Los hombres del amanecer

El andarríos volaba rascando el juncal. Daba su grito: «Ui-er, ui-er, ui-er.» Bajaba el agua turbia, rápida, enemiga. En el confín de la mirada el río parecía remansarse y ennegrecer. Junto a los árboles quedaban las últimas, vagarosas huellas de la noche huyendo por los caminos trincherados, por los surcos profundos, por el verde túnel de la carretera hacia el oeste.

Agua, árboles, pájaros, luz. Dos hombres caminaban muy despacio. En el puente se pararon y quedaron escuchando. Golpeaba el río en los pilares; sonaban sus golpes como una sucesión de palmadas. Glogueaban los remolinos, y en las tollas, donde se fijaba la espuma, el quebrado son del roce de los palos y las ramas arrastradas era vencido por el veloz rumor de la corriente. Lejano ya el grito del andarríos, siseantes las hojas de los árboles, movidas por el vientecillo de la amanecida, la luz, filtrándose a través de las nubes ovilladas, blancas y sucias, también daba en el amanecer su sonido. Un sonido metálico que invadía el campo y lo hacía chirriar.

—Es buena hora —dijo uno de los hombres—, y con suerte podemos estar de vuelta antes de las diez.

Después escupió al agua. Continuaron andando. Andaban lentamente. Eran viejos.

—Cristóbal, ¿por qué cuentas los pasos?

—Es mi costumbre, Lino.

Contaba sus pasos. Era su costumbre. La tapia del cementerio, que hacía más de media hora que habían dejado atrás, tenía 1.930 pasos hasta la caseta de arbitrios. Lo sabía muy bien. En pocos podía equivocarse. Perdía la cuenta al saludar al empleado, amodorrado, ojeroso, seguramente con un aliento nocturno como el olor de los perros sin amo. El empleado tiritaba, descompuesto, amañanado. Le habían saludado. Les contestó bruscamente. Luego se dulcificó: «Buena caza», les dijo.

Cuando Cristóbal se levantó para salir al campo, la casa estaba en silencio; silencio cuarteado por la fuerte respiración de su mujer. Procuró no despertarla. Llegó a la pequeña cocina y se lavó en el fregadero. Preparó su desayuno. Bostezaba de hambre y sueño. Estuvo esperando a que la leche se calentara, apoyado en la mesa, escalofriándose de vez en vez, dejándose escurrir el sueño, según creía, hasta los pies. Hizo algún ruido. Escuchó la voz de su mujer: « ¿Ya te vas, Cristóbal?» «Ya me voy», había contestado. «Que haya suerte.»

Se había encontrado con su amigo Lino bajo la gran farola de tres brazos de la glorieta de su barrio. Lino vivía solo. Al anochecer del día anterior le había dicho Cristóbal: «No te retrases, Lino; no bebas mucho, que mañana hay que tener el ojo listo.» Lino le respondió: «Se hará, se hará.» Luego se metió en la taberna a beberse unos vasos de vino mientras miraba con sus ojillos de pájaro miedoso la fuente de la cerveza y el vermut, que le asombraba con su brillo argentino y su águila herida en la terminación. Se pellizcaba sin cesar las manos, como si estuviese jugando al pizpirigaña. El tabernero le conocía de antiguo. «Qué, Lino, ¿mañana de caza?» «Mañana.»

Se encontraron bajo la gran farola de tres brazos. Se saludaron. Cristóbal preguntaba por las herramientas: « ¿Has traído la azada grande, el saco grande, la caja del agujero pequeño...?» Luego echaron a andar. Cristóbal comenzó a contar los pasos. Lino empezó a meditar en la razón por la que su amigo contaría los pasos.

Las calles estaban solitarias. Los pasos resonaban hostiles. La luz de los faroles, distanciados, taraceaba la calle de grandes obleas luminosas y zonas de sombra. Sombras que en las últimas horas de la noche infunden sensaciones de miedo y desamparo.

