Pura sangre
Era sábado y la noche de la inauguración del verano. La glorieta cantaba al buen tiempo con la alegría de su multitud. La terraza del café refugiaba un bullicioso y desorganizado coro de zarzuela madrileña. En el salón los espejos estaban casi vacíos. Las palas de los viejos ventiladores coloniales batían el aire. El camarero, arterioesclerótico, humeaba su colilla sentado, como en visita, en el diván. La barra soportaba a su clientela de trueno. La mujer de los servicios imaginaba veraneos ojeando una revista con amplia información, gráfica y literaria, sobre las playas de Levante. El cerillero hacía su negocio en la calle.
Satisfecho y reposado, el percherón bajaba las escaleras de la timba. Desde la mitad, con la mano apoyada en la barandilla, buscó a Encarna con la mirada. Se tanteó la cartera repleta de billetes en un ademán caricioso. Encarna no estaba en su escaque. Encarna no estaba en el salón. Descendió y llamó al camarero.
—Medina, ¿y la señorita? ¿Ha salido a la terraza?
—No, don Raimundo, se ha ido.
—¡Que se ha ido!
—Sí, señor, se ha ido.
—¡Cómo que se ha ido! ¿Qué quiere decir usted?
—Eso; que se ha ido, don Raimundo.
El párpado se le cayó fláccido sobre el ojo. Sopesó la pregunta antes de formularla.
—¿Sola?
—No, señor. Con el hombre que se solía sentar estos últimos días junto a ella.
—¿Un joven?
—No. Un hombre de la edad de usted, tal vez con algunos años más.
—¿Algunos años más?
—Sí, señor.
—Dame una copa de coñac —dijo el percherón, sentándose a un velador.
«Corazón, cariñito, chatito... No tardes... No me dejes tanto tiempo sola, que me aburro... Y ese joven sinvergüenza, y ese joven indecente...»
El camarero se apresuró arrastrando su lamentable pierna. El percherón apuró la copa de un trago.
—Ponme otra.
Bebió calmoso.
—Bien, ¿qué te debo, Medina?
—¿Lo de ella también?
—Lo de ella no —pero el percherón dio una larga propina.
Al salir se topó con el cerillero.
—Dame un cigarro.
—Sí, don Raimundo. Nunca creí, don Raimundo, que la Encarna le iba a hacer a usted esto.
—Pues ya lo ves.
—Se necesita ser zorrón, y yo que la conozco desde chica...
—La vida, Damián; en la vida hay que saber perder.
Y mordiendo el puro salió a la glorieta.
—Se necesitan muchos redaños —comentó Medina.
—No será la primera vez —dijo Damián—. Lo que se compra se paga.