Apertura
Las cristaleras del café siempre estaban sucias y la luz de la glorieta, agria y escenográfica, se filtraba a través de ellas con matices de recuelo. El viejo camarero arterioesclerotico arrastraba la pierna mala como cosa ajena a su persona e iba de mesa en mesa, frágil, doméstico, temblante y arácnido. Bufaba la máquina exprés; cantineaba el aburrido cerillero; la señora de los servicios cultivaba sus emociones leyendo una novela de amor; el chicharreo de la llamada del teléfono no era atendido; esputaban en sus pañuelos, y por turno, los cinco viejos del friso de la tertulia de fondo; bajaba el cura jugador las escaleras de la timba; componía un melindre la pájara pinta timándose con un señor solitario y de mirada huidiza; el renegrido limpia tenía un vivaz sátiro bajo la roña, el betún y la piel, y no se perdía detalle, desde su ras, sacando lustre a los zapatos de una vedette del Maravillas. En los grandes y mágicos espejos había salones hasta la angostura del infinito y la perspectiva de las lámparas reflejadas era una pesadilla surreal.
Los veladores de mármol blanco y las mesas de mármol negro formaban un tablero de ajedrez desbaratado, en el que los escaques hubieran obedecido a la anarquía de un seísmo. A los veladores se posaban las gentes de paso; a las mesas se sentaban los residentes en el café: vecinos de la barriada, asilados de las oficinas, durmientes de la jubilación, aficionados al toreo clásico, bayaderas de imaginaria, provincianos de Sodoma con economía limitada y algún que otro actor perteneciente a la penumbra de las segundas partes. En los veladores se negociaba, en las mesas se hacía filosofía de la Historia. En la esfera de los veladores las agujas marcaban, más o menos, la hora de la ciudad, de la nación y acaso la del mundo; en las mesas retrasaban lustros, décadas, «antes de la guerra» y a veces hasta siglos. El egiptano gato del café, sumido en el haschich de su taedium vitae, entreveraba el ojo con los párpados caídos combinando luces disparadas, machacadas y zumosas, invernales cristales, estanques profundísimos y empañados espejismos. La oreja la tenía hecha al coro de la salmodia, y sólo el olfato se le resentía y le avisaba de tal cual ventosidad de la clientela; entonces escapaba hacia el diván vacío en el que reposa el fantasma de la melancolía del tiempo pasado.
La barra del café sostenía a la minoría del pendoneo nocturno. Rebullían de piropos soeces, escarceos obscenos, flamencadas de boquilla y asnales estrategias futbolísticas.
—... voy y le digo cuando me dice... Un momento... Haga el favor... Con usted no va nada... El día que tenga que hablarle me informaré de su partida de nacimiento y de si está legalizada...
—... tres veteranos... Invítanos... El Atleti... ¡Pero venga ya...! Al tete ginebra...
—... ¿y tú qué pintas por aquí?... ¿Has dejado a Marión?... Estás rebuenísima... ¿Qué tomas?... A ver..., date la vuelta, mujer... ¡Hala, hala...! Ni línea ni nada... Te debes poner de potaje a tope... Que hay que cuidarse y no echarlo para la cadera...
Casi todo era ayer.