Las piedras del páramo

A J. M.

Todo era un rumor. Todo era indistinto y sonoro. Movimiento, color, volumen, palabra, se confundían en algo cálido y amigo que él llamaba rumor.

Estaba sentado en el poyo de la puerta de su casa. Su duro tacto exploraba en vano buscando las arrugas de la piedra; solamente encontraba lisura. Su mirada acuosa no se fatigaba en los planos del paisaje; hombres y campo, animales y casas, eran una borrosa película, un fondo lejano, un vago recuerdo de la realidad. Su oído había dimitido de la brega con los sonidos; no pretendía siquiera captar; iba dejándose invadir, anegándose en el rumor, en el eco de la vida y las cosas. El mundo era inodoro e insípido, definitivamente destilado en su desinterés.

No contaban con él; lo sabía. Deseaba que no contaran con él. No debía ser interrumpida su calma lagunar. Quería ser dejado solo hasta su evaporación total, hasta que él se sumase con su última onda de vida al rumor absoluto.

Vivía con dos sensaciones únicas: el calor y el frío. En las primeras horas de la mañana salía a la puerta de su casa y se sentaba en el poyo. El calor del mediodía lo echaba a la sombría cocina. Allí dormitaba su obsesionante examen de sí mismo. Cuando el sol caía, iba a sumergirse en la incierta luz de la atardecida, en la ardiente emanación de la tierra, en la colmenera zumba de las conversaciones vecinales, en el chirrido de las cigarras del breve olmedo. El fresco nocturno acababa por entumirle y hablaba para pedir ayuda. Alguien le ayudaba —vecino o familiar— y entraba en la casa. Y en la casa, desaparecía en su alcoba.

Estaba sentado en el poyo mirando al campo, descifrándolo «e memoria en parcelas de tierra, en subarriendos, en herencias, en tratos de compra y venta... El camino hasta el pequeño edificio de la estación de ferrocarril... Unas elecciones se mezclaban con el asunto del camino, recto como una vara de aguijada, blanco candeal, infinito en su soledad. El campo, amarillo como su propia piel, limitaba con el cielo, tan azul que, mirado fijamente, era una oscuridad amenazante. El campo, como su propia piel, estaba cuarteado, ribazado, elevado en algunos puntos por la roca, por el hueso.

El sol se hundía tras de los alamillos de una acequia seca. La albura del camino era un cauce violeta. El amarillo de la tierra paniega se tornaba una ferruginosa oxidación, En el olmedo, la noche amasaba ya todas las hojas, todas las vibraciones y temblores, en tiniebla.

Dejó de pensar y le acarició el rumor de la vida y de las cosas. «Cuandoeldifuntojuansemarchódelpueblo...», «...cuandonacióelhijoprimerodemaría...», «...cuandoelcrimendelafuentecilla...», «...cuandocuandocuando...» Hasta que las palabras de los vecinos en tertulias a las puertas de sus casas, y los ruidos de las bestias, y las llantas del carro hiriendo las piedras de la calzada, y los pájaros zorzales, y los grajos, y las cigarras, cuyos cantos eran un raspar de fósforos y una crepitación de llamitas que sólo apagaba el rocío matutino; y el aire tibio, que hacía chasquear los cardos secos, y la doméstica copla, y el alboroto errante de la chiquillería, se hicieron una sola onda muy abierta, que se extinguía en él.

Pensó en cuando fuera rumor —«...cuandoelviejosánchezquehabíaestadoenlaguerradecuba...», el diapasón de los cardos secos, las ásperas notas de las cigarras, el quebrantamiento de la piedra por la llanta, nuevos pájaros peleando...—, pensó en cuando fuera rumor y se extinguiera en algún hombre del pueblo que estuviera esperando, como él.

«Mañana, domingo —oyó decir y desapareció el rumor—; mañana domingo, quiero ir a la ciudad» —volvió el rumor.

—¿Quién me da la mano? —preguntó.

