La farándula de la media legua
En el último pueblo en que actuaron con alguna fortuna fue en Toro. En el último pueblo que tuvieron para comer fue a tres leguas de Zamora por occidente; donde convinieron separarse, una legua más allá, junto a la caseta del peón caminero, a la entrada de Sayaguillo del Camino. Unos se volvieron a la capital para buscarse el con qué y los otros, tres hembras y cinco varones, se metieron a discutir y a gastar la calderilla en el ventorro de El Armuñés. ¡La que se armó! Ellos le echaron luego la culpa al vino, demasiado fuerte para estómagos tan alicaídos; él, El Armuñés, a que le hicieron un gasto de diez pesetas y querían darle dos. El alcalde estuvo deliberando entre si echarles del pueblo o ponerles a arreglar un camino vecinal, que estaba en condiciones harto malas. Lo pensó bien, y por pensarlo le salió mal. Porque el señor alcalde se hacía la cuenta de que si los ponía a trabajar a razón de una peseta y la comida, podrían pagarle a El Armuñés, pero corría el peligro de que se quedaran en el pueblo para siempre, y de que se abaratara la mano de obra. Total, que tampoco los echó del pueblo, por que no perdiera el de La Armuña, pero enterado de su oficio, que no era otro que el de comediantes, se sintió con ganas de desasnar a sus convillanos y les hizo la proposición, entre caritativa y semítica, de darles veinticuatro pesetas y la comida, saldada la cuenta del tabernero de pequeño, si le hacían una comiquería para el día siguiente. Y hay que decir que el día siguiente era domingo.
Por esas tierras de Dios donde no ha llegado el progreso, ni el cinematógrafo, un domingo es el día más peligroso de la semana; que si los mozos se atoñan, que si las mozas andan sueltas, que si el juego de bolos...
Los comediantes se pusieron de acuerdo; les dio por aceptar y por poner El Alcalde de Zalamea, arreglado desde luego para rústicos. Rústicos, para los ocho comediantes, era sinónimo de imbéciles. Bueno, pues se pasaron roda la noche arreglando los trapos del capitán y de don Lope; pidieron al alcalde un traje viejo de los que tenía, porque el otro Alcalde debía salir vestido conforme Dios manda. El señor alcalde les prestó su mejor terno y les dejó la vara; en fin, que hasta encontraron unas espadas enroñecidas en la sacristía de la iglesia. El señor alcalde estaba como loco; el maestro daba clase a todo el que quería escucharle explicando quién era Calderón y otras zarandajas; el mocerío andaba revuelto y el señor cura no se las tenía todas consigo: «estos cómicos, estos cómicos son enviados del diablo», se decía para su capote. El que oficiaba de administrador de aquel sucedáneo de compañía teatral, un carcamal de boca podrida por las palabrotas y por no lavarse los dientes, exigió el pago adelantado de dieciséis pesetas, es decir, las dos terceras partes del haber, según costumbre, y una ristra de chorizos morrones. Después de una colecta obligatoria se recogieron 14,75, cuatro chorizos y una hogaza. Los comediantes se dieron por satisfechos.
La mujer del primer actor, que se llamaba Juan García —el primer primer actor era de los que se habían vuelto a Zamora, pero éste era el segundo primer actor—, se empeñó en salir muy seductora; su marido, que ya estaba más que escamado, la encerró en una habitación y le explicó claramente que de aquello ni hablar; la pobre quedó molida y sin ganas de sentirse una dama fatal.
El don Lope lo iba a hacer en principio el administrador, pero como le patinaban las eses por las faltas de su boca, se quedó en simple Alcalde. Otro de los comediantes, quedó en hacer de capitán porque tenía figura, dicción y sabía escuchar. Esto de saber escuchar sobre todo; ponía tanta atención a los parlamentos de los demás que la gente se asombraba de que tuviera tanta voluntad para entender todo aquello. Había también un fulano en la compañía al que llamaban Perico el Argumento, que en sus ratos libres hacía versos, pensaba argumentos y les echaba las manos a las mozas, entre bellacón y don Juan. Era un tipo bastante antipático, se comía las uñas por placer, según él, más que por hambre. Estuvo, siendo chicuelo, en un periódico satírico de correveidile y se creía con un ingenio, un donaire y un no sé epigramático que lo hacían terrible al par que grotesco.
También formaba parte de la compañía un tal Rosendo, joven de unos dieciséis años, del que se hablaba mal y acaso con razón.
Los papeles se los repartieron juntamente con las pesetas. El administrador explicaba: para ti, tres cincuenta, un trozo grande y un chorizo; para ti, dos setenta y cinco, un trozo medio y tres cuartos de chorizo; para ti, dos pesetas, un trozo y para de contar; para ti, otras dos y un trozo. Nadie quedó conforme y empezaron a murmurar. En aquel momento entró el señor alcalde a preguntar, atolondrado y remoto, si la obra tenía que ver algo con una que escribió don José Zorrilla y que era también de arrear candela. Le contestaron que no y que se fuera al diablo, pero esto les sirvió para refrescarse la memoria y para no morir por dos cochinos reales a manos de los lugareños. El administrador dio consignas y se esfumó. Las arbitrariedades del administrador quedaron olvidadas por el momento. La compañía empezó a arreglar el atrezzo.
