La piel del verano

Los estibadores habían dejado el trabajo para comer; en las sombras de las bodegas de los veleros tomaban ensalada y vino fresco. El andén del muelle olía a especias, a amoníaco y petróleo. Un hombre, sentado, pescaba desde la punta del espigón. La dala del barco de línea vertía un chorro manso, y su rumor de fuente transponía el embarcadero a plazuela. En los bordes de la chimenea se disolvía lentamente el humo de los fuegos de a bordo. La brisa estaba aún lejana en la alta mar vacía. Cardúmenes, por tamaños, daban nervadura a las aguas; aceraban, sombreaban, verdecían. Balsas de aceite se irisaban en torno de los machones. Estaba roñada y aparentemente quebradiza la escalerilla de hierro, que se perdía en una neblina vegetal. Entre las matas de moluscos y las alguillas algo se entreabría u oscilaba. El cielo azul apresaba en su campana la ciudad blanca, el agua negra-azul-verde-negra, y el relámpago dorado, a veces violeta, de los mondos montes, cicatrizados de torrenteras.

De la terraza del café, de su vitrina de sombra, una mujer brotó al resplandor. Sus líneas se perdieron y sólo fue una bandera de verano, azul y blanca, que avanzaba a lo largo del muelle hasta el extremo del espigón. Rafael estaba apoyado en un montón de sacos y se quemó los dedos al encender un cigarrillo, porque apenas veía la llama del fósforo.

La mujer llegó al borde del espigón; luego se acercó al pescador, que se encogió refugiándose en la sombra que su cuerpo le prestaba. El pescador tiró del aparejo y brilló en el aire un pececillo. La mujer se apartó contemplando la agonía a sus pies, miró las ondas breves de la sacada y se volvió con prisa.

—Es necesario encontrar quien nos preste —dijo Rafael.

«Mis cincuenta últimas pesetas no me las voy a gastar con este tipo.»

Una voz, opacada de sueño, llegó desde el otro lado de los sacos:

—Ya no fían en casa Mañanet; ya no fían en casa de nadie.

—Por eso.

Apareció una cabeza joven y morena. Sus ojos miraron un instante a Rafael y después persiguieron la figura de la mujer que entraba en la delicia de la sombra de la terraza.

—¿No decías que no había chicas? —dijo.

—Ahora no me preocupan las chicas. Ahora no tengo dinero V lo que me preocupa es el dinero. Sin dinero no hay chicas ni nada.

«Cincuenta pesetas me pueden durar dos días, si las administro. Y, además, si escribo, tendré dinero.»

—Con un duro podemos tomar dos absentas.

—¿Quién tiene el duro? No sueñes.

—Dame un cigarrillo.

—Se acabaron.

«Dos días dando vueltas con este tipo es demasiado. Tengo que marcharme a casa.»

Oyó desperezarse a Antonio. Se miró las manos sucias y sintió las yemas de los dedos hinchadas y casi insensibles.

—Vámonos de aquí —dijo Antonio—. Ahora me daría un baño.

—¿Dónde vamos?

—Vamos hasta casa Mañanet. Igual encontramos a alguno...

—Vamos por la terraza —dijo Rafael—. Tal vez ahí...

«Me gustaría ver la cara de esa muchacha. Me gustaría verle los ojos.»

—Quieres ver a la chica, ¿no?

—No.

—Pues yo, sí.

Le molestaba oler su propio sudor. Sentía la camisa pegada al cuerpo. Le dolía un poco, solamente un poco, el estómago.

«Si no bebo, el dolor de estómago acabará siendo insoportable.»

Caminaron juntos hasta la terraza. Rafael, cuando cruzaron la frontera de sombra, se apartaba de los veladores cuidadosamente y llevaba los brazos apretados contra el cuerpo y las manos en los bolsillos del pantalón.

—Ahí está —dijo Antonio.

Rafael volvió la cabeza y miró un momento a la muchacha que tomaba un refresco en compañía de un joven con gafas negras y un hombre de pelo blanco y rostro muy moreno.

—Ya —respondió Rafael.

«Tiene el pelo rubio más bonito que he visto jamás. Mañana tengo que ir a la playa temprano. Esta noche no beberé. La veré en la playa.»

La calle era estrecha y formada por casas altas. Un tercio de sol y dos de sombra. Los portales olían a cueva. La calle estaba solitaria.

