3. Año mil ochocientos noventa y cinco. Otoño.
El cura de la parroquia le sorprendió entre podrido y nirvánico; había transcurrido ya el verano, algunos de los palos que le rodeaban habían florecido humildemente y se habían caído de nuevo en su propia intemperie. Andaban las gallinas y las aves domésticas presagiando el invierno y dando aire nuevo a sus aleteos. Aleteaban una nube para despejar el cielo, pero era más que inútil; aleteaban al corzo saltarín del viento para asustarlo pero él les revolvía con sus cinco cuernos del sur las alas hasta agotarlas. El cura de la parroquia cogió con cuidado el mascarón y lo llevó a su casa (siempre había tenido cartel entre la clerecía). Lo repintó, lo disfrazó de alcaraván; lo dignificó de saudades con todo el prosopopéyico adjetivarle de tintes. El mascaron no echaba en falta su nariz porque papaba incienso. El mascarón rué colgado como exvoto de los naufragios secretos, en la nave de la marinería perdida. Allí quedó mudo de agrados y magníficamente solemne de promesas. Acabó creyéndose que era eterno.
El sacerdote era de una bondad ilimitada; colgaba junto a él los remos, los barquitos de juguete —construidos por manos monjiles de marineros— la rueda de un timón, el nombre del castillo de proa de una nave pescadora, guindolas... El mascarón transformaba su cara, se iba asemejando a un santo, el siglo XIII entre los labios. ¡Qué asilo tan agradable para su vejez! ¡Qué arranque para una vida celestial el suyo! El mascarón iba para gaviota, mientras los años pasaban, los exvotos se iban colgando y los feligreses renovando. Así vivía entre nubes de incienso y de melancolía. Así le pilló el día en que lo asesinaron. El mascarón murió casi alegremente evadiéndose en el humo hacia el soto de nubes que le aguardaba. Fue el día de su muerte una fecha memorable, exactamente el cinco de julio de mil novecientos cinco. La necrológica apareció en todos los periódicos del país concebida en los siguientes términos: MANO INCENDIARIA, dos puntos. En el día de la fecha un anarquista llamado Rodrigo, conocido por El Maestro, roció de petróleo la iglesia de... (aquí el nombre del pueblo) prendiéndole, a continuación, fuego. La iglesia ha quedado reducida a cenizas; en ella se han perdido valiosos exvotos, entre estos un mascarón de proa del siglo dieciocho. El anarquista fue detenido y próximamente será juzgado. (De nuestro corresponsal.)
El buen cura sorprendió al día siguiente una nube de extraña forma balanceándose sobre las ruinas de la iglesia. La contempló detenidamente y salió corriendo hacia la casa del alcalde. El alcalde era poco crédulo y acabó creyendo que el párroco veía visiones después del incidente. La nube sonreía al buen sacerdote desde la altura.
El mar, maestro en pompas fúnebres, cantó las exequias con su mejor voz de galernas.
Arriba el mascarón seguía sonriendo, seguía contemplándose en el mar.