Aquí es donde se cuenta que el callejón no tenía salida
El callejón de Andín olía mal. En su entrada avisaba el celo municipal al transeúnte, por medio de un cartelón, que estaba prohibido, bajo multa de cinco pesetas, hacer aguas. Siete casas y una tapia, alta, desconchada, triste y florecida de plantas humildes, formaban Andín. Una taberna, una relojería y un modesto prostíbulo eran sus únicos establecimientos. El dueño de la taberna era un tipo curioso: gordo, comilón, ingenioso, deslenguado, y pobre hasta de sueños de lotería, vivía a cuenta del crédito que a su padre concedieron en otros tiempos en la pequeña ciudad. El relojero era un zaragata, un tirillas, lleno de resentimientos, trompa y clamoroso de justicia; se bandeaba en cuestiones de dinero, y cuando estaba pasado de vino, con bastante dignidad. De la dueña de la casa de mala nota luego hablaremos.
El callejón de Andín pertenecía al invierno. Cubierto en su primera mitad, era como un túnel hacia el corazón de la manzana de casas donde figuraba. El corazón de la manzana estaba formado por unas huertas míseras, de plantas apolilladas, sobre las que flotaban trapos sucios y trozos de periódicos. Las huertas entristecían las miradas de los niños en las galerías con ropas blancas, colgadas de los alambres de tender; niños melancólicos, que veían pasar las nubes y buscar porquerías a los perros vagabundos que se colaban por el callejón.
Andín pertenecía al invierno: a las lluvias, a las nieves y a los fríos intensos. En el verano parecía una fosa común, con gordos gusanos de vecindad en albornoz; en la primavera, conmovía la angustia su soledad, y en el otoño, sucio, de luz siniestra, de penumbras, de crimen alevoso y deyecciones, repugnaba. En el invierno, sin embargo, el callejón tenía un cálido misterio hogareño, de pasillo sin luces.
La gente chungona llamaba al callejón, en vez de Andín, de las ratas. Todos los borrachos de la ciudad orinaban creyendo molestar a los vecinos, pero ellos ni se enteraban. A veces salían el tabernero y el relojero hacia la verdadera calle, y entonces se daban aires de dueños viendo pasar a las gentes desde el umbral del callejón.
La taberna era gloriosa, según calificación de un sacristán con hábitos de rufiancillo que caía de vez en vez por allí para coger fuerzas y seguir hasta la casita en pecado mortal. Había dos mesas diminutas junto a una ventana de cristales azules, que entenebrecían el interior, rodeadas de unos cuantos taburetes. Un mostradorcillo, frente a k puerta, con cinco o seis frascas de vino tinto y dos de blanco —«Cuando se acaben, a mirar», dijo una vez el tabernero—, que formaban el bastimento cotidiano; unas cubas de roble americano vacías, y heredadas vacías de su buen padre, que murió de un paralís, a su contar. Eso era la taberna. Todo lo que no se vislumbraba eran catacumbas: la cocina, el dormitorio, un trastero de cosas divertidas —sombreros Frégoli, sombreros de pico, un trébede, palanganas, restos de abrigo, cacharros desportillados... y el indudable cuarto del crimen.
Nadie se explicaba por qué aquel relojero colocó su taller en el lugar más oscuro de la población. Solamente lo entendían el tabernero, que era su amigo, y un compinche dado al sable y a las malas costumbres.
La taberna gozaba de pocos clientes: algunos que compraban allí el vino para las comidas y los habituales que se bebían el de las frascas del mostrador. Entre los habituales solía haber con cierta frecuencia sus más y sus menos, como consecuencia del juego del mus, disciplina en la que todos estaban muy versados. Eran buenas personas y, aunque poco de fiar, no sobrepasaban en mucho las rasancias de la normalidad.
