El porvenir no es tan negro

A María y Jesús Fernández Santos

Amagó la tormenta: un polvoriento ventarrón de pocos minutos, gruesas gotas de lluvia en los alféizares de las ventanas y el grato olor del ozono mezclado a los aromas del campo secano. Fueron encendidas las lámparas cuando el livor del cielo anticipó la anochecida. El cierre de las cristaleras, el ordenamiento de los papeles esparcidos y la espera del aguacero pausaron el trabajo.

La señorita Sánchez contemplaba aburridamente la plaza; a veces se empinaba y los músculos de las pantorrillas —apelotonados, fieros —rompían la morbidez de sus líneas, como defendiéndola de las resbalonas y violantes miradas de los compañeros.

—¿Ya llueve? —preguntaron.

Se agitó la melena de la señorita Sánchez.

—Pasa de largo. Nos va a fastidiar. El Metro estará imposible, de náusea... —y la señorita añadió infantilmente un ¡huy! de asombro.

—¿Sucede algo?

—Un remolino ha levantado una hoja de periódico hasta aquí.

—Mientras no se lleve el edificio, como si nada —dijeron agriamente a su derecha.

La señorita Sánchez volvió la cabeza e hizo un coqueto mohín de falsa inocencia:

—Dicen que en los remolinos hay brujas.

—Venga, niña, tráeme la tarjeta de Fernández Segura, Abilio, y déjate de cuentos.

—Voy, don Daniel.

Don Daniel llevaba veintisiete años en la oficina. La señorita regresó a su mesa. Un rostro anodino, y la piel un poco ajada, y los tacones de los zapatos torcidos, y el andar enhebrado, y el perfume denso; pero su melena rubia, sus pechos, la opulencia de sus nalgas, su sonrisa boba y melancólica, atraían a los compañeros.

—Luisita, aproveche para traerme la de Valle Rodríguez, Eusebio.

—Voy, señor García.

—Si me haces el favor, Luisita, me pasas la de Millán Moliner, Fernando.

—Ahora, Antonio.

La oficina tenía sus jerarquías y tratamientos. Los novicios no pedían las tarjetas: se levantaban de sus mesas para tomarlas del fichero.

—Ya le he dicho a usted, Muñiz, que no me toque el fichero —decía la señorita Sánchez—. Pídame lo que necesite, pero no me toque usted el fichero.

—Por no molestarla.

—Me molesta más ordenarlo.

Los ordenanzas y los botones daban el don de respeto hasta a los interinos. Matices de clase. La señorita Sánchez era la señorita Sánchez, taquimecanógrafa, bachillera, encargada del fichero, única mujer en la sección y con un amarguillo de amor entre sus recuerdos más íntimos.

—A los veinte debía estar bomba.

—De morder.

Los mandones habían reanudado el trabajo. Los novicios discutían empecinadamente cuestiones pedantes.

—¿Cómo se escribe absorber?

—Con be y uve.

—Ya has caído, nene. En esta palabra cae todo el mundo. En los ejercicios de Miranda Podadera...

—¿Dónde está la Herzegovina?

—En Polonia.

—En Polonia estás tú.

Y una memoria colectiva para las crónicas de los deportes.

Se empastelaba azulino el cielo. Asomó el sol.

—Abran las ventanas.

Sonó el reloj y no hubo ocasión. Los mandones limpiaban las plumillas en trapos y ponían las fundas a las máquinas de escribir. Los novicios se bajaban las mangas de las camisas y se apretaban los nudos de las corbatas. La señorita Sánchez se retocó los labios y se atusó el pelo; fue contemplada. El ordenanza que entró al timbre llegaba con el bocado en la boca.

—Esa máquina va mal, que venga el mecánico... Y usted termine de comer antes de entrar.

—Sí, don Daniel.

Antonio Guerra había invitado a la señorita Sánchez y al señor García a su casa.

—Una merienda en familia. Nosotros y un vecino.

Por la mañana había convidado en un bar a los compañeros. Siete duros.

