VIII
Florencio Ruiz tiritaba de fiebre cuando dejó de trabajar en el vertedero. Le dolían las espaldas y sentía en el cuello como un agarrotamiento que le impedía volver la cabeza a uno y otro lado. Florencio Ruiz tiró el bieldo sobre el montón de basura, y con las manos apoyadas sobre los riñones entró en su casa. Su mujer le preguntó qué le pasaba. Florencio le respondió:
—Un baldamiento de la humedad y tortícolis.
—¿Te doy friegas?
—¡Me das leche! —contestó, de mal humor.
—Peor para ti, digo yo.
—¿No ves que no puedo ni moverme? Prepara dos botellas de agua caliente, que me voy al catre.
Dolores puso inmediatamente una olla con agua a hervir. Desde hacía mucho tiempo no encontraba a su marido de un genio tan áspero. Dolores se interesó por los males de Florencio.
—¿Te duele el pecho?
—Me duele todo.
—¿Y de qué crees que será? Porque otras veces has trabajado lloviendo, y tan campante.
—Será que me hago viejo. Además, tengo metido el tufo de la pringue en los bofes, y me da asco hasta tragar saliva.
—¿Quieres que ponga unas hojas de eucaliptos?
—Quiero que me dejes tranquilo.
—Estás que no hay quien te aguante.
—Pues no me pongas peor de lo que estoy.
Dolores sabía que cuando Florencio se quejaba y el genio se le alborotaba, algo andaba muy mal. Rememoraba el tifus de Florencio como una enfermedad que comenzó en una paliza. Recordaba la viruela de Florencio con un principio de rotura de objetos y pérdida de un diente de su mandíbula superior. A Florencio enfermo había que llevarle la corriente. Se enfadaba porque se sentía mal y le fastidiaba que los demás se interesasen por él y le hicieran preguntas. Dolores se limitaba a observarle. Florencio se cambió de calzoncillos para meterse en la cama, lo que hizo pensar a su mujer que se avecinaban días de enfermedad y de preocupaciones. En cuanto el agua hirvió, Dolores se apresuró a llenar con ella dos canecos de ginebra, que llevó a su marido. Se los envolvió en trapos, para que no le quemasen. Florencio estaba en plena tiritona.
—¿Te hago algo caliente para tomar?
Los dientes le castañeteaban al responder.
—Búscame la bacinilla, que vomito.
El Remedios y Julita se habían ido al cine. Por la carretera, cogidos del brazo, se zureaban como dos novios. La película les había emocionado. El protagonista volvía de la guerra y encontraba a su mujer vacilante ante un nuevo amor. El protagonista recuperaba a su mujer a fuerza de tesón, hombría y cariño. La cinta estaba muy cortada, y delante de sus butacas, una mujer que llevó a su criatura al espectáculo, cuando ésta lloraba, le daba el pecho y la repetía de un modo monótono y molesto: «Hija mía, hija mía, hija mía... Aaá..., aaá...» El Remedios quiso protestar, pero Julita no le dejó. Julita le dijo:
—Tiene derecho la mujer a traerse su crío.
—Sí; pero no nos enteramos de nada.
—¡Y qué más da!
Julita le había cogido la mano con mucha fuerza y amor.
La tía los recibió en la puerta de la casa. El gesto sibilino, la voz conspirativa, los ojos fulgurantes.
—Al tío no le digáis nada. Está en la cama, rehilando como un moribundo. Le ha pillado un frío. Ya sabes, Julita, que cuando anda mal de salud se pone rabioso. Si os dice alguna intemperancia, no le hagáis caso.
Julita y El Remedios pasaron a ver a Florencio.
—¿Qué tal va eso? —preguntó El Remedios.
—Molido.
—Péguese un lingotazo de coñac. Mañana, como nuevo.
—¡Que te crees tú eso! Esto va para largo. Vas a tener que acompañar a las mujeres en la recogida.
—Muy bien.
—He querido hablarte estos días del asunto. Podías ir a un tercio con nosotros. Ya sabes que no se gana mal. A última hora es mejor trabajar en la basura que no trabajar.
—Muy bien; cuando se ponga bueno, ya hablaremos.
Florencio Ruiz estaba todavía boca abajo. Sus brazos, delgados y velludos, en torno a la almohada. Una babilla le había humedecido la funda de la almohada, donde pegaba la boca.