El relojero mimaba a su hija, que no era un modelo de belleza, pero que no estaba mal. Y la hija mimaba a un novio que ni era un modelo de belleza —de belleza moral, se entiende— ni un ejemplo a imitar. El novio, de profesión curtidor y de inclinación belitre, era un vivalavirgen que, desde su llegada de cumplir el servicio militar, no hacía más que el mono por la calle y el tenorio en los bailoteos de la plaza Mayor. Decía, por gracia, que vivía del cuero; pero debía de ser del ajeno, que llaman de Ubrique y que suele estar hecho con pellejo de pobre, de las pocas veces que se le ve orondo. Al relojero no le gustaba ni un pizco aquel noviazgo, porque mal estaba que a la chica le hubiera salido el padre tronado y la madre holgazana, pero que el novio tuviera también truenos en la cabeza y la hiciera una desgraciada, era cosa que él, aprovechando los restos de sentido común que le quedaban, no podía pasar por alto. Varias veces había echado al galán del callejón cuando sentía a la pareja en las sombras, despidiéndose larga y amorosamente, hasta que un día el mozo se le encaró y le vino a decir que no se metiera donde no le llamaban. A la niña le costó aquello una paliza por partida doble: la primera, inquisitorial —la del padre— y la segunda, cinematográfica —la del gachó de la que estaba enamorada—, en un intervalo de quince horas. Fue difícil que no se le saltara algún hueso de los trastazos que llevó. La chica volvió a las andadas, porque parece ser que las manos paternas no escarmientan y las de presuntas nupcias tienen algo de brujas que ellas sabrán lo que importan. Además, era de buena raza.
Solamente salía de la taberna de Gorrinito para escupir. Mataba sus horas leyendo el periódico, espantándose de los sucesos, bebiendo y discutiendo con la poca gente de paso. La muerte le rondaba los pulmones clavándole alfileres. Era pesado en su charla, absurdo en sus conocimientos, tajante en sus apreciaciones. No sufría bien las bromas y no fumaba otro tabaco que el que le daban. Cuando andaba, lo hacía encogido de enfermedad y a veces escorado de vino. Presumía de caballero y hablaba con respeto de su padre, un asturiano que tuvo alguna fortuna y que le dejó, para que se hiciera hombre de provecho, magníficas máximas y sabios consejos, porque las apuestas, las mujeres, la sidra y los negocios ruinosos le dejaron a él listo y agotado. Tenía el hombre hábitos y presunciones de Donjuán y cooperaba en el abrirle la boca de tedio al tabernero contándole sus memorias, un tanto pornográficas y complicadas. Resultaba que fue en su juventud bala perdida, siguiendo ejemplo notorio, y ahora andaba moqueando sus borracheras con los bolsillos casi vacíos. Había estado de mozo en Méjico, y contaba fábulas de la indiada, imitando las voces y los giros guasones. Era hombre de poca ropa.
A pesar de su edad, que, en proporción de tiempo, era de guinda en aguardiente, se le nombraba siempre por un diminutivo menos cariñoso que de vaya. Así, Morito, por sus cuentos de moros, obscenos y añorantes; así, Cabecita, aunque era un cabezota y llevaba boina gigante de modelo carlista; así, Panchito Villa, por haber estado en época de revolución vendiendo telas en Sonora. Era loco coleccionista de guarrerías, y el llevar gafas cayéndosele de la nariz le multiplicaba la intención rijosa.
Panchito debió de ser mozarrón erguido como ahora era una pena —y no hay más que decir—. Volvía a las andadas del amor, de tarde en tarde, con busconcillas que humorísticamente llamaba sus sobrinas y que tenían apodos de cuenta: La Chinorris, La Tomate, La Garrafón. Su amigo de verdad era un taxista grandullón que tripulaba un viejo Renault y del que tampoco se sabía bien su bautismo, porque pecaba de demasiado simpático y de mucha correa y aguantaba motes y bromas de mal gusto. Al taxista, los de más confianza le decían Volante, y los otros, lo que les daba la gana. Volante era bueno, católico especial, socialista antiguo y un mago, por añadidura, con las cartas en la mano. Todos le querían y era jefe de partidas y amante del tumulto. Hablaba raro y rompiendo la charla a carcajadas.
Fue la tarde del 24 de noviembre cuando Panchito y Volante se citaron en la taberna llena de basura de Gorrinito, en el callejón de Andín. Entró Panchito mojado de lluvia y con él un viento norte que le hizo dar un tiritón al relojero, que allí estaba murmurando de todo y levantando falsos testimonios, hecho un clásico. Gorrinito, contra su costumbre, se mostraba obsequioso y alegre. Iban a preparar una merienda, una merienda sin muchas fantasías, pero nutritiva y gustosa, al decir del relojero. Gorrinito recibió a Panchito momero y mal intencionado.
—Panchito, nene, ¡cómo te vas a poner! Chacho, ¡qué tío! ¿Cuánto hace que no comes? Anda, Panchito, haz una gracia. Hombre, diles a tus sobrinas que vengan, cuando acabemos, para que nos demos la fiesta.