—Hay que cumplir, puesto que es la costumbre. Salieron de la oficina. El andén del Metro olía a albañal y a cueva húmeda. En el vagón olía peor, y la señorita Sánchez sacó de su bolso un pomito de esencia y se lo pasó al señor García y a Antonio bajo las narices.

—Solamente así se puede resistir.

El señor García se apeó en Manuel Becerra con muchas dificultades. Gritó:

—Recojo a mi señora, y si está preparada, dentro de media hora allí.

—Allí le esperamos.

Cuando la señorita Sánchez y Antonio Guerra bajaron en Ventas, el sol poniente cobreaba el piso alto de la plaza de toros. La cola del nubarro, teñida del color de las uvas podridas, desaparecía por los altos de la carretera de Aragón.

—Este año —dijo Antonio Guerra— tengo que venir a alguna corrida.

—Hace tres años que no piso la plaza, aunque realmente prefiero cualquier espectáculo a los toros.

—A mí me gustan, pero las entradas valen un dineral. Hay que aguantarse.

—¿Cogemos el tranvía?

—Vamos andando. Así, le damos tiempo a Queta. Los chicos, ya sabes...

—Es mucho trabajo para ella sola. Mete una criada.

—Y ¿dónde duerme? Y darle de comer, y pagarle, ¿cómo? Está la vida muy achuchada.

—Es que tres gandules —dijo tiernamente la señorita Sánchez— dan mucha lata.

—¡Y lo que venga!

—¿Otra vez?

—Otra vez, hija, otra vez.

—Nos fríes a puntos.

—A ti, no.

—A mí, no, desde luego; pero si un día... —la señorita Sánchez miró lejos—. Bueno, si un día... —la señorita Sánchez se echó a reír— De verdad que no me atrevería a dejar la oficina.

—Igual tienes suerte.

—Quién, ¿yo?, ¡qué cosas! La de todo el mundo.

—Pescas a uno con mucho de qué —se frotó el índice contra el pulgar— y arreglado. Adiós oficina, adiós amigos. Hasta nunca.

La señorita Sánchez se turbó un poquito.

—Qué bromista eres, Antonio.

—Vamos a tomarnos un vermut, Luisa. Antes de llegar a casa hay una tabernita —hizo una mueca—. Queta y yo entramos los primeros de mes, y pase lo que pase. A mal tiempo, buena cara. Te tomas cuatro vermuts y el porvenir no es tan negro. Ni piensas en la oficina, ni el sueldo, ni en nada. Hay que tomar la vida como viene.

—Eso digo yo. Lo que ocurre es que siempre viene mal.

—Ahí está el quid; pero peor estarán otros. Así se consuela uno.

Entraron en la taberna. Antonio Guerra saludó al dueño que se secó la mano en el mandil antes de tendérsela.

—Una compañera de oficina —dijo Antonio Guerra, presentando a la señorita Sánchez.

La señorita Sánchez y el dueño recitaron la fórmula del saludo respetuosamente.

—Ya les ha subido el chico las botellas —dijo el dueño— y el hielo. Están ustedes de fiesta, ¿eh?

—Es mi cumpleaños. Hay que celebrarlo.

—Pues que cumpla usted muchos, y felicidades. ¿Que quieren tomar, que invita la casa?

—Íbamos a tomar unos vermuts, pero no se moleste...

—¿Molestia? Al contrario...

Tomaron los vermuts y Antonio Guerra invitó a otra ronda, en la que entró el dueño. Se despidieron.

—Divertirse —dijo el dueño—. Adiós, señorita. Tanto gusto. Adiós, don Antonio. Repito, ¿eh?

En la calle, la señorita Sánchez comentó con Antonio Guerra:

—Es un hombre muy simpático y muy educado.

—Pero así —apretó el puño Antonio Guerra.

—Pues no lo parece.

—Que tiene vista.

—Vaya...

—Ya estamos en casa —anunció Antonio Guerra y señaló el portal a la señorita Sánchez—. Ahora, tres pisitos y ya está. Disponte a escalar.

