Los atentados del barrio de la Cal

El barrio de la Cal es blanco y negro. Huele a sacristía de iglesia aldeana y a perro muerto. Las casas son bajas, los árboles, escasos y consumidos; no tiene pájaros, no tiene, tampoco, buena iluminación. Las gallinas del barrio de la Cal son aves de poca pluma y ponen los huevos más blancos del mundo, aunque parezca una exageración. Los vecinos están acartonados.

En el barrio existen demasiadas cosas interesantes: una taberna mísera, donde se expende vino áspero, donde los aperitivos son sardinas albardadas hace mucho tiempo; otra taberna donde la gente sólo entra a tomar coñac y anís, y, por fin, una tercera taberna, donde se puede pedir vino, licores y jarabes de refresco. El barrio posee, además, un calvero para que los muchachos jueguen a la pelota, y un sentido de la hospitalidad muy complicado. Nadie ha echado una partida de mus con las gentes de la Cal desde hace muchos años, porque son un sí tramposos, llevan el amor propio hasta terrenos peligrosos y ellos se entienden y solamente el diablo está con ellos.

En el barrio hay buena tradición de política extremista. El barrio goza de dos jefes: uno, con muchos subordinados y una relativa bondad; el otro, con muchas malas pulgas, con un vino infernal, una fortaleza física monstruosa y ningún seguidor. Los dos jefes no se pueden ver.

En los atardeceres de verano el barrio se decora de un halo extraño. Es bonito, sí. Las fachadas de las casas, pequeñas, como guaridas de lobos, se amoratan y parece que una piel humana blanquísima con vergajazos se extiende hacia el campo ocre. El sol, si hay nubes de crepúsculo, saca tintes que desparrama por el calvero, por las tres calles de la Cal, por los tejados. Un velo de polvo blanco tamiza la luz y parece que se extiende un arco iris aplastado. Las mujeres se sientan a las puertas de sus casas sobre unas piedras que están para eso. Charlan poco y se les van los ojos lejos, muy lejos, hacia tierras de mejor fortuna. Los hombres se distribuyen por las tabernas a hablar de política en voz baja y con muchos claros. Les queda en el pelo, en las cejas, en las pestañas, como un recuerdo de caracterización de viejos. En las uñas y en los surcos de la piel la cal reposa su madrugada. A veces cae en los vasos de vino el polvillo blanco. A veces, a una palmada en el hombro de un compañero, se levanta una nubecilla.

De las tres tabernas hay que hablar algo. Es normal que la mejor abastecida sólo sea visitada los domingos. Ningún hombre del barrio dejará de llevar a sus chicos a tomar una buena zarzaparrilla o una granadina fresca a esta taberna en un día de fiesta, cuando se va vestido elegantemente, recién afeitado y contento de no trabajar. Además, aquí se pueden comprar un dulzón o un caramelo verde, que casi no cabe en la boca del niño, o un paquetillo afligido de lágrimas de azúcar. En cambio, las otras tabernas son más de visita cotidiana, pero con cierto orden. Así, por la mañana, a hora muy temprana, está ya abierta la del coñac y el anís; así, por la noche, la última que cierra es la del vino y las sardinas olvidadas bajo una gasa amarilla y rota. Los hombres del barrio dan, siguiendo este método, de comer a los tres taberneros y llevan una vida sana de bebedores con ley.

El jefe de los muchos subordinados es apacible y delgado, se duele a veces de la boca, que la tiene quemada, y hace gárgaras de coñac para desinfectarse. Le salen dos punzones en las rodillas y quijotea defendiendo ante el patrono a sus compañeros. El jefe sin subordinados es necio, egoísta, envidioso de la gloria del otro y, ¡qué corpulencia tiene, Dios mío!, es..., es... como un boxeador. Se cuentan de él cosas tremendas de cuando estuvo en la cárcel por una bronca con no sé qué jaque, de cuando sirvió en África soldado, de cuando unas elecciones movidas que hubo. Le llaman todos por su apellido, Muñoz, como al otro le llaman por su patronímico, Miguel.