Gorrinito hacía continuamente gracias de este jaez. A Panchito le sentaban mal, porque siempre, por ser tan escamón, las sospechaba doble sentido contra sus antepasados. De pronto le interrumpía, medio enfadado, medio echando a risa la cosa.
—Ustez —así hablaba—, a su obligación, que es el negocio o lo que sea esto. Ustez, con los clientes, respeto, porque si no, ya sabe...
Gorrinito se engallaba, también, medio en broma y veras.
—¿Qué ya sabes? No te... ¿Desde cuándo estás mareada, sílfide?
Unas veces se trataban de usted y otras de tú, unas groseramente y otras con una refinada educación, que se sacaban de sus recuerdos de niños, a los que las madres hacen saludar ruborizados o dar las gracias con frases tópicas.
El relojero intervino, paliando la bronca.
En la calle se iba haciendo la oscuridad. Una lección apagada de solfeo ponía un punto melancólico en la tarde. De la entrada del callejón llegaban unos bocinazos conocidos. Volante y su Renault estaban allí. La gata del establecimiento, alzando el rabo, abandonó el umbral de la puerta por el resguardo del mostrador. Se oyó, al asomarse el relojero a la calle, a una mujer llamar angustiosamente; la voz sonaba como un toque de cornetín:
—¡Fernandito, aquí que te pilla!
La puerta de la taberna se ennegreció poco después, al entrar Volante. Se escucharon dos azotes y un intento de lloro frustrado por la disciplina materna.
—A callar o hay más.
Después, el golpe metálico del cerrarse la puerta y los berridos del chófer saludando.
—Buenas tardes a todos. ¡Hombre, Panchito! Buenas tardes; he dicho buenas tardes, grosero —fingía el habla de su compadre—. Me han dicho que ayer tarde te mareaste —hacía un alto—. ¿Se dice marearse o estar como una cuba? —y se reía estruendosamente.
Se abrió de nuevo la puerta. Un viejecillo ciego taconeó su bastón. Fue saludado al unísono.
—Buenas tardes, abuelo.
—Buenas nos las dé Dios. Una cañita, hijo, que traigo sed. Gorrinito se volvía a los otros.
—Mirad el abuelo. Y que no se pone bueno, dice. Pues si todos los días se coloca, y luego que todavía...
El abuelo, disimulando el piropo carreteril, se encrespaba chulón.
—Ya no estoy para eso. Vosotros, vosotros; que yo antes moro que lirondo.
Otra vez risas. Luego, silencio. Se daban tabaco. Gorrinito encendió la luz. Pasó un trapo por una mesa. En unas banquetas medio cojas se sentaron Volante, Panchito y el relojero. El dueño de la taberna colocó sobre el tablero una frasca, cuatro vasos y dos panes largos: luego se sumergió en las tinieblas interiores, de las que volvió al rato con una gran fuente de filetes empanados. Invitaron al ciego, que lo agradeció con educación. Sacaron las charrascas para ayudarse. Gorrinito acercó otra banqueta y se pusieron a comer. En un vaso cayó una polilla. Gorrinito la sacó con la hoja de su chafirote y la disparó al aire.
—Agradéceme la vida.
Un reflejillo de grasa se notaba en el mostagán. Comían torpemente, con las manos agarrotadas. Comían como unos estupendos animalillos. Paraba Volante en su deglutir, se pasaba el pañuelo, calloso de sonadas, por los labios y se echaba un trago. No hablaban apenas. Llegó un cliente y el tabernero se levantó un momento a servirle. El cliente respetó la merienda y se bebió el vaso de un sorbo; para entonces Gorrinito estaba de nuevo sentado.
—¿Quiere cobrar?
—Déjelo ahí, por favor.
Acabaron de merendar y la conversación empezó a tomar un tono. Dirigía el tabernero.
—Oye, Volante, me han dicho que al chico de la Petra lo han cogido con las manos en el pringue. ¿Es de verdad eso?
Se escalofrió Panchito y adelantóse a la respuesta, cerciorándose de lo oído.
—¿Que han cogido al chico de la Petra? ¡No puede ser!
—¿Que no puede ser? Pues está con la tía Carlota, de la que le han arrimado, y bajo cubierto, para que no se insole.
—Yo no había oído nada —engañaba Volante.
El abuelo intervenía en suspirón de andanzas.
—¡Qué pena de chico! Y era buen mecánico. Dicen que, además, anda mezclado en otras cosillas.
