El herbolario y las golondrinas
A la memoria de mi fiel amiga la gata Paloma, asesinada el 15 de febrero de 1948 por dos malvados y feroces hambrientos
Un herbolario en una capital de provincia tiene su importancia. Los niños imaginan que en el lóbrego fondo de su tienda, que muestra en el escaparate el pimpante espectáculo de unas cabecillas de barro adelantando la primavera, habita un hombre de mal genio, algo lagarto y con un extenso bachillerato en la ciencia de la brujería. Los hombres maduros respetan al herbolario porque su conducta ha sido intachable durante trece lustros que lleva de existencia y porque también una vez les vendió unas raicillas que, masticadas después de convenientemente cocidas, les curaron dispepsias, cólicos y otras enfermedades desmoralizadoras. Los viejos le aprecian porque casi es uno de los suyos, casi estuvo con ellos en lo de Cuba y, además, su tertulia del atardecer es tranquila y queda —hablan de sus recuerdos—, y les fabrica una agradable picadura, mezcla de espliego, flores de montaña, tabaco cernido y algunas gotas de licor cural, que fumado no hace toser y esparce por la habitación un suave aroma eclesiástico, presagio de unos bien montados funerales.
El herbolario lleva una vida triste y arrugada, como sus raíces y simientes, pero no tiene preocupaciones. Se levanta tarde, abre la tienduca, quita el polvo del mostrador con un plumero, desayuna un potingue de su creación, enciende un cigarro de la solemne picadura y lee el periódico, sílaba a sílaba, durante el resto de la mañana. Lectura sólo interrumpida por la llegada de algún fanático cliente en busca de yerbajos.
Se rumorea que tiene dinero, porque si no le sería imposible, dado los tiempos que corren, vivir de su comercio.
Las ordenanzas municipales no rigen con él. Cierra cuando le parece o cuando se va el último de sus contertulios. Lo más que hace es poner las trampas en el invierno, entre otras razones, para que no entre frío. Se acuesta tarde porque le gusta leer las viejas novelas de Julio Verne o de Alejandro Dumas, en la mesa camilla y en encuadernaciones más antiguas que los mismos autores. Tiene, para acabar de celebrar su especialísimo vivir, un gato de soltero.
En la ciudad que atañe a este delicado cuento el herbolario era un perfecto solterón, y en lo demás no se diferenciaba del resto de sus compañeros, porque pertenecía a la misma edición antediluviana. Bajo de estatura, delgado, nervioso, empaquetaba las simientes como si rezara un velocísimo rosario. El color se le había tornado de pálido en el de lomo de libro manoseado por tres generaciones. La cara la llevaba salpicada de comedones, como si le hubieran regado con tinta china. Si se le llama por su verdadero nombre, don Faustino, vendrán a las mientes en gran algarabía una serie de consecuencias arbitrarias, porque este dichoso herbolario, rey del medio tono ciudadano, ha conseguido encajar perfectamente con su patronímico: don Faustino, como un trino de Fausto. Y esto es lo que aparenta este gracioso personaje ordenado y umbroso, saltarín como un gerbo y lleno de polvo como un desván.
En el columpio de su soltería, él se divierte a su modo, como también a su manera aburre a los ojos para no llorar, un poco cursi, de desvalimiento.
Una afición que antaño le calificaba era su cuidado de los pájaros, que a última hora se convirtió en profesión y que le daba suficiente para ir tirando en el vivir y en el mismo jugar al tute compadrón. Don Faustino no ha poseído nunca la retorta secreta de la envidia, donde se recuece el desasosiego; pero sin embargo ha sabido dar un tono agrio y belladónico a su charla; y en esto tiene fama de ser certeramente ingenioso y astutamente receloso en sus juicios.
Don Faustino no es un hombre de iglesia, y no se quiere decir con esto que lo sea de casino artista. Don Faustino cumple rezongón sus deberes de cristiano, y los cumple, bostezante, desde su postura liberal.
