En la gruta psicodélica
La ornamentación del techo estaba compuesta por múltiples ubres de telas de colores de las que pendían largos pezones o estalactitas sobre las cabezas de los habituales. Se suponía empolvada toda aquella ropavejería y, tal vez, recorrida en permanente exploración por insectos parasitarios. El mostrador estaba bien abastecido de caleidoscopios y la cristalera, tras los anaqueles de las botellas, fulgía cruórica, clorofílica, cítrica. Una luz cambiante y retadora llevaba y traía las sombras por los rincones. Los rostros de la clientela se enmascaraban diabólicos, cadavéricos, místicos. El joven vikingo que servía en el mostrador componía las bebidas mesándose, distante y huraño, las largas barbas rubias.
Los cuatro jinetes de la barra del mostrador conversaban lánguidamente más atentos a la música que a sus propias palabras. La mujer preguntaba:
—¿Y Genoveva?
—Aburriéndose, hermana.
—¿Y por qué no deja al viejo?
—Algo tendrá el viejo.
Las chirimías y las guitarras electrónicas zumbaban en la melopea. La voz del cantante, nasal y ambigua, recorría los versos monótonos y repetidos. Uno de los jinetes se llevó el cercano caleidoscopio al ojo derecho y lentamente, como un niño, fue componiendo simétricas vidrieras de inmediata destrucción, hasta que se cansó.
—¿Y Genoveva y tú? —preguntó la mujer.
—¡Genoveva y yo! —dijo el preguntado exclamativamente—. Lo único que hago es aguantar frases de Montesquieu y versos de poetas. De vez en cuando, Amadís me da por añadidura un consejo.
—Debe ser divertido —dijo irónica la mujer con la cara enrojecida por la luz.
—Muy divertido —respondió desde la penumbra la voz apagada del dialogante.
Calmosos bebían zumos de frutas y vodka. Uno de ellos batía el mostrador con la palma de la mano. La mujer agitó la melena roja, al instante verde, de inmediato amarilla y pareció asperjar anilinas por la gruta.
—Quítasela —dijo suavemente.
—El viejo tiene entre manos un negocio. Es mejor esperar.
—¿A qué?
—No lo sé. Tengo que pensarlo.
—Cobarde —dijo alegre y sarcástica la mujer—. Gran cobardón.
—Somos amigos.
—Qué razón tan tonta —rió la mujer.
—Sí, pero es una razón.
—Él no pondría esa disculpa.
—Tal vez sí, tal vez no. Yo qué sé.
—Diría algo mejor.
—Por supuesto. No sé citar poetas ni decir otras frases que las mías.
La mujer cascabeleó sus largos collares superpuestos y recogió un poco su falda de adivina para bajarse de la banqueta.
—Buenas noches y hasta luego. ¿Vosotros venís? —preguntó a los jóvenes silenciosos—. ¿Tony, Juan?
—Desde luego, Rita —respondió uno de ellos.
—Piénsatelo bien, chico. No vayas a seguir —se volvió la mujer desde el umbral— de escudero todo el invierno.
—Descuida —contestó fugazmente el joven amigo de Amadís.
El barman vikingo, cuando salieron, se mesó las barbas furioso.
—¿Por qué tiene que meterse en tus asuntos?
—No sé.
—Cógela o déjala. Haz lo que te parezca, pero por ti mismo.
—Tienes mucha razón.
Guardaron silencio. La música y las luces, las botellas y la ornamentación del techo, las pinturas curvilíneas de las paredes y los caleidoscopios del mostrador, hacían de la gruta psicodélica algo que recordaba a las farmacias del siglo XIX con sus carilloncillos de las puertas y frascos de los anaqueles, a las viejas barracas de feria pintadas de crudos y con techos almohadillados por retales de colores, a las tiendas pobres de antigüedades con su surtido de telescopios y catalejos.
El joven amigo de Amadís y el joven vikingo comenzaron a sonar los dados sobre el mostrador.