Juega alfil

Doña Francisquita era la virtud; la ebúrnea, achaparrada e inasequible torre de la virtud. Llegaba sobre las once al café, pedía su tila y comenzaba a horrorizarse tan ricamente y de consuno con su peón de brega y marido don Fortunato. Entre condena y repulsa se refrescaba la maternal, también briosa, pechuga a golpe de abanico. Doña Francisquita era una viciosa de la virtud como otras gentes son virtuosas del vicio y se las saben todas. Don Fortunato de vez en cuando rebuznaba una aquiescencia a la plática de su señora mientras cargaba la andorga de anís.

—Ésta es la tercera y la que paga las consecuencias es una servidora. Luego no te quejes de la barriga.

—No me quejo.

—¡Que no te quejas! Y te pasas la vida en el váter. Doña Francisquita torció la boca en la confidencia:

—Mira, Fortu, mira al zorro cómo se acerca a la zorra... Qué vergüenza. Mira, hombre, mira y no te distraigas...

—Ya, ya...

—Pero no ves cómo el camándula se ha cambiado del velador a la mesa... Pero qué asco... Si será asqueroso el tío gorrino... Y ella... ¿Qué me dices de ella? Con todo ese escotazo que se le ve hasta...

—Ya, ya... —dijo el observador don Fortunato.

—No la mires —ordenó doña Francisquita—. No mires esa basura... Y qué gestos tan provocativos y qué indecencia... Y no es ella sola, que viene por aquí cada una... Claro, como el dueño hace negocio, pues chitón... Y luego que nadie protesta, porque se ha perdido la dignidad, la vergüenza y todo lo que hay que perder...

—Eso...

El alfil encendió un cigarrillo con cinematográfico ademán y lanzó el humo volviendo el labio inferior. Cruzó las piernas y ladeó la cabeza. Encarnita acusó la estima rebuscando nerviosamente en su bolso.

—Una casa de esas... —dijo doña Francisquita—. Peor que una casa de esas...

—Peor, peor —confirmó don Fortunato.

—Y el caballo blanco tirando de la oreja a Jorge sin enterarse... Desde luego la tía tiene hígados... Y delante de todo el mundo, sin respeto para nadie...

Los ojos del alfil recorrían el espejo, bajo el que estaba Encarnita. Los ojos del alfil dejaban una baba negruzca por los salones hacia el infinito. Encarnita sentía que la baba caía del espejo, cálida y viscosa, y le alcanzaba la espalda y le fluía por la columna vertebral hasta perderse bajo su vestido.

—¡Huy! —dijo Encarnita—. Cerillero, Domingo...

—Pero cómo está el mundo —dijo doña Francisquita—. Todo podrido, nauseabundo y lleno de mierda.

—Desde luego —abundó don Fortunato.

—Y eso de «Reservado el derecho de admisión» como todo, en el papel, pero sin cumplirse —dijo doña Francisquita.

Cuentos 1949-1969
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