I
Hacia el fielato, la carretera solitaria al claror triste, azul sucio, como de huevo incubado, de la hora temprana, aumenta escalofríos en los que vienen caminando desde la lejanía.
Desde la lejanía vienen a recoger la basura de la ciudad cuatro carros tirados por burrillos de patas de alambre, que a cada tranco parece se vayan a quebrar, o por caballos matalones de mirada brumosa. A la ciudad acuden, en el claroscuro del amanecer, por todas las carreteras, los carros basureros.
Subidas en el primer carro, hablan dos mujeres del frío, que las pasma. En una vara, sentado, penduleando las piernas, fuma un hombre, impasible, su colilla de cáncer. Tienen las mujeres los rostros terrosos, surcados rostros de grandes y desorbitados ojos, como de testigos de algo cruel. Aparentan ser muy viejas, abrigadas en trapos y en toquillas negras y agujereadas. La más alta se delata por el habla como todavía joven, y la otra disimula su casi adolescencia en dos pechos enormes y en mucha suciedad. La más alta lleva la greña cubierta por un pañolón negro, atado en corbatín por la sotabarba. La adolescente lleva el pelo marcado de ondas a peine y un rizo sobre la frente, interrogación invertida. El hombre emite de vez en vez voces, acaso de ánimo al borrico, acaso de queja por el frío. El parloteo de las mujeres se centra en problemas familiares.
—Mira, sobrina —dice la mayor—, aunque el caso de El Remedios esté casi resuelto, no debes abandonar al que tienes...
—De eso, nada, tía. Yo no lo dejo. ¿Que el otro sale pronto...? Pues que se conforme; ya habrá pensado que no me iba a estar de bóbilis, sin saber qué iba a pasar, toda una vida. Cuanto más, cuando al que tengo le anda pisando la sombra la mismísima burra de la Inés.
El hombre, que había oído lo de la burra, se sintió en el deber de animar al borrico que tiraba del carro:
—¡La leche que te dieron...!
Y le pegó un varazo que le hizo encoger miedosamente los cuartos traseros y apretar el rabo entre las patas.
La tía insistía, machacona; aconsejaba experiente, demolía los recuerdos de la sobrina.
—Dicen que sale para Navidad. Si no se hubiera significado... Un hombre que tiene mujer ni se debe significar ni nada. Lo que tiene que hacer es trabajar y llevar a casa lo necesario.
La sobrina, a pesar de todo, defendía al ausente.
—¿Y qué quiere usted que hiciera? Si él en la guerra era algo, pues tenía que responder. Y si luego, por eso del espíritu revolucionario, se metió en el tinglado, ¿qué? ¿O usted se cree que le iban a soltar, como a cualquier pelagatos, a los seis meses?
El hombre balanceaba las piernas al cruzar el puente, procurando dar con los talones al borrico. Estaba pensando el hombre en unas cañerías de plomo y en su posible venta. La conversación de las mujeres era para él algo que no tenía sentido. ¿Que El Remedios salía de la cárcel? Pues bueno. ¿Que su sobrina se veía obligada a dejar al marido que tenía ocasionalmente y volver con el antiguo? Pues bien. A él ni le iba ni venía. Sabía que Julita, su sobrina, seguiría trabajando con ellos. Sabía que cualquiera de los dos maridos, en el mejor de los casos, no servían para nada. Servían, eso sí, para gastar dinero en vino, para armar broncas por cualquier tontería, para fingir enfermedad en todo momento y no encontrar trabajo ni por casualidad. La técnica era vieja. El también la puso en práctica hasta un día en que Dolores, su mujer, la que discutía en el carro, se cansó. Después..., después lo que todo el mundo. Comenzó a trabajar sin ganas, por obligación, y ahora había llegado a cogerle gusto al negocio. Gracias a esto tenían dos cerdos bien cebados y una casa con dos habitaciones, cocina y cuadra. Y si hubieran tenido suerte con los animales, seguro que tendrían algún dinero. Lo malo es que los cerdos, alimentados de desperdicios encontrados en la basura, suelen acabar de golpe y sin aviso, como los chulos de antaño.
Al llegar a la plaza de la Puerta, los carros se separaron. Cada uno fue hacia sus calles. A Dolores y su marido les correspondían tres. No eran de gente de mucha categoría, pero algo se sacaba de lo que dejaban en los cubos y en los cajones.
Las mujeres seguían charlando, haciendo gracias sobre los cubos. Subían juntas a los pisos, y a las puertas de los cuartos susurraban comentarios.
—No parece que éstos se den buena vida. Aquí no hay más que ceniza y hojas de berza.
—Estos comieron ayer chicharros. Y luego, casi seguro, andarán por ahí presumiendo. Gentuza, no son más que gentuza. Mucho presumir, y chicharros...
—¡Anda su madre! Tía, ¿se ha fijado usted en esto? Lata espiquinglich o algo así. Estos sí que se deben de dar la gran vida.
Se abrió una puerta del extremo del pasillo, donde ya habían recogido la basura, y un hombre con cara de sueño salió poniéndose el abrigo. Torpemente, metió el llavín en la cerradura. Tía y sobrina hicieron un alto en su labor; levantaron la cabeza. La lengüeta del cerrojo sonó en dos tiempos. El hombre caminó pasillo adelante hasta la puerta del hueco del ascensor. Torció a la derecha. La tía dio su opinión.
—A la oficina. Yo no sé para qué van tan pronto a la oficina. Total para lo que hacen...
—Mujer, tendrá que ir a otro lado, porque los de oficina, hasta las nueve, ni hablar.
—La pánfila de su mujer no se levantará hasta las diez, por lo menos.
La sobrina respondió como un eco, moviendo a compás la cabeza.
—Lo menos...
Cuando tía y sobrina terminaron de recoger las basuras de la casa, bajaron a la calle. Subido en el carro, el marido de Dolores ordenaba la mercancía mientras charlaba con un guardia del Ayuntamiento. El guardia, al ver aparecer a las dos mujeres, abandonó el tono campechano en que hablaba y se hinchó de superioridad. Sin despedirse continuó su camino, andando a lentos pasos. Dolores le hizo un gesto entre macabro y curioso a su marido, al contraer los músculos del rostro y enseñar las ruinas de la dentadura.
—¿Qué quería ese zángano, Florencio?
—Nada; charlar, pasar el rato...
Dolores dijo algo inexplicable sobre las relaciones del padre y la madre del guardia. Éste se alejaba de los basureros solemne, imponente, más autoridad que nunca. «Lo que son las cosas —filosofaba—; hay gente para todo, y hasta esas mujeres, feas y asquerosas, pueden casarse. Pueden casarse con un tipo como el del carro, naturalmente.» El guardia enarcó las cejas y se dispuso a tomar en una cercana taberna una copa de aguardiente, por cuenta de la casa.