—No hay agua este verano y la ciudad huele a cloaca —dijo Antonio.

—¿Dónde duermes? —preguntó Rafael.

—Hasta anteayer tenía una habitación. Ahora no sé.

—Me gustaría dormir un poco hasta el atardecer.

—¿Dormir? No, hombre. Necesitamos tomar algo.

—No quiero beber.

—Nadie piensa en beber. Yo quiero comer. Por lo menos, un bocadillo...

—No hay dinero.

—Podemos vender tu reloj.

—No merece la pena. Sólo nos darían unos duros, si es que lo aceptaban.

—Me encargo de eso.

—No darán nada.

—No te preocupes. Yo me encargo de eso.

En casa Mañanet hacía calor. Entre los vasos y los platos con aperitivos, la población del verano depositaba las cajetillas de tabaco, las gafas de mar, los pantalones de baño... Hacía calor y crecía o decrecía el ruido de la confusión de conversaciones como una marea momentánea.

—Anda, dame el reloj y no te preocupes.

Rafael se quitó el reloj de pulsera. Los boquerones salpicados de perejil y ajo se ofrecían en un caldillo de vinagre clarete y luminosas manchas de aceite de oliva. Las almejas, en la lata recién abierta, tenían un blanco color, apagado, claustral, incitante.

—Sácale lo que puedas —dijo Rafael.

«Soy un idiota y un cobarde. Me debía haber marchado a casa. Debía haberle dejado. No tengo remedio.»

Antonio estaba hablando con Mañanet. Disimuladamente le dio el reloj. Mañanet lo miró por debajo del mostrador.

—¿Qué toma usted? —preguntó el muchacho que servía a Rafael.

—Un momento.

Estaba pendiente de los gestos del comprador en el extremo de la barra. Mañanet se guardó el reloj. Antonio regresó sonriente.

—¿Cuánto?

—Diez duros. Estupendo.

—¿Estupendo? ¿Diez duros?

«Me estafo a mí mismo. Esto es lo último. He perdido del todo la voluntad.»

—Dos bocadillos —gritó Antonio—: uno de sardinas y otro... Tú ¿de qué lo quieres?

—De sardinas.

—De sardinas y dos absentas dobles.

Comieron los bocadillos y bebieron los vasos de absenta. En un rincón del bar una voz ronca cantaba flamenco para extranjeros.

—Peor no se puede hacer —dijo Antonio, y preguntó al muchacho del mostrador—: ¿Cuánto es?

—Veintidós pesetas.

Cuando salieron a la calle, Antonio puso un billete de veinticinco pesetas en la mano de Rafael.

—¿No te decía yo?

—¿Y ahora, qué? Yo no quiero beber. Estoy cansado, tengo sueño y te voy a dejar.

—¿Tienes alguna butaca en tu habitación?

—No.

—Es una pena.

—Nos podemos ver luego.

—No. Vamos a la terraza. Seguro que estará la chica, todavía es pronto... ¿Te gusta la chica?

—Hay tiempo de verla. Yo me voy. Luego...

—No, no me vas a dejar cuando todo se ha arreglado. Además, no puedo volver a la pensión. Vamos a la terraza y nos tomamos unos vasos de absenta.

—No quiero beber, ya te lo he dicho.

—Entonces, déjame el dinero. O invítame a un vaso por el camino.

Echaron a andar. Una cigarra perdida en un árbol llenaba la calle con su canto crepitante. La raya solar era como un pan de oro y hasta la suciedad acogida a los bordillos y a los relieves del empedrado se disimulaba en pátina con la luz.

—Entraremos en la taberna del Mallorquín —dijo Antonio.

—No quiero beber. Me está doliendo el estómago.

—Con un trago se te pasará.

—Prefiero ir a la terraza.

«Prefiero ir a la terraza, y entraré en la taberna del Mallorquín, y tomaré una copa, y no iré a casa, y esto no tiene remedio.»

La taberna del Mallorquín era un rinconcito maloliente donde se refugiaban al atardecer los cargadores del muelle. El Mallorquín vivía de su modesta clientela, gustaba de su modesta clientela, no conocía por su casa a las gentes del verano.

Tomaron dos absentas dobles.

—¿Te encuentras mejor?

—No.

—La chica es extranjera, no hay más que verla.

—¡Quién sabe!

—¿Tú hablas francés?

—Para entenderme.