Muñoz puso de moda entre la gente joven el llevar tatuados los brazos, como él. A uno le dio un disgusto porque como se dedicaba, por poco dinero, a acribillarles los brazos con mujeres en cueros y corazones flechados y gritos subversivos, que es lo que había aprendido en la morería, y no tenía sentido de la asepsia, pues se le infectó y se le puso el brazo hinchado igual que una corambre de vino y por muy poco tienen que cortárselo.

Miguel ha trabajado toda su vida de calero. Su mujer tiene también cierta categoría jerárquica en el barrio. Sabe hacer emplastos curanderiles para sanar de los catarros malos, sabe preparar aguas de plantas para los dolores de las preñadas, administra retornos de amor con frases melosas para los que abandonan el hogar y se lían con pelanduscas, repite consejos heredados y no mezcla las cosas santas nunca, porque, a pesar de ser como su marido, suelta de ideas, les tiene un gran respeto. Cuando hicieron una redada y se llevaron a los hombres al estaribel, ella se encargó de la marcha del barrio, haciendo justicia y exigiendo en el apuro rígida disciplina. Luego volvió a ser quien era.

Las gentes de Miguel, los sábados, cuando se les sube el vino a la cabeza, si se encuentran, por casualidad o por costumbre, en alguna taberna con Muñoz, le buscan las cosquillas y acaban las discusiones mal, muy mal. Uno de ellos dice:

—Muñoz, tú no eres bueno; eres como los alacranes, ¿Por qué no te vas del barrio?

Y Muñoz alza la voz, aunque teme al grupo.

—¿Por vosotros me iba a ir? Soy demasiado hombre y aquí me quedo. Además de que las mujeres de estas covachas se me dan bien, prefiero ser gallo en este gallinero que andar buscando otro.

Interviene el tabernero, que se obliga —a la fuerza ahorcan— a ser amigo de todos.

—Dejaros ahora de discusiones, que siempre hacéis la misma.

Y entonces todos le toman como juez, confundiendo las voces.

—Tú ya sabes cómo es éste...

—Tú reconoces que éstos no me tragan.

—Tú has visto que en el barrio hay Pascualas para este grajo... Tú te has creído que se le pueden resistir sus c... Tú ya has oído que habla mal de ti y dice de tu mujer...

—Tú no les hagas caso, porque el único que chufla soy yo y les pica.

—Tú dices que nosotros la fastidiamos, pero es él... Tú sabes que no es de los nuestros y que en política es miau... Tú acuérdate de la semana pasada.

Y acaba por oírse solamente en la baraúnda de gritos, el tú que pone en el fiel la balanza para ver a quién se inclina. Después se marcha Muñoz con calma, abandonando el campo a las gentes de Miguel, hacia otra taberna. El tabernero entonces explica:

—Bueno, pero si ya sabéis cómo es, dejadlo en paz. También vosotros sois como sois. Desde luego hacer lo que queráis menos broncas en mi casa, que es muy santa y muy honrada para que vengáis con vuestras cosas a complicarme la vida.

El grupo se calla, pagan y se van. Están excitados porque la semana anterior Muñoz ha calentado las costillas a cuatro. Hoy, sábado, las cosas cambian. Muñoz está bebido y ellos también. La cosa cambia, porque son mucha fuerza y pueden tomarse la revancha.

Los sábados Muñoz tiene atentados. Los del grupo de Miguel le esperan cuando, a tropezones, busca su casa y le adoban a palos. Cuando se recupera, como tiene buena memoria, memoria de proboscidio, se dedica entusiásticamente a la venganza. Va cogiendo uno por uno a los que la víspera del domingo le imponen severas penitencias y llenan de terror sus borracheras, despachándose cumplidamente. Este juego social se quiebra pocas veces. Hay treguas en invierno porque a todos se les complica la vida y no tienen otras ganas que las de comer, que son muchas, y hacen variar la mentalidad de cualquiera. Entonces es el tiempo de los tatuajes, de la paz tabernaria y de las deserciones de la gente de Miguel, que a veces, cuando Muñoz invita, aceptan y devuelven el cumplido ofreciéndole tabaco. Pero en cuanto llega el /buen tiempo y las estrellas hacen del cielo un capitán de alabarderos con hermosas charreteras de largos y brillantes canalones, se les cambia la sangre y aparece en cada alma un trueno volcánico, dejando de ser agua pasada el odio a Muñoz y resucitan, como cardos, las querellas de antaño. Hay días de tanteo, días en los que la venganza se desata de sus cadenas y crece agigantándose. Vienen los primeros aullidos callejeros de los perros, que transforman las noches con ventanas entornadas, mientras buscan hembras. Perros que, rijosos, trotan de aquí para allá con la lengua fuera, el hocico seco y el sexo avispado. El barrio aviva el rescoldo. Se comienza a hablar mal de Muñoz, que es un héroe demoníaco.