En la carretera el bisbiseo de Cristóbal se tornó más claro: «Doscientos veintitrés, doscientos veinticuatro...» Del puente, siguiendo el curso del río, que se enlagunaba cercano, partía un sendero por el que los hombres bajaron. La tierra estaba húmeda. Las huellas de sus pasos se extendían tras ellos. El sendero se estrechaba entre dos filas de espinos. Cristóbal se arañó una mano. Se agachó a coger un poco de barro y con él frotó el arañazo.

—Cicatrizará antes —dijo.

—Seguro.

Continuaron caminando. El sendero se perdía en el juncal. Lino dejó el saco en el suelo y se apoyó en la azada. Cristóbal hablaba. Calculaba que la tormenta del día anterior podía haber hecho que la caza, su caza, se retirase hasta los ribazos altos. Echó un palito en el remanso del río y lo contempló. El palo, lentamente, comenzó a girar. «Está subiendo el agua —pensó—, ha debido descargar mucho en la montaña y todavía puede que esté cayendo; no podemos volver por el vado del Fraile, tendremos que dar la vuelta por el pueblo.» Hizo un gesto de desagrado.

No les gustaba acercarse al pueblo. Siempre les preguntaban demasiadas cosas: « ¿Qué lleva usted ahí, buen hombre? ¿Qué buscan ustedes en la charca, que se les ve por allí muy ocupados?» Al principio contestaban: «Setas. Se dan unas setas que se venden muy bien.» « ¿Setas? ¿En la charca setas? ¡Qué cosas!»

Lino había puesto nombres raros a los canales en los que se dividía el río. Por eso decía:

—Si nos metemos por el Canal de los Tres Colores saldremos antes al de la Novia del Martín Pescador; de allá podemos tirar hacia los ribazos asentando el pie.

Se metieron por el Canal de los Tres Colores, saliendo al de la Novia de Martín Pescador, y subieron a los ribazos. Llevaban los pantalones recogidos sobre las rodillas. Dar un traspié equivalía a ponerse como una sopa, y lo comentó alborozadamente.

—Lino, hay que echar una ojeada con tiento. Nada de espantarlas. Hay que recoger una buena remesa.

La palabra remesa le encantaba a Lino, porque todos los negociantes serios de la ciudad hablaban de remesas.

—Sí, Cristóbal, hay que coger una buena remesa. Hay que sacar un montón de duros. Una remesa nos venía tan bien como la lotería. Los negocios son los negocios.

Comenzaron a buscar. El cielo se iba despejando. Las islas de conformaciones extrañas atraían la atención de Lino.

—Lino, no te distraigas. Deja el cielo y mira a la tierra, que es donde está el con qué de cada día...

—Es que está tan bonito...

Lino buscaba entre las piedras. Levantó la voz.

—Aquí hay una. Se ha metido bajo esta piedra. Vente de prisa.

Acudió Cristóbal.

—Prepara la caja. Ahora ten calma. Ya no se escapa.

Lino estaba entusiasmado.

—Empezamos bien; hay buena caza.

Cristóbal armó una pequeña horquilla que llevaba envuelta en unos papeles. La operación fue fácil. Estaban muy adiestrados.

A las diez de la mañana se dieron por satisfechos. Habían cogido nueve víboras. Estaban retorciéndose en la caja del agujero pequeño. Se las veía a través de la tela metálica.

—Son muy bonitas, ¿verdad? —dijo Lino.

—A mí me dan asco y no me parecen bonitas; pero su dinero valen. Ya es hora de hospar de aquí. El sol está alto.

—Sí, ya es hora. El agua va creciendo y habrá que tirar por el pueblo.

Lino cargó con la caja de las víboras.

—En el pueblo podemos tomar un trago y almorzar algo, ¿no?

—Sí, hombre.

