I
Bajó la cabeza. Las lucecillas de los controles le mascaraban el rostro. Tenía sobre la frente un nudo de sombras; media cara borroneada del reflejo verde, media cara con los rasgos acusados hasta la monstruosidad. Volvió la página que estaba leyendo y se acomodó. Sentía los rebordes de las costuras del asiento; sentía el paño del pantalón pegado a la gutapercha.
...le dejó razón al sheriff de que los cuatreros quedaron encerrados. ..Roy no les, tiene miedo a los cuatreros... Cinco horas después en el camino del Pecos...
Llovía. Las gotas de agua tenían un trémulo y pirotécnico deslizarse por el parabrisas. El limpiador trazaba un medio círculo por el que miraba carretera adelante el compañero, que de vez en vez pasaba una bayeta por el cristal empañado. En la cabina hacía calor.
... Roy fue más rápido... Micke Diez Muescas se dobló por la cintura... Roy pagó la consumición del muerto y salió del «saloon »...
Todo iba bien. Daba escalofríos mirar por el medio círculo del parabrisas. La luz de los faros acrecía la cortina de agua. En la carretera, en los regueros divergentes de la luz, la lluvia era violenta, y el oscuro del fondo, una boca de túnel inquietante. En las orillas la lluvia se amansaba, y una breve, imprecisa claridad emanaba de la tierra; en las orillas, la serenidad del campo septembrino. Acaso cantase el sapo, acaso silbase el lechucillo; acaso el raposo, fosfóricos los ojos, diera su aullido desgañifado al paso del camión.
... montó en su potro «Relámpago»... Si Mr. Bruce insistía en comprar el rancho de Betty, ya le arreglaría las cuentas... Un jinete se acercaba por el camino del Vado del Muerto.
El olor del cigarro puro apagado de su compañero se confundía con el olor del gasoil. Estaban subiendo. Levantó la cabeza y abandonó el semanario infantil sobre las piernas. El compañero escupió bagazo del puro. La historieta se había acabado.
... (continuará)...
Cerró los ojos un momento. La voz opaca del compañero le arrancó de la sensación de comodidad.
—Luisón, coges el volante en Burgos.
—Ya.
—Tiras hasta el amanecer... No pierdas tiempo leyendo tonterías.
—Ya.
—Duerme un poco.
—Ya.
—Tendrás que apretar antes del puerto. Ahora hay que andar con cuidado.
—Ya, Severiano.
Las manos de Severiano Anchorena vibraban, formando parte del volante. El volante encalla las manos, entumece los dedos, duerme los brazos. Hay que cuidar las manos, procurar que no se recalienten para que no duelan. Luisón María se levantó del asiento, dio un gruñido y se tumbó en la litera. La luz roja del indicador del costado entraba por la ventanilla. Corrió el visillo.
Siete toneladas de pesca, hielo y cajas. Habían salido de Pasajes a las seis de la tarde. Corrían hacia Vitoria. En Vitoria cenarían en las afueras, en la carretera de Castilla, en el restaurante de la gasolinera. Era la costumbre.
—Severiano, ¿viste a Martiricorena en Pasajes?
—Se acabó el hombre.
—Cuando yo le vi estaba colorado como un cangrejo; cualquier día le da algo.
—Se duerme al volante. Eso dice Iñaqui.
Luisón estiró las piernas. Preguntó:
—¿Cuántos chavales tiene Martiricorena?
—Cinco. El mayor anda a la mar.
—Ya.
—Anda con Lequeitio, el patrón de Izaro. Luisón se incorporó a medias en la litera. Dijo:
—Trae un cigarrillo.
Severiano le alargó por encima del hombro el paquete de cigarrillos.
—En Vitoria nos encontraremos —dijo— con Martiricorena. Salió a las cinco y media.
Luisón pensó un momento en los compañeros de la carretera: Martiricorena e Iñaqui Aguirre, Bustamante y el gallego Quiroga, Isasmendi y Urreta...
En el techo de la cabina el humo se coloreaba del reflejo de las luces de controles. Severiano bajó el cristal de la ventanilla y el humo huyó, volvió, tornó a huir y se deshizo en un pequeño turbión. Entró un repentino olor de campo mojado.
—Pasando Vitoria, escampa. Podré coger velocidad.
—Estuve con Asunción; me dijo que se iba a casar.
—¿Se va a casar? Vaya... ¿Has mirado cómo vamos de aceite?
—Vamos bien... Con Mariano Osa, ése que le falta un dedo, ése que para en la taberna de Ángel.
—No le conozco... Este motor tiene demasiados kilómetros, tendrán que liquidarlo.
—Ya... Estaba guapa de verdad. Da pena que se case con ése...
—Haberle dicho tú algo.
—Taa... En Madrid hay que repasar el motor; hay que echarle un buen repaso.
—Tú, Luisón, es que no te das maña con las mujeres. Hay que decirles de vez en cuando cosas agradables.
—¿Para qué?
—Hombre, ¿para qué? ¡Qué cosas!
Un automóvil de turismo les marcó las señales de focos. Pasó al costado su instantánea galerna.
—Extranjero —dijo Severiano—. A la frontera.
Luisón estuvo pensando.