Sintió una mano fuerte en su brazo, atravesando el tacto hasta su hueso, e inclinado, sin mirar al que le ayudaba, anduvo hacia la puerta. «Mañana, domingo —pensó—, la misa es temprana; tengo que estar descansado; no se puede faltar cuando me quedan tan pocas.»

—Hasta mañana, abuelo —dijo su acompañante.

Entró en la casa, tropezó en el orillo de una losa, siguió titubeante y llegó a la escalera.

—Padre —dijo una mujer—, ¿quiere comer algo?

Hizo un ademán negativo. La mujer insistió.

—¿Un poco de sopa?

En la oscuridad de la escalera buscó a tientas con el bastón los bordes de los escalones. «Mañana tengo que levantarme temprano —pensó—, y ahora, ojalá pueda dormir.» Su alcoba olía a humedad. Por la mañana la había enjalbegado uno de los hijos. El mundo olía a humedad. Pensó que era el olor de la tierra del cementerio; la única tierra húmeda en el trozo de páramo que le había tocado vivir; la única tierra que se pegaba a las botas como queriendo retener a los acompañantes de los entierros y a los que iban en visita de aniversario. «Misteriosamente húmeda —pensó—, y ahora tengo que dormir.»

Se desnudó muy lentamente y se tendió en la cama. Encontró su sitio en el colchón de lana merina. Un regalo de bodas; un regalo fanfarrón del suegro; un lujo sin par en el pueblo; un comentario desvergonzado que saltó del lugar y se perdió por las aldeas hasta más allá del horizonte. En la pobreza del páramo y sus gentes, un colchón merino era casi un pecado.

Cerró los ojos y extendió su brazo izquierdo. Pensó que si presionara con la mano a lo largo de la cama, tal vez haría el otro sitio. Hacerlo sería fabricar un recuerdo. Recordar cuarenta años de un cuerpo durmiendo a su lado, viviendo a su lado, dándole hijos, en una huella que solamente él podía reconocer. María había estado allí y allí quedaban su eco y su rumor. Pero era inútil recordar: María hacía muchos años que tenía su sitio en la tierra húmeda. «Misteriosamente húmeda —pensó— y blanda y sin piedras...» Respiró profundamente; retiró su brazo. «... y ahora hay que dormir».

Andaban partiendo leña en el bardal o eran cohetes. Eran disparos de caza. Por los postigos entraba la luz, la pasta de luz del amanecer. Eran disparos de caza. Se derramaba la luz en un chorretón que alcanzaba hasta los pies de la cama. La cal de las paredes parecía gris. Demasiado seguidos para ser disparos de caza. Demasiado seguidos para ser cohetes. Se incorporó dificultosamente y dejó resbalar sus manos hasta el vientre. Intentó averiguar la naturaleza de los estampidos, «...Cuandoelviejosánchezquehabíaestadoenlaguerradecuba...» Entonces oyó claramente una descarga, y luego otra, y disparos sueltos de fusilería. Entonces llamaron a la puerta. Llamaron a la puerta golpeando con las palmas de las manos. Distinguió la voz, confusa en el apresuramiento, de su hija mayor:

—¿Está usted ahí, padre? ¿Está usted bien, padre? Conteste, ¡por Dios! ¡Abra!

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Por qué hay tiros en la calle? ¿Por qué disparan?

—¿Está usted bien? Abra, por lo que más quiera...

Y las otras palabras se perdieron en un bisbiseo, en un son de rezo.

Apartó la ropa de la cama y dejó reposar su mano izquierda sobre el estambre de la vieja colcha. Estuvo un momento sentado, rozando con los pies desnudos la esterilla del suelo. Luego se deslizó y sintió el frío de las baldosas en las plantas de los pies. Cuando se acerco a la puerta oyó un sollozo. Pensó que había acabado la espera de su hija y que volvería a golpear en la puerta.

—¿Por qué disparan, Juana? ¿Quién dispara?

Le pareció escuchar el llanto de los niños pequeños. Alguien tropezó en la escalera. Juana daba sus golpes con desesperación y borró los disparos y aquel lejano llanto de los niños y el ruido de la escalera.