—Estoy acostumbrada.

Antes de llegar al piso de Antonio Guerra, les saludó Queta desde el descansillo:

—Bien venida, Luisa. Hija, hacía tanto tiempo que no se te veía el pelo.

La señorita Sánchez llegó hasta el descansillo. Queta hizo su alabanza:

—¡Qué guapa estás! Cada día más guapa. En cambio, yo, ya me ves... Os he sentido subir.

Se besaron sonoramente.

—Te encuentro estupenda, Queta. Y me acabo de enterar... Como tu marido es tan reservado... Todos traen su pan debajo del brazo. Enhorabuena, chica.

—No me des la enhorabuena —dijo Queta, ceñuda— porque estoy desesperada. Tú no sabes lo que son tres hijos, y para colmo el que viene. Pasa, pasa... No nos vamos a quedar en la escalera... Lo que te digo, desesperada. Tú, que lo sabes, ¿crees que se pueden hacer milagros con dos mil setecientas treinta y seis con cincuenta, di? En fin, para qué contarte. Lo mejor es no pensarlo.

De una ojeada, la señorita Sánchez se hizo cargo de las mejoras habidas en la casa desde su última visita.

—Esto no lo tenías —dijo y señaló a un perro de porcelana barata.

—No.

—Ni este butacón.

—A plazos —aclaró Antonio—. Sudándolo a base de bien.

—Pues os queda muy bonito el recibidor —dijo la señorita Sánchez—. ¿Y los nenes?

—Dos los tengo con la vecina —respondió Queta—, porque si no, excuso decirte... Algo había que preparar.

—¿Para qué te has molestado? —dijo la señorita Sánchez—. Lo importante era vernos. Casi no nos vemos más que una vez al año.

—Ni que lo digas.

—No tenías que haber hecho nada.

—Son cuatro tapas. Tomar un bocado y beber unas copas. De vez en cuando hay que alegrarse; si no, no sé dónde iríamos a parar.

—¿Y para cuándo esperas...?

—Octubre.

En la boca de la señorita Sánchez afloró el eco de su pequeña tragedia.

—Con lo que me gustan a mí los niños. Lo que yo hubiera dado... En fin... ¿El pequeñajo?

—En la cuna. ¿Quieres verlo?

—Vamos a tomar primero una copa —dijo Antonio Guerra.

Llamaron a la puerta.

—Gabriel y Amparo —dijo Queta, y aclaró para la señorita Sánchez—: los vecinos.

—Ya los conozco. Me los presentasteis un día... Ella, muy morena, y él, bajito, fuerte, ¿verdad?

Queta asintió con la cabeza. Antonio Guerra abrió la puerta.

—Bien venidos. No les hemos oído subir.

Queta y la señorita Sánchez se besaron con la mujer del señor García. Después de los besos y los saludos, las mujeres fueron a ver al niño de la cuna, y el señor García y Antonio Guerra quedaron en el vestíbulo.

—Tiene usted esto con mucho gusto —dijo el señor García.

—Mi señora —respondió Antonio Guerra.

—¡Vaya, vaya...!

—¿Quiere usted pasar?

El señor García colocó su viejo sombrero sobre el butacón.

—¿Es indiscreción preguntar cuánto paga usted por el piso?

—No, no... De ningún modo.

Repicaron en la puerta con los nudillos: tatatatatá-tá-tá.

—Perdone usted. Es el vecino, Gabriel.

Abrió Antonio Guerra y entró Gabriel.

—Señor Ortiz, señor García.

Se saludaron ceremoniosamente.

—¿Un cigarrito? —ofreció Gabriel.

—No gasto —dijo el señor García—. Desde la guerra...

—Toma, Antonio —y le ofreció Bisonte—. Ahora viene Amparo, si le dejan tus chicos.

—¿Ustedes no tienen familia?