Por los ribazos, dando a veces saltos demasiado largos para ellos, se encaminaron al pueblo.

El río se extendía más y más. En el pueblo, en verano, no se podía parar de mosquitos. Todos los habitantes eran palúdicos.

—Hay más mosquitos que en el mismísimo infierno. Los hay como puños. Cualquier día se los comen a todos. Fíjate que un día entras en el pueblo y no ves más que el andamiaje de los tíos, porque los mosquitos se han llevado la carne. Tendría su gracia, Cristóbal.

Cristóbal no contestaba. Siempre estaba sumido en operaciones matemáticas. Ahora calculaba lo que podrían darle en el laboratorio por las víboras. Si está don Rafael, cuatro por nueve treinta y seis, y un duro de propina para cada uno. Si el conserje se pone a regatear nos llevamos el género y volvemos al día siguiente, hasta que nos encontremos con don Rafael. Alguna de las víboras se morirá, pero de todas formas saldremos ganando.

Iban llegando al pueblo. Era un pueblo de molinos de agua. Casi la mitad de la población se dedicaba a las labores de la molienda. Les llevaban el grano de todos los pueblos y aldeas de los alrededores. Y vivían de los molinos, de la pesca, de unos ribazos donde cultivaban maíz y del ganado, inverosímilmente flaco, que pastaba por los alrededores del río.

El pueblo era negro. Las calles siempre estaban embarradas. Por medio pasaba un brazo de agua, que a veces solían secarlo con un juego de compuertas, y se hinchaban de coger cangrejos y anguilas. Anguilas gigantes, del grosor del brazo de un hombre, que luchaban con los pescadores rabiosamente, hasta la muerte.

Se habían plantado eucaliptos en los últimos tiempos, y el aroma de éstos, juntamente con el olor del cieno y el de los excrementos de los animales, inundaba las calles en calma y cristalizaba, hasta que al paso de alguna persona se rompía la cristalización y se levantaba de nuevo el hedor diferenciado hasta un inmediato y esperado reposo.

Una vieja estaba sentada en una silla muy pequeña, pegada al portal de su casa. Junto a ella jugaban unos chiquillos medio desnudos, sucios y moqueantes. La vieja miró a Cristóbal y a Lino con curiosidad; en seguida volvió a su labor. Uno de los chiquillos se rascaba unas costras en una pierna.

—Deja eso, chacho, que te las vas a extender.

—Es que me pica mucho, abuela.

—Más les pica a los que están en el infierno, que es donde tú vas a ir como seas tan desobediente.

El chiquillo la miró con temor. Cristóbal y Lino se acercaron a la taberna. Un hombre gordo y amarillo estaba sentado a la puerta fumando tranquilamente.

—¿Qué hay de bueno?

—Pónganos un cuartillejo de vino y si tiene algún pez nos lo saca con unos cachos de pan, que tenemos hambre. Lino sonreía. En la taberna ponían los peces de una forma especial: los tostaban mucho y se podían comer hasta las espinas; así se les quitaba el sabor a barro de la charca.

Les sacaron el vino y unos peces del día anterior refritos.

Se disculpó el tabernero.

—Todavía no han venido los chicos con la pesca de hoy. Con la crecida los van a coger por arrobas.

Habían dejado la caja de las víboras en un rincón, tapada con el saco. De vez en vez, mientras comían en silencio, Cristóbal le echaba el ojo. Vigilaba y seguía calculando.

Terminaron con los peces, el pan y el vino. Preguntaron cuánto debían. Cada uno puso la mitad del dinero.

A la salida del pueblo el camino cruzaba un puentecillo cubierto totalmente de hiedra. Lino se paró un momento.

—Aquí debe haber caza. Tiene buen aspecto.

Se extendió en un largo monólogo sobre los cazaderos, sobre su flora, sobre los vientos que debían darles.

