Los almendros han florecido

El caballero y la muerte

El caballero recordó un melancólico episodio de su vida. El golpear del trotón en la tierra del camino sosegaba, como el borboteo de una fuente, su discurrir por el tiempo pasado. Aún invernizo, el tibio mediodía aventuraba ya las temperaturas de la primavera de la isla. Tras de los olivos y los algarrobos, los almendros extendían sus neblinas bajas. Más allá, terminadas las tierras de labor y los prados con flores, las sabinas ascendían por las laderas de las montañas perfilándose en los altos. Los cubos de las casas payesas, salpicados por el valle y las colinas, carecían de la enérgica presencia de los pueblos y mostraban su soledad y desvalimiento. Una luz melifica, que no hacía sospechar las crudezas cenitales del estío, apagaba los colores. El caballero, en su carretela, transitaba por un paisaje dulce, acuarelado y epiceno.

El caballero se dirigía al pueblo en busca de su correo. El pueblo estaba al fondo de la bahía (cerrado al oeste por un escenográfico telón de islas y roques, abierto al noroeste al horizonte), con calles claustrales y enjambres de apartamentos y edificaciones hoteleras y una pina de casitas de pescadores. El camino que recorría el caballero afluía a la carretera en la mitad de una curva tan tensionada como una media circunferencia. Iba el caballero entregado a sus añoranzas, cuando el caballo dudó, antes de entrar en el asfalto, y con un mecánico golpe de riendas lo impulsó a seguir.

Cruzaba el caballo con su andadura, insolentemente académica, y proseguía el caballero absorto en sus recuerdos. Venido de lo lejano se hizo presencia un ruido, repentino como un vendaval, agudizado en la quejumbre. El caballero sintió una poderosa embestida y todo su cuerpo fue dolor. Después rumores inciertos, aspereza en los dedos, aroma de lilas o de gasolina y amargura y ceguedad. En el sembrado de cebada, como un pelele de otomana, yacía desmadejado el caballero. De la cabeza fracturada, algo blando y rosáceo se mezclaba con la sangre de una herida.

El trotón del caballero, desenganchado por el golpe de los atalajes, jadeaba con las cuatro patas dobladas. La carretela era un juguete antiguo y roto, abandonado en la cuneta de la carretera. El descapotable del caballero apenas mostraba señales del choque.

El joven amigo de Amadís sostenía la pobre cabeza e intentaba incorporar el descoyuntado cuerpo.

—Está muerto —dijo susurrando—. La cabeza deshecha contra el árbol.

Un payés frenó su moto. Genoveva se cubría la cara con las manos. El payés ayudó al joven amigo de Amadís y el caballero fue depositado en el asiento trasero del automóvil.

—Ahora conduzco yo —dijo el joven amigo de Amadís—. Sosténlo como puedas.

En el cebadal quedaba como la huella de un cuerpo en la nieve en una hornacina de pisadas, que pronto se borraría.

El caballero no murió hasta cinco días después. No se sabe que sufriese. Los socios de Alegría, Sociedad Limitada, fueron avisados.

Cuentos 1949-1969
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