—No, señor; pero como si la tuviéramos. Nos gustan mucho. Aquí, éste, nos los presta de vez en cuando, y tan contentos. Es que mi mujer, la pobre, no puede, ¿sabe usted? Tuvo un aborto y la vaciaron.

—Yo tampoco he tenido hijos —explicó el señor García—. Al principio andábamos un día sí y otro no de médicos. Claro es que la Medicina hace veinticinco años era otra cosa. Hoy tal vez se hubiera podido arreglar. Mi señora tuvo una caída muy mala de joven...

—Bueno, ¿les parece que nos tomemos una copa? —dijo Antonio Guerra.

—A ello —respondió sonriente el señor García.

Caminaron por el pasillo hasta el pequeño comedor, donde estaba preparada la merienda.

—¿Me decía usted que pagaba...? —inquinó el señor García.

—Muy poco. No son más que tres habitaciones, la cocinita y el cuarto de aseo. Y el jol. Apenas cabemos. Tuvimos suerte y cogimos un traspaso bueno cuando todavía éramos novios.

—Pagarán, tal vez, más de quinientas...

—No llegan...

Antonio Guerra sirvió unas copas de vino tinto.

—Está muy fresco y supongo que usted no querrá mistela, ¿verdad? —dijo al señor García.

—Mi costumbre es tinto... Bueno... y ¿cuántos cumple usted?

—Cuarenta y dos.

—Por que los doble.

—Muchas gracias.

Bebieron los tres y Antonio Guerra volvió a llenar las copas. En el silencio llegaban las voces de las mujeres.

—El gallinero está alborotado —dijo el señor García—. Lo que es mi señora, como coja la hebra...

—Ahora, por usted —brindó Antonio Guerra.

Bebieron a la salud del señor García y las copas fueron de nuevo colmadas.

—Por ti, Gabriel.

Después de beber, el señor García se secó los labios con el pañuelo que llevaba en el bolsillo superior de su chaqueta.

—Esto va muy de prisa. Bebemos a matacaballo. Si seguimos así, nos cogemos una de cosacos.

—Coman algo —ofreció Antonio Guerra.

—Yo creo que es mejor que esperemos a las señoras —dijo caballerosamente el señor García—. Vamos, si a ustedes les parece.

—Sí, sí. Hay tiempo y no falta vino en la bodega.

—Y usted —preguntó reticente el señor García—, ¿es también empleado?

—Sí, señor. Llevo doce años en seguros. Antes fui viajante; en eso se gana dinero; pero lo dejé porque a mí no me gusta andar de la Ceca a la Meca, como los marinos.

—Yo, hasta la guerra, en el Estado, ya ve usted —dijo el señor García—, y a la vejez, viruelas.

—Pero usted no se puede quejar; ya quisiera yo... —la voz de Antonio Guerra acusaba un ligero temblor—. Tiene un puesto envidiable... Ser segundo jefe de la sección... En cuanto don Daniel se jubile...

—Antes me dan a mí la patada de Charlot... yo ya tengo muchos años encima... Aparte que son dos reales más...

—Sí, sí; dos reales...

Las mujeres entraron parloteando. Los hombres les abrieron paso.

—Siéntese usted aquí, señora. Y tú, Luisa, allí... Éste es Gabriel, nuestro vecino.

—Señora —dijo Gabriel cuadrándose—. A usted ya la conozco —dijo a Luisa—. ¿Qué tai?

—Encantada de saludarle.

La esposa del señor García le dedicó una sonrisa y una lánguida mano.

—Tienen ustedes un niño muy rico. Está hermosísimo —dijo la esposa del señor García—. Es talmente un muñeco. ¡Qué preciosidad, Crescen! Me gustaría que lo vieras.

—Voy a darle un toque a Amparo, que se está retrasando mucho —dijo Gabriel—. Con el permiso de ustedes. Dejo la puerta abierta.

—¡Hala! Que se dé prisa.

Gabriel salió en busca de su mujer y de los hijos de Antonio Guerra.