—Dile que abra —gritó Juana—. Dile que abra.

Oyó al marido de Juana. Su voz era urgente y autoritaria.

—Abra, abra, abra, abra...

E iba subiendo hasta el grito.

Abrió. Vio a Juana despeinada, llorando, mostrando por el descote de la camisa de dormir el natoso, blancoamarillento pecho, en contraste con el triángulo moreno y campesino de su garganta. Vio a su yerno Benito con los brazos tintados del sol del trabajo y los antebrazos pálidos y la camiseta de felpa sucia para mudarla y los pantalones de pana negra y las barbas crecidas de toda la semana cubriéndole el rostro. Pensó en fusilamientos. Luego sintió sobre la debilidad de su cuerpo el peso de su hija que le abrazaba.

—Cálcese y baje —dijo Benito.

—¡Qué desgracia! —dijo Juana llorando jadeante—. ¡Qué desgracia!

—Baje —dijo de nuevo Benito—. No se arrime a las ventanas.

—¿Quién dispara? —preguntó—. ¿Qué es lo que pasa?

Repentinamente quedaron los tres en silencio. Juana contenía la respiración. Se oyó el llanto de los niños como una salmodia. El ruido de un camión que pasaba despertó la angustia de la casa. Estuvieron en tensión hasta que la bronca discordancia del motor fue haciéndose un ronroneo, que se perdió, por fin, en la distancia. Pero el ruido hostil seguía en ellos, en la imaginación y en la memoria, y sólo volvieron de su estupor cuando un cardumen de disparos oxeado por el viento mañanero, se acercó tanto, que titubeó a la puerta de la casa antes de ser arrebatado y hacerse hondura de paisaje.

—¡Baje! —dijo Benito.

—Fueron por el camino de la estación —dijo él.

—Baje, padre —dijo Juana.

Se desasió de la hija y dio unos pasos. Llegó a la cama y se sentó.

—¡Baje! —gritó Benito.

Pensó que no tenía ganas de bajar. Sus negras alpargatas estaban junto a la mesilla de noche. En el pequeño armario de la mesilla guardaba sus botas de invierno: el cuero blando, despellejado y blanquecino. «No voy a bajar —pensó— hasta que no llegue la hora. Hoy es domingo y no voy a bajar. En este mes de julio amanece muy temprano y todavía no es la hora.»

Juana le estaba calzando las alpargatas y Benito sostenía sus pantalones con las dos manos, como una capa de torear partida por un derrote, esperando que se levantara.

—Déjame, déjame —pidió.

Al sentirse calzado se puso en pie.

—Trae —dijo a Benito.

La luz de la mañana se iba adelgazando y clarificando. La cal de las paredes ya era blanca.

—La camisa, dame la camisa —dijo a Juana.

—Póngase la chaqueta y baje de una vez —gritó Benito, y a continuación maldijo.

Olvidó su rebeldía. Querían que bajase y bajaría. Se arrolló la faja negra a la cintura y caminó hacia la puerta. Juana intentó ayudarle a bajar las escaleras.

—No te necesito, Juana, me basto...

El camión volvía y el áspero sonido de su motor cortó sus palabras. Los movimientos se paralizaron un instante. Todo quedó como en el pasmo de un fotograma. Luego los tres se apresuraron y descendieron al turbio silencio y al miedo confuso de la familia en la cocina.

—Tiran contra las casas —oyó decir.

Y no supo distinguir la voz, porque la voz había perdido sus acentos personales y era lo mismo que un grito desvelado en su sueño. Se sentó en el escaño. A su derecha los niños rodeaban a Teresa, la hija menor, que abría los brazos protegiéndoles. «Tiran contra las casas —pensó— y ya nadie va a esperar su hora con tranquilidad.»

Benito siseó y los niños se apretaron en torno a Teresa. El perro entró a hurtadillas, con los cuartos traseros derrengados de miedo, buscando la oscuridad. Benito siseó de nuevo: al silencio, al miedo, al perro, al pensamiento, a su propia atención puesta en los sucesos de la calle.