—¿Le viste ayer? Anda detrás de la hija de Crescencia... ¿Te diste cuenta...? ¿De dónde sacará ése dinero...? ¿Te fijaste en que cuando entramos estaba solo hablando con la mujer de Moreno, el tabernero...?

—¿Qué se traerá entre manos...? Algo malo, porque ése...

Y luego todos se callan hasta que de nuevo los levanta otro juicio hasta la indignación.

—El otro día tuve una discusión con él por política. De poco hay leña.

Otro aventura la mecha encendida.

—¿Por qué no se irá del barrio?

—Ese no se va, hay que echarlo.

El cielo del verano parece una tarima negra que al mirarla crujiera y que en vez de desprender polvo desprendiera estrellas. Los ánimos están preparados para comenzar el juego. Por fin se encuentran todos un sábado, un mal sábado, en que el vino ha trastornado las cabezas, y Muñoz, al llegar a su casa, tiene que usar dos palanganas: una de agua fría, para la sangre, y otra de agua caliente, para las magulladuras. Después se repite el cantar. Su memoria, su maldita memoria, y a pagar los del atentado sabatino, uno por uno durante la semana entrante, la valentía de pegarle en grupo.

Es extraño, pero nunca son más de cuatro los que le atizan a Muñoz. Tal vez sea para no abusar, o para asegurarse que el peón saldrá perdiendo, porque Muñoz puede con dos hombres, está igualado en fuerzas con tres y pierde con cuatro. Una vez fueron sólo tres los del atentado de costumbre y tuvieron que tender una cuerda de un lado a otro de la calle para que tropezara y pudieran darle a mansalva. La venganza fue terrible, porque pegó dos espantosas palizas a cada uno. Volvieron todos, por orden y temor, a los atentados de cuatro sin trucos condenables. A Muñoz y a los de Miguel aquello les llegó a parecer normal. Los atentados unían a los vecinos, y Muñoz despertaba en ellos un temor de ídolo del que se tiene la seguridad pendiente y una sensación de que era como una espita por la que se podían verter los malos humores que les atosigaban. Muñoz era en el barrio de la Cal el sosiego y el desasosiego. Era en la imaginación colectiva un centauro de héroe y de animal inmundo y despreciable. El barrio, sin la historia de cada atentado, no hubiera tenido nada que comentar y la gente, aburrida, puede que comenzase a malquererse.

Todas las cosas acaban en este mundo y, por suerte o desgracia, los atentados se truncaron sin culpa de nadie, o mejor, por culpa del vino agriado de Moreno. Era sábado y se preparaba la fiesta de siempre. Muñoz salió bravo y estirado de la taberna después de haber dejado sentada su hombría. Iba más borracho que de costumbre.

En la calle, aprovechando los dos o tres minutos que le quedaban antes de encaminarse a su casa en busca de los mangazos, pretendió orientarse. Se sentía mal, como nunca. Iba casi desinflado y regurgitaba a cada paso. Nadie sabe cómo ocurrió, si se le fue un pie, si tropezó, si hubo un duro y verdadero atentado. A este respecto, las gentes de Miguel juraban por todos sus muertos que no, que ellos sí que pensaban haberle dado, pero que no. Ni siquiera le tocaron.

Encontraron a Muñoz en un hoyo con la cabeza abierta y una fuerte conmoción cerebral. Se asustaron. Muñoz no volvía en sí y respiraba fatigosamente. Llamaron a Miguel, que aquel día se había retirado temprano. Apareció en pantalones de pana y en camiseta de media manga. Se dio cuenta de la situación.