—Están ustedes muy bien instalados, ¿verdad, Crescen? Es una lástima que el pisito no tuviera una habitación más. Con una más, para toda la vida; porque me decía su señora que van a tener que mudarse...

—Lo veo difícil, tal como están las cosas.

—Pero si ahora han bajado mucho los cuartos... Lo sé por una amiga mía —y aclaró para su marido—. Francisquita, la mujer de Cecilio Cué, el corredor. Hoy en Madrid se encuentran pisos que son verdaderas gangas.

—Habrá que esperar el aumento que dicen —la esperanza de Antonio Guerra era tan débil que hacía vagas y remotas las palabras.

—Juegue usted a las quinielas. A muchos les toca. A Crescen y a mí nos tocó la lotería.

—Tres mil pesetas del año treinta y cinco —precisó el señor García.

—Bueno, tres mil pesetas que nos vinieron de perlas. Fíjese —se dirigió a Queta—: con esas pesetas compré yo en aquel entonces dos estupendos butacones, una máquina de coser, una vajilla buena de verdad, éste se hizo un traje, renové las sábanas, compré un infernillo eléctrico... Bueno, qué sé yo cuántas cosas, y, además, aprovechamos para veranear en Alicante quince días. Fíjese lo que es la suerte. Yo soy partidaria de jugar, eso sí, con moderación, según los posibles de cada uno...; pero de otro lado no va a venir la suerte, digo yo.

—Pues a mí nunca me ha tocado, y cuidado que he jugado veces —dijo la señorita Sánchez.

—Aquí estamos —anunció Gabriel.

Detrás de Amparo se escondían los hijos de Antonio Guerra. Presentaciones.

—Me tienes que perdonar, pero estos dos, como ahora, todo el tiempo agarrados a mi falda... —dijo Amparo.

Los niños estaban asustados. Antonio Guerra sirvió mistela a las mujeres. Queta se empeñaba en que los niños saludaran a la esposa del señor García y a la señorita Sánchez.

—Dad un beso a esta señora y otro a esta señorita, y a ser formales.

Los niños se resistían agarrándose desesperadamente a la falda de Amparo.

—Tú, Antoñito, que eres el mayor, saluda como un hombre.

—¡Que me desvestís!

—Déjelos usted —dijo la esposa del señor García—. Son tan pequeñitos. ¿Cuántos años tienen?

—Éste, cuatro, y éste, dos y medio.

—Pues se le crían muy bien, ¿verdad, Crescen? Tú ya pronto irás al colegio —dijo dirigiéndose a Antoñito—. Tienes que estudiar y hacerte un hombre de provecho, como tu papá.

—¡Hale, a jugar al pasillo! —ordenó Antonio Guerra.

Salieron los niños.

—¿Otro poquito de mistela, señora?

—¿Me hará daño, Crescen?

—¡Y yo qué sé! —dijo el señor García.

—Es que estoy muy mal de la tensión —explicó la esposa del señor García.

—Pues esto le conviene poco —dijo Amparo.

—Bueno, por un día... —disculpó la esposa del señor García—. Además, para lo poco que va uno a vivir... Ustedes, ustedes los jóvenes... De ustedes es el porvenir... Pero nosotros ya poco podemos esperar de la vida.

Los platillos con aceitunas, pepinillos en vinagre y bocaditos de pan y queso fueron pasados de mano en mano.

—Para las señoras hay bombones —dijo Queta—. Y anís y coñac para los hombres. Creo que eso debemos tomarlo después del café.

—A mí me lo pondrá usted con un poquito de leche, porque si no, no duermo —dijo la esposa del señor García—. Una miajita de leche.

—Como usted prefiera.

Los hombres bebían con gusto. Antonio Guerra se iba animando.

—¿Usted no ha trabajado nunca en el teatro? —preguntó al señor García—. Me refiero, claro, a funciones de aficionados.

—En mis tiempos —respondió vagamente el señor García.

—¿Y tú? —preguntó Antonio Guerra a Gabriel.

—Nunca.