—Se han ido —dijo Benito.

La voz de Benito encontraba respuesta en la penumbra: un suspiro, casi un jadeo; el hipar del comienzo del llanto de los niños; una respiración y un movimiento de desahogo.

La penumbra vaciaba la cocina de la presencia de los seres y los borroneaba en imágenes acuosas. Pensó en su rostro entrevisto en las aguas de la cisterna del patio, escasas pero míticas en su profundidad. Pensó en que, como de José se decía en la Biblia, él había sido arrojado a una cisterna. Allí estaba abandonado en la penumbra, en el eco de su voz, en su tacto temeroso, en el aroma de la humedad y en el sabor de su saliva.

—Se han ido —repitió Benito—. Voy a ver...

Las palabras le parecían lejanas y las interpretó como un fugaz pensamiento de ánimo que nacía en Benito a la espera de que el corazón se contrajese de repente, como se cierra una mano en un puño, y le golpeara el pecho impulsándole a salir.

—Voy a ver...

Las palabras de Benito habían llegado a todos y todos lo vieron, en el tiempo de un guiño de relámpago, muerto a la puerta de la casa.

—No vayas, Benito. Espera, espera... —gritó Juana.

La penumbra se deshacía en voces, en movimientos, en llantos entrecortados. Benito salió al portal.

Benito, por el postigo, vio la calle solitaria. En una boñiga quedaba la certidumbre del paso del camión. Abrió la puerta y s asomó. Miraba hacia el camino de la estación.

Mirando desde sus puertas hacia el camino de la estación se sorprendieron los vecinos. Dejaron el amparo de las casas y en un punto de la calle formaron un grupo.

La penumbra de la cocina era un débil velo de oscuridad en los rincones. La luz del día entraba en el portal furiosamente y se atenuaba en la cocina. Pensó en salir a la calle. Se levantó del escaño y comenzó a andar.

—Déjame, Juana, déjame.

Su bastón golpeó en las losas del portal, y cuando la luz de la mañana le recortó encogido, tembloroso, lo suficientemente seco para que el aire le hiriese en la piel, pensó que aquel momento merecía el tener treinta años menos.

—Benito, Benito —llamó.

Benito se acercó.

—¿Quiénes eran? ¿Por qué disparaban? ¿A qué fueron por el camino de la estación?

Benito lo cogió de un brazo y lo fue llevando hacia la puerta de la casa.

—Entre usted —dijo.

Y no se resistió.

—¿Dónde está el párroco? —preguntó.

—Entre usted —dijo Benito.

—¿Y la misa? Hoy es más necesaria que nunca.

—Entre usted —repitió Benito—. No se quede ahí.

—Tenemos que ir a la iglesia.

—La iglesia está cerrada. Él se fue con los del camión. Le miró fijamente a los ojos y los ojos de Benito le parecieron más oscuros que nunca.

—Entre, entre. Él se fue a la ciudad.

—Nos ha dejado —gruñó—, nos ha dejado.

Benito cerró la puerta de la casa, dejándole solo en la penumbra. Tropezó en el orillo de una losa y entró a ciegas en la cocina. Juana le acompañó hasta el escaño.

Las palabras de Benito volvían una y otra vez a sus oídos y le penetraban y le caían en el corazón. Un ruido creciente le envolvía y le llevaba. Las palabras se entrechocaban y gemían y se quebraban. Sobre su cabeza se derrumbaban piedras furiosas, gigantescas tronadas, olas retumbantes. La mansedumbre del rumor conocido era ahora una ira desbordada. Y una vez y otra las palabras llegaban, hendían e impactaban en su corazón. «No merezco esto —pensó— y es demasiado para mí.»

Benito entró jadeando.

Los niños volvieron a llorar. Lejanos, aventados por el viento del páramo, sonaban los disparos.

(1961)
Cuentos 1949-1969
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