta luna no pasa el padre del señor Aldecoa sin enterarse de quién es su hijo.
—Eso es lo que tienes que hacer, explicárselo bien en una carta. Decirle que nosotros no vemos un céntimo del dinero que le manda y que se lo gasta por ahí en... —dudó— francachelas. A esto hay que ponerle coto, la vida está muy cara. Si todos los huéspedes hicieran como él, llegaría un momento en que tendríamos que suprimir las comidas.
—Ya, ya.
—Debes escribirle. Que se entere. No vamos nosotros a soportar...
—Sí, mujer, sí. Le voy a escribir, pero antes tengo que hablar con el señor Aldecoa.
Una de las sirvientas de la pensión intervenía:
—Si ustedes le hubieran visto cuando llegó el domingo por la mañana...
Maese Zaragosí hacía un gesto de desagravio.
—Le voy a decir que a mí no me parece mal que se divierta, para eso es joven, pero que tiene que cumplir como los demás. Le diré que si no paga, por lo menos, los atrasos, le escribo a su padre contándole sus andanzas.
—¿Te atreverás?
—¡Qué cosas!
—Es que como se ponga furioso... ¿Tú le has visto furioso? Se pone como poseso del diablo Laurentino.
—Bueno, ya no faltaba más que eso, que yo le tuviera miedo a él o al diablo. En cuanto vuelva de la calle me avisáis. Ya veréis cómo le digo lo que le tengo que decir.
Maese Zaragosí suspiraba, se levantaba del sillón de mimbre y salía al pasillo. La sirvienta y la mujer de Maese Zaragosí conversaban.
—Este chico es un caso perdido —dijo la esposa de Zaragosí—. Va a acabar mal, como aquel otro que tuvimos hace ya años. No sé si tú te acuerdas, uno de Jaén.
—Sí, señora. Pero aquél parecía como más señor que el señor Aldecoa.
—Por ahí, por ahí. Es que los jóvenes de hoy tienen mucho vicio. Todos son iguales. Para cuando se encuentra uno sensato...
—En mi pueblo había un muchacho, así como de la edad del señor Aldecoa. Cosa mala. Acabó en la cárcel. Un día le robaba a su padre un billete de los ahorros, otro día otro, hasta que acabó con todo. Menos mal que se dio cuenta una sirvienta vieja. Si no, les hubiera vendido hasta la casa...
El estudiante señor Aldecoa degustaba diferentes calidades de vinos en la bodega de la calle de Válgame Dios. Entre vaso y vaso, discurría con sus amigos por los ásperos, inmisericordes, caminos de las deudas.
—Le temo —dijo el señor Aldecoa—. Cada vez que me lo encuentro por los pasillos me echo a temblar. Es terrible. Bajo su aparente timidez oculta el corazón de un tigre en celo. Quisiera que le vieseis cuando está alunado. ¡Qué espectáculo! Disculpa cualquier pecado menos la insolvencia. Sé de uno al que tuvo durmiendo durante todo un invierno en un cuarto de baño, pretextando exceso de entrañables huéspedes de su provincia que requerían trato preferente. Es orgulloso y sádico y dice que de su casa nadie todavía se ha marchado sin apagar.
Los amigos del señor Aldecoa practicaban la enología.
—Ángel, dénos de esa cuba.
Eran servidos. Uno de ellos se ponía unas gafas ahumadas y miraba el vaso al trasluz, luego olía, después agitaba el vino, por fin bebía. Daba su juicio.
—Villarrubias de hace dos años. Doce grados. Seda.
Un viejo bebedor que estaba en un rincón, los contemplaba. Se le notaba iracundo. El juicio del enólogo hirió su pundonor de hombre muy entendido en bebidas. Se encogió de hombros y les volvió las espaldas. Dijo, con un tono despreciativo:
—Bueno...
Para él, aquellos jóvenes —ser joven ya era ser enemigo e indocumentado— hacían casi hostil la bodega. El señor Aldecoa le miró con ojo experto. Calibró furores. Maese Zaragosí tenía, como aquel hombre, furores solapados; furores que cualquier curandero admite como prólogo del cáncer amarillo que es mucho más fuerte que el cáncer verde e hirviente, porque ya está reposado y la sangre ha chupado el veneno y lo ha llevado hasta el corazón. El señor Aldecoa recordó que Maese Zaragosí le había explicado un día el parto de un cáncer. Un cáncer, le dijo, y esto es una palabra que no se debe usar porque no es ajustada, puesto que se debe llamar como siempre se ha llamado: un revenido. Un cáncer, cuando se lleva por dentro es como si se pusiera clueco; y si uno se traga, por ejemplo, un hueso de aceituna, pues va a parar allí, y el cáncer lo empolla y lo recubre de una cosa como cristal de oro; por eso, ya lo sabrá usted, hay mucha gente en los pueblos que les mira los interiores a los cadáveres de los que se cree que han muerto de revenido. Cuando yo era mozo se decía allá en mi pueblo que un medio brujo que teníamos se había hecho rico sacándoles el parto del revenido a las gentes. Decían que lo hacía con una sortija de oro de negros, que es el mejor oro para esas cosas. Yo no creo que sea verdad, pero pudiera ser, ¿no le parece?
El señor Aldecoa bebió su vino con parsimonia. Después preguntó la hora. Buena hora para cenar. Pagó su ronda. Estaba pensando que aquello era poco más o menos la fábula de la gallina de los huevos de oro, que la gallina de los huevos de oro era el símbolo del cáncer.