—Pues yo he trabajado en el colegio. A mí entonces me tiraban mucho las tablas. Si en mi casa no hubiera sido necesario que yo entrara en una oficina, qué sé yo si a estas horas estaría por esos mundos haciendo comedias.

—¡Qué cosas dices! —desautorizó Queta—. Aunque las imitaciones las hace muy bien. ¿No le han oído imitar a artistas?

Antonio Guerra vaciaba su copa muy a menudo.

—Hay que alegrarse. Un día es un día.

—Que se vea, Antonio, que se vea —dijo la señorita Sánchez.

Antonio Guerra remoloneó un poquito.

—No te hagas de rogar —dijo Queta.

—Bueno, bueno. Si a ustedes les divierte, les voy a hacer unas imitaciones. ¿Ustedes han oído a Pepe Blanco?

—Pero hombre... —dijo Gabriel.

—Les voy a cantar una cosa por Pepe Blanco. Claro que es un poco caricaturizada.

El señor García hablaba en voz baja con Gabriel mientras Antonio Guerra se preparaba la garganta con un vaso de vino.

—Ese es un cante muy bajo —dijo el señor García—. En mis tiempos había un montón de buenos cantaores que en Madrid tenían un gran cartel —y comenzó a dar nombres.

Cuando Antonio Guerra remedó a Pepe Blanco, los niños dejaron de jugar en el pasillo y entraron en el comedor. Antoñito se refugió en la falda de Amparo y el pequeño se situó junto a su madre.

—Muy bien —dijo, aplaudiendo, la esposa del señor García—; es usted un artista de verdad. Como si estuviera aquí ese Pepe Blanco o hubieran puesto un disco suyo.

—Muchas gracias, señora. Y ¿se acuerdan ustedes de la Niña de los Peines?

—¡Cómo no! —dijo casi ofendido el señor García.

—Pues ahí va.

El pequeño había posado la mano sobre el muslo de su padre. Antonio Guerra imitó a la Niña de los Peines.

—Fenómeno, chico —dijo la señorita Sánchez—. Esto lo tienes que hacer un día en la oficina.

—Muy bien, muy bien; pero que muy requetebién —dijo el señor García.

—Muchas gracias.

Queta ofrecía los platillos a las mujeres.

—Una aceituna, un pepinillo, un bocadito... ¿Quieren ustedes el café?

—Y a los políticos, ¿los imita usted? —preguntó el señor García.

—También.

—Vamos a verlo entonces —dijo alegremente el señor García. Todos estaban contentos.

—Este rato vale por todos los malos que pasamos —dijo Amparo.

—Si no fuera por ratos así... —añadió la esposa del señor García.

Antonio Guerra hizo el número de los políticos. Sus discursos eran Subrayados con risas. El pequeño ocultaba el rostro en el regazo de padre, estaba olvidado de todos, De pronto, en el momento en que culminaba una de las imitaciones, el pequeño rompió a llorar.

—¿Qué pasa? —dijo la esposa del señor García.

—Nada, nada; el nene.

El silencio expectante de los mayores asustó al pequeño. Queta se levantó para atenderlo.

—¿Qué le pasa, Antonio?

—No sé —respondió Antonio Guerra.

—¿Qué te pasa, niñito, qué te pasa? Díselo a tu mamá. ¿Qué te pasa, chiquitín?

Las lágrimas y los jadeos y el susto le impedían contestar.

—¿Qué te pasa, niñín?

—Está asustado —dijo Amparo.

—Las imitaciones —dijo la esposa del señor García.

—Los niños son muy sensibles —dijo la señorita Sánchez.

—¿Qué te pasa, Juanito, qué te pasa? Anda, díselo a mamá.

El niño miraba lejos, con sus grandes ojos llenos de asombro y miedo.

—Se ha marchado papá —dijo—, se ha marchado papá —y siguió llorando.

Solamente unos minutos se habían marchado papá y sus amigos, pero ya estaban de regreso.

(1961)
Cuentos 1949-1969
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