La mañana los cogió en el pajar. Un mocete entró a avisarles que el señor cura iba a decir la misa y que era obligatorio el ir para todos los que se encontrasen por el pueblo. Después de muchos desperezos y muchas palabrotas, consintieron en levantarse. ¡Se estaba tan bien en el pajar! Cuando salieron a la carretera, calle principal y única del pueblo, adormilados y refunfuñantes, el sol los acabó de cegar. Un sol rojo como una guindilla; un sol, que al decir de Juan García en vana retórica: sangraba como un corazón herido de amor.
Por mandato del señor alcalde, que habló en el Concejo sobre la necesidad de adquirir cultura, se echó un bando con redoble grande. A las doce y media los cómicos insinuaron al alcalde la necesidad perentoria de llenarse la andorga con algo más sustancial que el buen aire del campo. Les dieron una olla, algo podrida, regada con el vino de la tierra. A los postres, nueces descascaradas, se les regaló el cuerpo con una copita de orujo, que aparte de quemar los intestinos les ayudó a hacer la digestión. A las dos y media se tocó por segunda vez el tambor para dar comienzo al espectáculo.
El administrador se hizo con unos fondos de botellas y desapareció. Poco a poco se fue llenando la era. Las viejas llevaban unas sillas pequeñitas para sentarse; sillas de las que se usan para pelar alubias, hacer calceta y murmurar de las mozas. Las mujeres casadas unas sillas más grandes, por aquello de estar en la plenitud. Los hombres todos y las chavalas del lugar optaron por quedarse de pie pegados a las bardas circundantes.
Al tercer redoble se corrió el cortinón que tapaba la bocaza del portegado. Apareció Juan García, apareció también Perico el Argumento, un si no es borracho, y apareció Rosendo pintarrajeado y contoneándose. El público dio un alarido de placer. Aquello era teatro y lo demás filfas.
Un mozo, que estaba muy avenido con don Morapio, hizo una gracia, entre verde y aburrida, sobre la mujer de Juan García. Las mozas se escandalizaron y los hombres empezaron a bramar. Juan García, que presumía de honrado y de machote, se adelantó hacia el umbral y les rogó que se callaran porque estaba mal insultar a un artista. El mozo de cuentas le contestó: «qué artista ni ocho cuartos, tú eres de Cuenca». Las mozas se partían de gusto y los mozos empezaron a pegarse puñetazos en las tripas y a romper sillas. Algunas viejas, adivinando la tormenta, se volvieron a sus casas.
Cuando apareció el Alcalde se hizo un gran silencio, pero en cuanto comenzó a hablar el pueblo entero se puso a aplaudirle y a llamar cosas feas a don Lope, al capitán y a un soldado que salió por allí con un gorro medio frigio. El señor cura pidió un alto en la representación y exhortó a su grey a portarse como caballeros. Las dos escenas siguientes transcurrieron en el mayor silencio, pero inmediatamente después la grey se alborotó de nuevo.
Juan García, entre un carro y unos trillos, le propinó a su esposa la segunda advertencia.
De pronto aparecieron unas botas de vino y se empezó a cantar en el lado de la derecha, junto a las cuadras. De pronto, al mozo del vino se le ocurrió tirarles un huevo podrido, porque había oído decir que a los cómicos se les tira de vez en cuando porquerías. Allí comenzó la tragedia. El señor cura predicaba en desierto; el alcalde vociferaba inútilmente; el maestro repartía bofetadas entre sus discípulos. Aquello se puso insoportable. Para acabar de fastidiarlo todo, Juan García volvió a adelantarse hacia el umbral y después de pedir que se callasen les espetó un discurso en el que lo menos que les llamaba era bestias. Empezó a arder Troya. ¿Atajo de bestias?, se preguntaba el alcalde apoplético y furibundo. ¿Atajo de bestias? Vamos a endiñarles a éstos..., claro que nos hemos tragado el epíteto. Ardió Troya.
La tarde se iba acabando. Unas nubes negras y tristes se cernían sobre Sayaguillo del Camino. Lejana y tenue la cigüeña planeaba por sobre el Duero. Las encinas de la carretera tomaban tintes violetas; un vientecillo gallinero levantaba el polvo en pequeños remolinos. De la parte de Zamora un carro leonés venía triste, chirriante y cacharrero. La liebre cortó el camino en dos.
La compañía, con su director al frente, marchaba cabizbaja, apagada de voces, desgarrada, entre los bicornios de la Benemérita. El administrador ronzaba el último corrusco. El cabo Arboleya se dignó dirigirse a los pobres cómicos:
—¿Y después de arreglar esto, adonde?
Juan García, que sabía sobreponerse a las circunstancias, le respondió:
—Saldremos de bolos hacia Nava del Rey.
El civil se sonrió.
Muy alto un milano se perdía en la atardecida. El grupo se iba esfumando en la distancia; pronto se hizo pequeño y leve y, cuando aparecieron las primeras estrellas, una canción llegaba del fondo de la carretera avanzando a sílabas.
En el pueblo, el señor cura decía ya en voz alta: «estos cómicos, estos cómicos, mismamente los envía el diablo».
El alcalde le dio dos cacharrazos a su hijo mayor porque los comediantes le habían roto la vara. La luna viajaba en el incógnito de las nubes que ya casi cubrían el cielo.