—¿Te vas ya?
—Me voy, pero puede que salga esta noche. ¿Dónde vais a estar?
—No hay dinero. Cada uno en su casa.
El estudiante se despidió y caminó hacia su alojamiento. Iba pensando en Maese Zaragosí. Podía ocurrírsele hablar de la cuenta. Era la luna de mayo y el alunamiento de mayo es el que reviste caracteres angustiosos para los estudiantes. Desde luego es peor el de junio, pero en junio, como no hay remedio, los alunados que tienen pensiones escriben a los padres de sus víctimas o los denuncian en Comisaría.
Cuando entró en la pensión, Maese Zaragosí estaba sentado en el vestíbulo con un periódico entre las manos. Se saludaron.
—Buenas noches, Zaragosí. ¿Ha llegado algo para mí?
El señor Aldecoa pensó que lo mejor era parar el golpe dando falsas esperanzas.
—No ha llegado nada, señor Aldecoa.
—Pues me han fastidiado, hoy que quería salir. Cómo anda Correos, ¿verdad?
—Como todo, señor Aldecoa. Y a propósito...
—Correos es una vergüenza —comenzó a divagar el estudiante—. ¿Se da usted cuenta cómo entregan las revistas que a uno le envían? Las leen todas. Así pasan el rato. Es un servicio de desastre.
—Quería decirle, señor Aldecoa...
El estudiante sintió correr por debajo de su epidermis miles de gotitas heladas. Maese Zaragosí notó que el relajo, el maldito relajo, con la emoción del momento le iba a crear una situación de inferioridad. Miró dolorosamente a su huésped.
—Está uno tan enfermo, está uno tan gastado. Bien quisiera ir a un médico.
—Eso es lo que debe hacer usted. Los médicos le arreglarán.
—Nunca me he fiado de los médicos. Siempre, porque allá en mi pueblo es lo que se ha hecho toda la vida, he preferido los remedios caseros. Claro que administrados por gentes entendidas, porque yo desde luego nunca me he puesto en manos de charlatanes, pero ahora...
—Si usted no conoce a ninguno yo le puedo recomendar uno muy amigo mío. Sabe bastante. Yo le recomiendo y hasta le puedo acompañar si usted quiere.
—Sí, sería cosa de pensarlo, ¿no le parece? ¿Y costará mucho?
—Mire usted, con decirle que es amigo mío, es casi bastante. Ya verá, lo deja a usted como nuevo.
—Pues sí que me convenía.
Guardaron silencio. Maese Zaragosí habló:
—Y dice usted que me arreglaría el relajo.
—Pues claro que se lo arreglaría, lo mismo que los temblores que le dan.
—Bueno, el «tres» no me preocupa tanto porque ya le he cogido el tranquillo. Pero el relajo... Me quitaría veinte años de encima.
—Hombre, tanto como eso. Está muy bien. Eso es molesto, pero nada más.
—Más que molesto, señor Aldecoa, se lo digo yo.
—Claro, usted lo sabrá mejor, pero yo creo...
—Usted no se imagina lo que es esto. Lo desmoraliza a uno.
—No sea exagerado, Zaragosí.
—Sí, sí, exagerado. Lo que le digo.
—Algo exagera, estoy seguro.
—Quite usted; con decirle que he podrido el colchón.
—Eso no es grave.
—Mi mujer, usted me entiende, no lo puede ya aguantar. Claro que son muchos años.
—¿Cuántos lleva usted casado?
—Más de los que usted tiene.
—Pues ya lleva.
—Me casé cuando salí del servicio y desde entonces ya ha llovido...
—¿Dónde hizo el servicio?
—En el primero de Cazadores de Luchana, mandado por don Pascual Lahoz, todo un caballero. A los soldados nos quería como a hijos. Me acuerdo que una vez entró en las cocinas y vio que la carne no era buena y mandó a un castillo a todos.
—¡Qué tío!
—Sí, era una gran persona, un caballero. En África se portó como un valiente.
—¿Usted ha estado en África?
—Pues no voy a estar... Beni Aros y todo eso lo conozco yo de memoria. Usted no había nacido.
—Yo nací dos años después.
—Entonces yo trabajaba en las minas. Se ganaba un buen jornal. Cuando me tocó me llevaron a África. África en aquellos tiempos era algo muy serio. Fíjese, poco más o menos con la edad de usted. Yo si me hubiera dado por lo militar hubiera hecho carrera o, ¡quién sabe!, a lo mejor no, y estaba ahora dando calor a una higuera.
—¡Quién sabe, Zaragosí!
—Dice usted bien. La vida es muy rara, pero eso se sabe después. Claro que ustedes los que estudian lo saben antes, pero de todas formas les cuesta enterarse.
La esposa de Maese Zaragosí apareció por el pasillo con el gesto alegre. Daba la entrevista por resuelta. Dijo:
—Señor Aldecoa, que se le va a quedar frío el primer plato.
—Ahora voy.
Maese Zaragosí y el estudiante guardaron un momento silencio. Después, Maese Zaragosí dijo:
—Vaya usted a cenar. Lo primero es cumplir con el cuerpo.
El estudiante se sonrió. El estudiante se fue satisfecho hacia el comedor. Maese Zaragosí comenzó a liar un cigarrillo de espliego, raíz molida de falso espinacardo y pelillo de cardo de María, para sahumar el alacrán rabioso que se hospeda en los bronquios.