IX
Nadie levanta la cabeza cuando el runrunear de los motores anuncia la constelación viajera de un avión en la noche. Los siete y el perro están aquí, firmes, en la acera del paseo, con los ojos en el desastre. No hablan. No suspiran. No lloran.
Ramón echa a andar. Los demás le siguen; llegan al final del paseo. Ramón se para; se paran. Suben a la calle de la estación.
Floro los ve entrar en su taberna. Se alinean en el mostrador. Floro los ve entrar hipnotizados, sin alma; coloca siete vasos.
—Ya me he enterado —dice.
Floro sirve de la botella de orujo: cuatro vasos rebosantes, tres mediados.
Beben.
—¿Qué es?
—Nada.
—Gracias.
Todos dan las gracias. Ramón, distraído; Pío, agradecido; María, en voz baja; Agustina, sin fuerza, Emilio, temeroso; la Casi, titubeante; Mariano, con la voz cambiada por la sordina del vaso vacío en que mete la lengua.
Floro se atreve, por fin, a hacer la proposición meditada a Pío:
—Oye, Pío, los amigos estamos para echarnos una mano, ¿no es así? Esta noche os podéis quedar aquí. Se tienden unos colchones..., digo, si no tenéis otra cosa por ahí.
Luego añade con cautela:
—No lo vayáis a tomar a mal. Si se repite, que no os pille en la calle.
—Muchas gracias, Floro —contestó Ramón.
El pequeño Mariano se hace eco de su padre y también da las gracias sin saber por qué.
—A los niños los vamos a llevar a casa de la madre de Agustina.
Ramón se dirige a su madre.
—Usted, abuela, y Agustina se quedan allá. Usted —señala a Pío— y yo nos estamos en el solar, no sea que a alguno, que siempre los hay, le dé por llevarse lo que queda. De modo que andando. Adiós y gracias, Floro.
—No hay de qué, hombre. Adiós.
—Adiós.
Por la calle adelante desaparecen los siete. Frente a la puertecilla de entrada al solar forman grupo.
—Bueno, mañana antes de las ocho aquí. Vienen las dos, usted, abuela, y tú. Los críos que se queden allá hasta las once. Luego vas tú, Agustina, y te los traes. Y de paso, con ellos algo de comer. Y agradezcamos que es domingo y no hay que ir a trabajar.
—Bueno, pues hasta mañana.
Agustina, desde unos pasos de distancia, llama a sus hijos:
—Vamos, Mariano, Emilio, Casi.
Los tres niños besan por turno a Ramón y Pío.
—Hasta mañana, padre. Hasta mañana, abuelo...
—Hasta mañana, Casi, Mariano, Emilio. Adiós, vosotras.
—Adiós.
Se alarga la despedida.
Los dos hombres los ven alejarse, pararse de pronto, correr hacia ellos a Emilio con un bulto.
—Las mantas, padre. Que ha dicho madre que allí ya hay.
—Bueno, adiós.
—Adiós.
Los dos hombres, seguidos de Chal, vuelven las espaldas.
—¿Qué? —pregunta Ramón—, ¿otro trago?
—Como quieras, hijo.
—Perra suerte... Ahora que íbamos marchando.
—Todo se arreglará. No hay que desesperarse.
—Perra suerte...
Floro los observa con cierto espíritu crítico cuando los dos entran en la taberna. Duda si adelantarse a la petición. Y es Ramón el que ordena con cierta violencia:
—Pónnos dos y sírvete tú otro.
—¿Orujo?
—¡Orujo!
El silencio se hace hostil. El tabernero intenta entablar conversación.
—Desde lo menos, ¿qué hará? —se pregunta—, ¿unos cinco años tal vez...? no había caído otra parecida... Aquélla fue de órdago... Con decir que el río se salió...
—Pues ésta bien nos ha amolado —corta Ramón.
—Sí.
Y el sí de Floro es largo, tímido, consecuente. Luego alarga el comento.
—Sí, ésta también lo ha hecho a modo.
Padre e hijo lían un cigarrillo que les ha ofrecido el tabernero.
—Y la noche se ha quedado buena —aclara Pío.
Fuman. Beben sus vasos a sorbitos. Floro les indica:
—Si viene otra, no lo quiera Dios, aunque no sería extraño por lo revuelto que anda el tiempo, que os abra el portal el sereno. Yo se lo diré. ¿De acuerdo?
—Bien, Floro.
Arroja Ramón tres pesetas sobre el mostrador. Llama a Chal. Se despiden.
La calle de la estación está reluciente, hermosa. Los tranvías pasan atestados de gentes que van a sus casas. Tras de los altos tinglados de almacenamiento crece una blanca, algodonosa, columna de humo. Un taxi con la luz verde encendida para frente a ellos. El perro husmea una rueda.
—Aquí, Chal. Vámonos viejo.
La puertecilla del solar está abierta. Bajan los dos. Los gatos maullan acariciadores.
—Mira éstos, Ramón.
—Ya..., ya.
Ramón calcula de golpe el desastre.
—Hay que levantar toda esta pared. A ver si logro unos ladrillos. Con dos viguetas se sostiene el tejado. Ahora hay que buscar algo donde sentarse. Mañana lo veremos bien.
Un resplandor de luces urbanas se cuela por cima de la tapia. Los gatos y Chal penetran en las ruinas bajo la parte de tejado no hundida.
—Los animales ya han encontrado acomodo.
Ramón apoya un pie en la piedra de los llantos.
—Viejo, hoy habrá que aguantar...
—No te preocupes por mí.
Silba una locomotora y el olor del carbón quemado llega hasta el solar, donde se pierde en el aroma fuerte que dan las acacias del paseo. Se oye el ruido de los motores de un avión. La constelación pasa guiñando sus luceros: verde, rojo, verde. Pío y Ramón miran al cielo. Pío pregunta ingenuamente:
—Y ¿adonde irá? Igual va para Cuba o para París. Vete a saber.
El río está salpicado de reflejos. Lejana una radio da música pegajosa, zumbona, tropical.