V
Ramón baja la escalinata silbando. Lleva el mono desabrochado de cintura para arriba. Muestra un tórax moreno y velloso. Es un hombre fuerte, bien musculado, de pelo castaño y rizo, de la forma y el color de la escarola pasada. Se ha dejado un bigote pardo muy perfilado, que, juntamente con las patillas cortadas en punta, lo achulan, lo acanallan, lo enfoscan. Contará algunos, pocos, años más de treinta. En los brazos remangados luce tatuajes absurdos: una monstruosa cabeza de mujer, un lagarto, que es su orgullo, y un emblema del Tercio. El lagarto parece correr cuando él juega sus músculos.
Ramón llama a su madre abuela y a su padre, viejo. María y Pío depositan en él una admiración rayana en la adoración. Su palabra es ley. Si él llega enfadado y dice que la comida está mal, la comida está mal y no hay que darle más vueltas. María se lleva un disgusto. Pío siente apoderarse de él el miedo y procura escapar. Agustina, su mujer, se hace la desentendida riñendo a sus chicos, que se llevan —porque de alguna forma tiene que descargar los nervios— unos azotes injustos, ruidosos, espectaculares. Ramón tiene mal vino y por eso se cuida sabiendo las consecuencias. Bebe tres, cuatro vasos y a casa. En casa se está mejor que en cualquier sitio. Los atardeceres de verano, si no hay alguna chapucilla a la vista para arreglar el jornal, él se entretiene con el perro Chal, quitándole las garrapatas o llevándolo al río a remojarse. Los niños son entonces felices: Chal ladra, corcovea, muerde el aire. Los niños aplauden, le tiran de las orejas, le hacen revolcarse. Ramón coge en brazos al pequeño Mariano, que, desde este trono, se siente superior a sus hermanos e imparte órdenes, que se cumplen a rajatabla.
Ramón, hoy sábado, baja la escalinata silbando. El primero que se apercibe de su llegada es Mariano, y corre hacia él.
—Padre, padre.
Emilio y la Casi levantan la cabeza. Ha llegado el momento difícil: si Mariano, con espíritu de venganza, habla del río, las cosas pueden complicarse. Mariano no dice nada, no se venga, pide dinero.
—Dame diez, padre. Dame diez, anda. Dame diez...
Y modula toda una escala para arrancar diez céntimos, que va desde la brusca voz de mando a un tono mendicante, persuasivo y vicioso.
El padre inquiere.
—¿Dónde está tu madre?
—Ha salido. Dame diez, hombre, dame diez.
—Ya te lo voy a dar. ¿Y dónde ha ido?
—No sé, la abuela sabe.
Emilio y la Casi, sin hablar, extienden las manos esperando el reparto. Mariano se pone delante, empuja a sus hermanos, no deja andar a su padre. El le vio primero y es muy justo que él reciba los primeros diez céntimos. Ramón saca del bolsillo una moneda de dos reales y se la ofrece a Emilio.
—Los administras tú. No te quedes con todo, que hay leña.
—Bien, padre.
Mariano aprieta los labios y a punto está de hacer la delación al sentirse herido y menospreciado. La Casi, le coge de la mano.
—Vamos, Mariano.
Suben los niños por la escalinata como gigantescos y simpáticos saltamontes. María, desde la puerta del chamizo, contempla la escena. Ramón saluda.
—¿Qué hay, abuela? ¿Dónde se ha ido Agustina?
—Fue a una casa, que le han llamado para la limpieza.
—Ya —chasca la lengua—, ya... Si me lo dijo ayer. Y el viejo, ¿qué?
—Ha ido a la barbería. Hoy es su cumpleaños. Me ha encargado que te pida cuatro pesetas, que quiere convidar a sus amigos.
—¿Y por qué no me las pide él?
—Es que le da azaro.
—De otras cosas le debiera dar. Hoy se va a llevar un disgusto. Le he hablado al capataz para ver si le encontraba algo, y me ha dicho que desde el lunes se puede presentar a trabajar. Once pesetas. No está nada mal.
—Vaya, por fin.
Madre e hijo quedan callados. El perro Chal, que ha debido andar vagabundeando por la orilla del río, sube desde el paseo moviendo rítmicamente la cola y los cuartos traseros, agachando la cabeza, husmeante y mimoso. Ramón le palmea el lomo. María pregunta a su hijo.
—¿Te vas a lavar?
—Sí.
En una palangana desportillada Ramón se asea. Así le sorprende su mujer cuando llega. Agustina es aún hermosa, aunque le cuelgue el pecho mantecoso y las caderas se le hayan ensanchado en demasía y las piernas hayan perdido con el trabajo su prístina forma delicada, haciendo aparecer rotundos los músculos. En el rostro de Agustina hay algo de fruta no madurada normalmente. Un algo indefinible como si hubiera pasado de un lozano y fresco verdor a un reblandecido y enfermizo color de sazonamiento apresurado; algo que se relaciona íntimamente con el hospital, la alcoba mal ventilada y la atmósfera irrespirable de un invernadero. Agustina se sienta rendida en la piedra de la puerta y el agua de la palangana que Ramón arroja de golpe se filtra y deja la sucia espuma del jabón flotando sobre la tierra en burbujas.
—Estoy rota —dice Agustina, y sus ojos se paran en el suelo del umbral de la casa, se le hinca la mirada como queriendo dejar la cabeza sin paisaje, sin luz, también sin preocupaciones.
—Estoy rendida —repite Agustina y suspira.
Ramón se seca con una toalla diminuta y recosida que le ha ofrecido su madre, y con tal sordina sobre el rostro le habla.
—Déjalo si no puedes. Pasaremos con lo que sea. Siempre habrá algo que comer.
Siempre hay algo que comer en el solar y la madre de Ramón lo anuncia.
—A ver si tu padre viene pronto, que ya es hora.
Y ya es hora para que un obrero que entra a trabajar a las dos de la tarde coma. Los niños bajan descascarillando simientes de girasol las escalinatas.
—Abuela, ha dicho el abuelo que comamos, que él llegará un poco más tarde.
—Abuela, el abuelo está con sus amigos en casa de Floro.
—Abuela, el abuelito nos ha dicho...
María desde el interior del chamizo anuncia:
—Vamos a comer. Dejadle, que hoy es su cumpleaños.
Pío celebra entre tanto el veintisiete de abril con sus buenos amigos.