El campo verde, con los cultivos todavía en bozo, acaba en los límites de la ciudad. Altas chimeneas de fábricas expeliendo un humo denso y negro. Casas primeras de un rojo apagado en los tejados, de blancas fachadas. Remotas las torres de las iglesias. Azuleando la estación del ferrocarril. El paisaje se contemplaba como a través de un cristal.

Avanzaban lentamente. Lino hablaba, y hablaba:

—... el viento de la caza ha de ser a medias caliente, a medias fresco, que las haga salir de las cuevas y que las tenga como entumecidas en el campo...

Entraron en la ciudad.

—Tú me esperas —dijo Cristóbal— en la bodeguilla, en tanto yo subo a casa a ponerme una corbata, que da representación.

Se separaron. Cuando se volvieron a encontrar, Cristóbal parecía un señor. Lino le miró con cierta admiración. Pensó que Cristóbal sabía mucho del arte de negociar.

En el laboratorio don Rafael les dio una mala noticia.

—No necesitamos más víboras en una temporada. Tenéis que traer otra cosa. Ratas, por ejemplo. Las alcantarillas están llenas y es fácil cogerlas. Se pagan muy baratas, pero podéis compensar el precio con la cantidad que os admitiremos. Nada de víboras, ratas, que ahora necesitamos muchas.

—¿Y qué hacemos con la caza de hoy?

—No os la puedo comprar. Lo siento. Traedme esta tarde ratas y veré de hacer una cuenta redonda con el trabajo de esta mañana, para que no quedéis descontentos.

Se despidieron. Caminaron en silencio. De pronto Lino dijo:

—¿Ratas? A mí no me gusta cazar ratas; es un oficio asqueroso. Yo no cazaré ratas.

—Pues tendrás que cazarlas. Si le sobran víboras hay que cazar ratas, hay que trabajar. No se puede uno cruzar de brazos. Hay que trabajar; lo mismo da cazar ratas que víboras. Acuérdate cuando nos encargó avispas...

—Aquello era distinto. Se estaba en el campo. Las alcantarillas no traen más que enfermedades. El aire de las alcantarillas reblandece las telas de dentro del cuerpo y un día amaneces con algo gordo que no te sale con nada y te mueres.

Lino llevaba la caja de las víboras. Cristóbal contaba sus pasos.

—Las ratas —preguntó Lino— ¿a qué hora se cazan? ¿Hay que madrugar?

—No, las ratas tienen su hora al atardecer. Comenzaremos esta tarde en el arroyo de los desagües.

Lino pensó en el gris tristísimo de las ratas. En el gris tristísimo de los atardeceres de invierno.

—¡Ya verás cómo no te pesa! —exclamó Cristóbal—; las ratas de alcantarilla no son todas iguales. Las hay de muchos colores: grises, blancas, rojas, roanas... Esta tarde lo has de ver.

Lino y Cristóbal se separaron. Lino, con la caja de las víboras, se encaminó hacia el arroyo de los desagües.

Las orillas eran las escombreras de la ciudad. En ellas crecían ortigas y cardos. En el aire, el hedor del arroyo y el de las cercanas fábricas de cola se mezclaba. Lino contempló con tristeza aquellos nuevos cazaderos. Después dejó en libertad a las víboras, que desaparecieron rápidamente entre los escombros.

El sol del mediodía arrancaba en el arroyo de los desagües reflejos metálicos, reflejos tristes, de su corriente negra, sobre la que no volaba el andarríos dando su grito, ni pájaro alguno. Con la caja vacía, Lino se entró por las primeras calles de la ciudad. Iba pensando que Cristóbal sabía entender bien la vida, que nada le preocupaba, y que por eso, para entretenerse mientras se acercaba el fin, contaba los pasos. Lino comenzó a contar los pasos cuando llegó a la glorieta de su barrio. No pudo contar más que treinta y tres. La taberna estaba a treinta y tres pasos justamente.

(1954)
Cuentos 1949-1969
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