—Yo no hablo nada. Es lo mismo. Siempre hay posibilidades —dijo Antonio sonriéndose.

Por el camino de la terraza entraron en un café oscuro, que olía a tabaco del país, donde una silenciosa clientela jugaba al dominó.

—Una vez tuve una chica inglesa —dijo Antonio— y esa muchacha de la terraza se parece mucho a ella.

—No tiene aire de inglesa.

—¿Por qué?

—No tiene aire... No sé... Tal vez sea francesa o belga... Hay muchas belgas que...

—Aquella chica se llamaba Anita.

—... pueden parecer inglesas.

—Aquel verano fue algo sensacional.

Guardaron silencio. El dominó, a veces, era como una traca; a veces, como el estallido de un cohete lejano.

—Estoy cansado. Estoy muy fastidiado —dijo Rafael.

—Tienes que ponerte a tono.

—Me debía ir a dormir.

—Tenemos que ir a la terraza. No vas a marcharte ahora, hombre.

—Debía irme a dormir.

«Debía irme, pero no me iré. Me voy a emborrachar de la forma más imbécil.»

—Tal vez —dijo Antonio— haya llegado hoy un amigo. Si ha llegado, tendremos dinero. Voy a llamar a su casa.

Antonio pidió permiso al cafetero para llamar por teléfono. Rafael se apoyó contra el mostrador y miró a la calle, cegadora de sol.

«Es una chica guapa. Ya no estará en la terraza. Seguramente esta noche irá a bailar a La Isla. Esta noche, si no bebiera, iría a La Isla.»

Rafael oyó hablar a Antonio por teléfono. Volvió la cabeza. Antonio gesticulaba y sonreía.

—Que está, que ha llegado. Tenemos dinero.

—Bien, hombre, bien. ¿Nos vamos a la terraza?

—No, hombre; nos vamos a su casa. Anda, tómate la copa y vamos.

—¿Qué hora es?

—Las dos y media, lo menos. Ahora en la terraza no hay nadie. Anda, vamos.

La calle era como una corteza de limón, amarilla y agria.

—¿Decías algo? —preguntó Antonio.

—No, nada.

«Ni un poco de aire hasta que anochezca. Cuando anochezca iremos otra vez a casa Mañanet. Luego, a La Isla. Mientras, beberemos. Mientras, beberemos, y beberemos, y beberemos.»

—Tengo que volver a casa.

—Esta noche, en La Isla, encontraremos a la chica.

—Si vamos...

—Encontraremos a la belga y...

—¿Por qué dices que es belga?

—Es belga, tú lo has dicho. Has dicho que era belga, tú tienes buen ojo.

—Yo no he dicho...

Al volver la esquina, junto a una plazuela con plátanos y jardincillos de agostado césped, había un bar con las persianas a medio bajar.

—¿Qué dinero queda? —preguntó Antonio.

—Siete u ocho pesetas.

—Todavía tenemos para una copa o para dos. La ventaja de tomar absenta es que se toma una cosa barata.

En el bar se estaba bien. El ventilador refrescaba el ambiente.

—Dos absentas —dijo Rafael.

—¿A que ya no te duele el estómago?

—Ya no.

—Esta noche, la muchacha belga para ti. Yo me buscaré otra.

—¿Y tu amigo?

«Ni la chica belga ni ninguna otra. Esta noche estaremos completamente borrachos.»

—Esta noche, en La Isla, lo vamos a pasar bandera.

—Esta noche, en La Isla... Probablemente es mejor que vayáis vosotros.

«Yo no iré a La Isla. Tengo que marcharme a casa, tengo que escribir. Solamente tengo diez duros. Tengo que administrarlos. He vendido mi reloj estúpidamente. La chica irá a La Isla, pero prefiero que no vaya. Tengo que decidirme de una vez a marcharme a casa.»

—Seguro que la muchacha va esta noche a La Isla. Las extranjeras son todas iguales.

Rafael bebió su copa de un trago.

«Yo no tengo que ir a La Isla. Éste es el tercer día.»

—¿En qué piensas? —preguntó Antonio.

—En nada. Vamos a buscar a tu amigo.

Las hojas de los plátanos parecían quebradizas. En el suelo guiñaba la luz entre las sombras de las hojas. Se podía mirar al sol, rota su fuerza en las copas de los árboles.

«Un tipo cualquiera puede hacer un buen compañero.»

(1961)
Cuentos 1949-1969
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