De las colmenas del otoño...

De las colmenas del otoño se vertía, en el atardecer, el color de los campos. De las colmenas del otoño se endulzaban los ojos de una vaga melancolía. El crepúsculo ponía cresta de gallo a las cimas de los montes lejanos. En el río abrevaba la boyada, mientras el pastor lanzaba piedras planas al agua estancada. Una vorágine de mosquitos se doraba sobre la superficie, donde las grandes hojas y las flores amarillas de las ninfeas, donde las espadañas y los juncos y las berreras, con sus florecillas blancas, parecían profundizar el cauce y darle un angustioso equivalente de charca peligrosa. Las últimas golondrinas tijereteaban las primeras sombras bajas. Por la carretera, con los altos chopos rojos como candelabros de iglesia, paseaban Sebastián y Virtudes.

Paseaban Sebastián y Virtudes juntos y en silencio. Sebastián jugaba con una ramita seca que en su extremo tenía pendiente una hoja seca. Virtudes erguía el busto y respiraba profundamente. Al llegar al puente se apoyaron en el pretil a contemplar el agua de un verde de moho. En uno de los pilares la corriente de la primavera había amontonado palos y lodo hasta hacer una isleta florecida de hierba tardía. Escupió Sebastián. Virtudes se alzó de puntillas. Sebastián dijo:

—Vamos ya, Virtudes.

Virtudes sonreía con una sonrisa blanda, cálida, madura.

—¿A dónde?

—A andar.

Sebastián golpeó con la ramita en el borde del pretil y la hoja seca se desprendió; cayó girando lentamente.

—Vamos hasta la fuente y luego volvemos.

—Está lejos.

—¡Qué va a estar lejos! No hay ni un kilómetro.

—Bueno, vamos.

Virtudes se palmeó el pelo. Sebastián, con la ramita, se fustigó la pierna derecha.

—Bebemos agua y volvemos.

—Yo no tengo sed.

Avanzaba en dirección contraria una carreta tirada por dos bueyes negros. El carretero, delante, llevaba la aguijada al hombro y silbaba la melodía de una canción de moda. Se volvía de vez en vez a los animales y les pinchaba en los lomos.

—Ahída, ahída.

Sebastián y Virtudes le dieron las buenas tardes. El carretero contestó cortésmente.

La raya del ocaso sobre los montes era ya de un verde lánguido y acuoso. A Virtudes le recorrió el cuerpo un escalofrío.

—Ha refrescado. Sería mejor que diéramos la vuelta.

—Pero, mujer, si todavía se siente el bochorno del día. Toca la carretera, verás qué caliente está.

Sebastián se agachó y puso una mano en el suelo.

—Toca, toca. Verás qué templada.

Virtudes, con un brazo cruzado sobre el regazo, se inclinó.

—Sí, está caliente.

La blusa de Virtudes se ahuecó. Sebastián levantó la cabeza; tuvo tiempo de ver. Repicaban en las profundidades del campo las campanas de la iglesia de un pueblo. Repicaban de vísperas de fiesta.

—Debe ser en Foronda.

—No, deben ser las de Antezana.

—¡Qué más da!

Un murciélago hizo una escala en su pentagrama de vuelo. Los primeros cohetes de vísperas de fiestas corrieron por el cielo.

—Mañana iremos.

Al llegar a la fuente Sebastián se mojó la cabeza y bebió. Virtudes miraba correr el agua.

Subieron la cuesta del pueblo y se perdieron en el monte. Las estrellas surgían de golpe de las entrañas del cielo. Corría el campo un aire caliente que venía del Sur. Zumbaban los alambres del tendido de las líneas telefónicas, al borde de la carretera. Crujían las hojas secas, como en un aleteo, en las ramas de los árboles movidas del viento. Los juncos en el río crepitaban al partirse. Rumiaban los ganados en las cuadras de las casas del pueblo. Desgranaban maíz en las cocinas los aldeanos. Eran las colmenas de las primeras noches de otoño con sus dulces, melancólicos, rumores.

Cuando Virtudes y Sebastián bajaban del monte, una luna grande y roja surgía tras ellos. Al cruzar el pueblo vieron luz en la casa del cura.

Cuentos 1949-1969
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