Gorrinito explicaba su rodeo.
—A eso es a lo que iba yo.
—Pues la ha hecho —y Volante se servía más vino para ayudarse en la meditación de lo malos que son los caminos que a veces el hombre recorre.
Panchito estaba de piedra y le cabrilleaba en el cristal de las gafas un reflejo miedoso. La conversación cogía cuerpo después de los primeros escarceos meridionales. Repentinamente, Panchito se levantó y se disculpó para marcharse.
—Pero ¿qué mosca te pica, Panchito? ¿Te ha hecho algo daño? —buenón, el chófer se debía a la amistad.
—No, no es nada de eso. Es que ahora recuerdo que estoy citado con Perico para un asunto de aquello que te dije. Y voy al momento. Estoy de vuelta en seguida,
Sin más explicaciones, se fue a la calle. Volante, Gorrinito y el relojero se miraron sorprendidos. El taxista encogió los hombros y comentó:
—Está como un silbo. Chalao del todo. ¡Anda ahí, que lo encuentre un caballo!
Gorrinito meditaba. Se coló de afecto, llamándole por su patronímico.
—No es eso, Pepe.
—¿Qué dices tú? A ti también va a haber que llevarte atado con cadenas. Pero, abuelo —inflaba el pecho y sostenía a pleno pulmón las sílabas—, ¿cuándo se ha visto eso? Estáis igual que el ermitaño de las cercas.
—Que no es eso, Pepe, ¡y tú lo sabes!
El relojero callaba, elaborando un cigarro.
—Pero ¿qué dices, Eutiquio, qué dices?
—Tú eres muy bueno, Pepe; pero esto lo sabes igual que yo que tenía que acabar mal. Lo del chico de la Petra iba a mayores, que no se puede comprar lo robado. Y luego, esas chusmetas, que dan a las gentes qué pensar.
—Pero ¡qué van a dar, qué van a dar! —aspeaba las manos Volante—. Tú ves duendes donde no los hay. Además, ni siquiera sabes si es verdad lo del chico ese.
El abuelo, que fumaba silencioso, saltó aclarador.
—No, señores. Lo del chico es verdad, que lo he oído en casa de Gregorio.
—Mire usted, abuelo —decía el relojero, al que tocaba el turno de despellejar a alguien, poniendo cátedra de saber lo que es la vida y llevando pausada la frase—. Mire usted, Gregorio está más visto que Carruca, y ahí la gente no va más que a hablar mal. Si dicen, que digan; que también de la madre del Preste decían, y resultó honrada. ¿No te fastidia tanta guasita?
—¿Y si resulta verdad? —añadía Gorrinito.
—Pues chico: si resulta verdad, a la cárcel con él.
—¿Y si Panchito está en ese laberinto?
—Ese qué va a estar, hombre —cortaba Volante—. Anda déjalo ya. Anda y cambia, que tú sí que estás.
El chófer giró la conversación con gentileza, dirigiéndose al abuelo, que chupaba incesantemente su pipa rota y arreglada, rota y cortada, y añadida y sucia, y maloliente y remordida por cuatro recuerdos históricos de una hermosa dentadura.
—A ver, abuelo, cuéntenos cosas de su tiempo. Sácale una copa al abuelo.
El abuelo le daba un chupito al vaso para terminarlo. Después se echaba para atrás, colocaba bien el bastón entre sus piernas, lanzaba una larga bocanada y, deseoso de que le marcaran el tema de siempre, preguntaba.
—¿De qué te hablo, Volante? ¿De las mujeres de mi tiempo?
—De lo que usted quiera, abuelo, que este Gorrinito nos ha estropeado la fiesta con sus zanganadas.
Gorrinito se molestaba, refunfuñón.
—Has dicho, Volante, que vamos a dejarlo.
—Pero si es que eres un berzas, Gorrinito —le reprochaba, lleno de bruta cordialidad, y seguía—: Ande, abuelo, déle a las mujeres, que de eso es usted un Cajal.
El abuelo comenzaba rotundo con su tema predilecto.
—Por tres cucas, en mis tiempos, había verdaderas diosas, de esas que dicen los paganos.
Desde la puerta saludaba Piorrea, un charlatán que vivía en Andín, se pasaba el verano por las ferias de los pueblos vendiendo dentífricos, y llevaba tal apodo porque los anunciaba así: «Comprar estos polvos dentríficos, porque si no os puede dar la piorrea, que ataca a la calavera.»