—Hay que llevarlo a la Casa de Socorro.

Uno de los presuntos caballeros del atentado, balanceándose lastimosamente, le alentaba en la nariz con misterio.

—¿Tan grave es, Miguel? ¿Se ha escalabrado?

—No sé, pero esto no lo arreglamos aquí. A mí me parece que lo mejor es llevarlo para arriba. Allá verán lo que tiene.

Algunas mujeres, despeinadas y gritonas, hacían la pamema del dolor.

—Ay, que lo habéis matado, que lo habéis matado...

—Callaos y a casa, que esto es asunto de hombres.

Y se iban quejando a esperar que volvieran los hombres y les contaran. Otras querían resguardo para sus maridos.

—¿Te preparo la ropa y te vas hasta que pase esto?

—Pero si no ha pasado nada, María. A casa, que cuando llevemos a éste aparezco por allá.

Por fin el grupo se fue desintegrando. Miguel y los que no estaban muy pasados de vino cargaron con Muñoz y lo llevaron a la Casa de Socorro. Las luces en las casas se apagaron. Unos nubarrones de tormenta crecían del campo hacia el barrio de la Cal. Los perros buscaban asilo bajo las tejavanas. Regresaron los hombres cuando caían las primeras gotas gordas, que se aplastaban en el suelo fofamente, como cuando se pisa un abejorro torpe...

No pasó nada. Muñoz se recuperó de su conmoción y de sus costillas rotas. Estuvo quince días en el hospital. Cuando volvió al barrio, llegaba como un mutilado glorioso y la gente, desde los umbrales de las casas, le saludaba espiando sus gestos, pero sin atreverse a acercársele.

—¿Qué tal, Muñoz?

Y él, halagado, respondía con gesto flaco de muy enfermo.

—Ya se pasó todo.

Fue a su casa. Allí le fueron a visitar Miguel y algunos de sus muchachos.

—¿Se puede, Muñoz?

—Adelante, hombre, adelante.

—¿Qué tal eso?

—Como nuevo; dentro de dos semanas, al cúrrelo. Lo malo es que el patrón no paga nada porque no es accidente de trabajo.

—No te preocupes, Muñoz, para eso estamos. Ya se verá y algo puede que le saquemos.

—Gracias, Miguel.

Se callaron. Era el momento propicio para la pregunta de Miguel; pero éste, otras veces tan decidido, no se atrevía; se miraron fijamente. Muñoz hizo uso de su memoria.

—Me tropecé, ¿sabes?, al querer saltar el hoyo. Iba malo; ese vino asqueroso que Moreno vende... Si no lo cambia no entro más, porque igual repito.

Miguel y su gente se aflojaron ante la noticia.

—Tienes razón, Muñoz. Hay que decirle que cambie el vino. ¿Puedes fumar?

—Desde luego.

Miguel se volvió a uno de sus acompañantes.

—Oye, lárgate a Saturnino, ¿eh?; a Saturnino, no a Moreno, y dile que te dé dos irascos de tinto de mi parte.

Aquella tarde hablaron y hablaron. Repitieron los viajes a Saturnino. Comenzó a entrar gente en casa de Muñoz. Se charlaba de política. Acabaron entendiéndose. Brillaba una luna grande y farolera que ahuecaba las casas. El barrio se extendía blanco y negro. El llanto de un niño pequeño brotaba de una ventana. El terrorismo inútil del barrio de la Cal había terminado. Era sábado.

A las tres semanas, Muñoz trabajaba de nuevo y cobraba la mitad de los jornales del tiempo de hospital y convalecencia. De noche un guardia cuidaba del orden del barrio. Guardia de noche pedido al Ayuntamiento por el patrón de las caleras. El último atentado fue hermanador, fue un atentado de la Providencia. Aquel verano hizo demasiado calor. Sobre el barrio de la Cal se encendía el cirio del sol quemando los malos pensamientos, frágiles como mariposas, negros como los aullidos de los perros en las noches tibias.

(1951)
Cuentos 1949-1969
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