—¿Sabes cuánto se gana en Francia en los camiones fruteros?
—Mucho, supongo.
—Doble por el viaje que aquí, primas aparte. Lo sé por los hermanos de Arbulo.
—¿El que se fue a Francia cuando la guerra?
—Sí.
—Se casó otra vez, me dijeron.
Severiano se rió. Su risa era como un amago del motor.
—Vaya tío. Traía a las mujeres...
Luisón se rió: su risa estaba escalofriada por la imaginación.
—Es un mono —dijo.
El camión ascendía las lomas de la entrada de Vitoria. Disminuía la lluvia. Por un momento, la verbena de luces rojas, amarillas y verdes del camión se estableció frente a la caseta de arbitrios. El de puertas saludó la partida inmediata.
La ciudad tenía un silencio íntimo, sombras tránsfugas, bisbiseo pluvioso, madura, anaranjada luminosidad. La ciudad era como un regazo de urgencia para los hombres de la carretera.
Cruzaron Vitoria. Pasaron bajo un simple, esquemático puente de ferrocarril. Otra vez la carretera. Al sur, Castilla, en lo oscuro, noche arriba. Hicieron alto en el restaurante de la gasolinera. Los surtidores esmaltados en rojo, cárdenos a la luz difusa, friolenta, del mesón, tenían un algo marcial e infantil, de soldados de plomo.
El camión de Martiricorena estaba parado como una roca de sombras, con el indicador posterior encendido.
Luisón María antes de entrar en el comedor bromeó con una de las muchachas del mostrador. Las bromas de Luisón no eran ofensivas, pero resultaban desagradables a las mujeres. Luego pasó al comedor. Martiricorena e Iñaqui habían terminado de cenar. Anchorena estaba sentado con ellos. Iñaqui se quejaba de fiebre. Dijo a su compañero:
—Vas a tener que conducir tú todo el tiempo. Estoy medio amodorrado.
—Aspirina y leche. Luego coñac. Bien, bien. Se te irá pasando.
Anchorena había encargado la cena. Luisón saludó a Martiricorena y a Iñaqui. Se enteró de que el último estaba indispuesto.
—Tienes que cuidarte, chaval, tienes que cuidarte. Estás siempre confiado en tu fuerza sin darte cuenta de que un catarro se lleva a un hombre como un castillo...
—Debo tener cuarenta grados.
Martiricorena fumaba su puro con tranquilidad.
—Si en Burgos no te encuentras mejor yo llevo el camión esta noche. No te preocupes.
Iñaqui movió la cabeza negativamente.
—Creo que podré conducir un rato.
Luego consultó su reloj de pulsera.
—Nos vamos a ir. Hay que ganar tiempo. Vosotros camináis más de prisa.
Anchorena explicó:
—El motor anda algo torpe. No creas que se puede hacer con ese camión lo que hacíamos antes.
Iñaqui Aguirre se levantó del asiento. Hinchó el pecho, estiró los músculos. Movió la cabeza como queriendo sacudirse la fiebre. Dijo:
—Estoy roto, roto, amolao, bien amolao. No debiera haber salido de Pasajes.
Martiricorena resopló tras beber una copa de coñac al trago.
—Iñaqui, te echas. Yo llevo el volante.
Iñaqui Aguirre tenía una poderosa constitución de pelotari, el rostro pálido y animado, un hablar casi murmullo. A Martiricorena la barriga se le derramaba sobre la pretina del pantalón mahón, ya casi gris; el pescuezo colorado, el pecho lampiño y graso, se le veían por la abierta camisa de cuadros.
Luisón María y Anchorena comenzaron a comer. Iñaqui Aguirre al despedirse le dio un golpe en la espalda a Luisón.
—Bueno, hasta Madrid. Estoy deseando llegar para meterme en la cama.
Empujó a Martiricorena:
—Vámonos, viejo, que estamos los dos buenos. Martiricorena hizo un gesto con la cabeza.
—Agur.
—Agur.
Luisón y Anchorena comían en silencio. Anchorena dijo:
—Si tienen avería mal se van a arreglar. Con Iñaqui así...
Desde el comedor oyeron arrancar el camión.
—Yo he conducido con treinta y nueve de fiebre —dijo Luisón— el invierno pasado. Cuando llevaba el camión de la Pesquera. Estaba la carretera peor que nunca. Me derrapaba el camión porque estaba desnivelada la carga. Vaya noche.
Anchorena llamó a la muchacha del comedor:
—¿Tenéis por ahí algún periódico de hoy? La muchacha contestó:
—No sé. Miraré a ver.
Preguntó Luisón:
—¿Qué quieres ver?
—El fútbol. Que dicen que...
—¿No has tenido tiempo de leer esta mañana?
—Esta mañana me la he llevado con el asunto de las cubiertas de aquí para allá. He ido a comer muy tarde.
Cuando la muchacha entró con un periódico bajo el brazo, las manos ocupadas con dos platos de carne, Luisón la miró fijamente. La muchacha se ruborizó. Dijo:
—¿Qué estarás pensando, guisajo?
La muchacha era de más allá de las montañas que cierran la llanada alavesa por el norte. Luisón María se sonrió. Severiano Anchorena abrió el periódico.