—Te tienes que cuidar, Florencio. Estás muy delgado. Tú no te has visto...
—Ya me cuidaré cuando tenga tiempo.
—Allá tú. Contigo todo es inútil. Siempre haces lo que quieres...
—Eso es un decir.
Dolores se frotaba las manos. Luego se quitó el vestido. Se quedó en combinación. Una combinación de color negro, repasada por muchos sitios. Así se metió en la cama.
No había amanecido y ya estaba El Remedios trabajando. Poco después se levantó Julita. El Remedios estaba ojeroso y demacrado. Julita le preguntó:
—¿Qué te pasa, hombre? ¿Te sentó mal el madrugón?
—La falta de costumbre. Estoy amañanado.
—Toma una copa de aguardiente.
—Después. Ahora voy a sacar el carro y enganchar la bestia.
Dolores, Julita y El Remedios se desayunaron con aguardiente y bizcochos duros, que la tía mojaba en su copa y luego se comía.
—Échame otra copa, Julita, que ésta se la ha tomado el bizcocho.
La misma gracia era repetida todas las mañanas por Dolores antes de salir al trabajo.
Por la cuesta bajaban los carros basureros. En el primero, sentado sobre una vara, iba El Remedios canturreando. A sus espaldas, Julita y su tía charlaban. El Remedios se sentía más hombre que nunca. Dijo:
—A las mujeres las debían cortar la lengua en el bautismo.
—Vaya, hombre. Y a vosotros, ¿qué os debían cortar?
El Remedios no respondió. Dio un palo a la burra y siguió canturreando. Tía y sobrina se miraron. Dolores bisbiseó:
—Igualito a tu tío.
—Pues hay suerte.
Al pasar el puente El Remedios escupió al Manzanares. Al pasar por el gran mercado se sorprendió de aquella actividad de hormiguero, de aquel continuo ir y venir tropezando entre gritos, palabrotas, denuestos. Se dio cuenta de que trabajar no era un mérito, que había gente, mucha gente, que estaba en pie antes que él para sacarse el jornal.
En el ánimo de El Remedios daba sus últimas boqueadas el sapo sochantre que canta para los holgazanes. Le entusiasmaba saberse un trabajador, un obrero que gana su pan saliendo todas las mañanas al trabajo. El carro se cruzaba con las gentes que iban a sus ocupaciones. Creía advertir en las miradas de algunos un como saludo de bienvenida. «Bien venido, Remedios», le decían aquellos ojos. «Ya eres uno más.» El Remedios tendría de aquí en adelante argumentos que emplear en las tabernas de la orilla del río, en los debates de mostrador. Argumentos que él imaginaba que podían empezar así: «Uno, que es un productor, o como quieras llamarle; uno, que sale todas las mañanas, haga frío o calor, truene o diluvie, a ganarse el jornal...» El Remedios azuzaba a la burra sin cesar, porque era un novel en la recogida de la basura. Dolores le tuvo que advertir:
—Déjala, hombre; no la angusties, que ella va a su paso.
La lección no la tomó a mal. Espació los golpes a la burra y se puso a cantar un tango, viejo y arrumbado en su memoria: «Sola, fané y descangallada, la vi esta madrugada...» Detuvieron el carro en una calle alta. Dolores le indicó que esperara allí hasta que ellas bajaran con la basura. El Remedios, solo, se sentía inquieto. Le hubiera gustado hablar con los transeúntes. A uno que se quedó mirando un rato la burra no pudo menos de decirle, a guisa de saludo:
—Frío, ¿eh?
El transeúnte hizo un gesto con la cabeza y siguió adelante. El Remedios lió un cigarrillo y, sentado en la vara, moviendo las piernas, fumaba tranquilamente, dando grandes chupadas y contemplando el humo que lanzaba de la boca. Un guardia municipal se acercaba a pasos cortos, el rostro mostrando su aburrimiento. Al llegar a su altura, le dijo:
—Buena vida.
—Vaya.
—Éste, ¿no es el carro de Florencio Ruiz?
—Del mismo. Yo soy su sobrino.
—¿Y qué le pasa a él para no venir?
—Un enfrío.
El guardia siguió caminando. El Remedios tiró la colilla al suelo. Luego se bajó del carro y la pisó. Se frotó las manos y sopló en ellas. Dolores y su sobrina aparecieron con los sacos rebosantes.