Ha visto muchos ríos este hombre, que no ha corrido mucho para verlos. Ha visto pasar los ríos mientras él pasaba por un puente de hierro, esqueleto de puente o invierno de puente. El viajar le ha gustado a medias, aunque en el año diez, que tuvo dinero, se largó una temporada a París y, mucho más tarde, se fue de emigrante a Buenos Aires donde aprendió el lunfardo, a afeitarse con el cuello duro puesto, a pasar hambre y también algunas pillerías.
Don Faustino, cuando salía a sus paseos, se disfrazaba: se cubría la cabeza con un sombrero verde y vallisoletano; un extraordinario abrigo, largo, funerario y flecudo le envolvía el cuerpo hasta las zapatillas, porque siempre usaba zapatillas, aunque en invierno o en los días lluviosos las camuflase con chanclos; las manos las enfundaba en unos horribles guantes de lana llenos de agujeros. Los guantes, morados, le daban un fantástico temblor obispal y misterioso. Don Faustino salía a contemplar las golondrinas, aves dominicales, iba por el paseo del Embocillo hasta el cuartel llamado de Santa Ana, donde un soldadito de guardia se aburría en las cuatro estaciones: en primavera, con los gorriones; en verano, con los carros campesinos, lentos y algo potrosos; en otoño con las hojas perdidas y en invierno con las lecturas de los dichos de las paredes de las garitas, donde el mal tiempo le hacía refugiarse. Cuando don Faustino llegaba a la altura del soldadito, daba media vuelta a la derecha y principiaba el regreso. Normalmente iba abstraído en la profunda meditación de la vida de las golondrinas.
Don Faustino tenía de las golondrinas ideas muy especiales: unas veces decía que usaban pantalones; otras, que eran pernos de la gran puerta del cielo, pernos sin aceitar, chirriantes; también que las golondrinas se asemejaban a las plumas estilográficas y a las bocinas de los coches antiguos. En fin, don Faustino había perdido la noción de lo que era una golondrina-pájaro: fisirrostro, negro azulado por encima y blanco por debajo, con alas puntiagudas y cola larga y muy ahorquillada, que viene de África en la primavera y emigra en el otoño. Sin embargo, salía de paseo por dos razones: con la de contemplarlas en torno de la torre de Las Salesas y con la de abismarse en las profundas meditaciones antedichas.
Salió aquel jueves como un colegial, esto es, alegre y sin deudas. Hacía un día claro, beatífico, perfecto para la contemplación y el ensimismamiento. La primavera era ya una estación madura, entrada en días. El soldadito guardián sonreía y preparaba un piropo a una muchacha, todavía lejana, que se acercaba haciendo letras con las piernas. El paseo se adornaba de vulgarísimas yerbas por las aceras: don Faustino no paraba la atención en el proletariado de su negocio. Un vientecillo del Norte balanceaba las hojas de los castaños, aún niñas. Del cuartel salió un capitán burocratizado, de pantalón largo. La mancha lejana y abanderada del manteo de un cura ponía su contrapunto en la esquina. Don Faustino iba contando sus pasos, en honda meditación.
Cercano a sus pies un bulto negro, diminuto y locomotriz, le hizo bajar la vista. Fijó sus ojos en él y se asombró, memo de tantísima piedad, de que el bulto fuera una golondrina. Tiernamente la recogió del suelo, mientras la avecilla le clavaba las garras en la palma de la mano, atolondrada de no volar. Don Faustino la acarició, la acercó a sus labios y la echó al aire, siguiendo la tradicional teoría, porque ya se sabe que si se posan —¡ay! como las personas, y perdón— en la tierra, jamás vuelven por su solo esfuerzo al cielo. La golondrina cayó pesada y revoloteante, porque don Faustino no había reparado en que tenía un ala rota. La volvió a recoger.
La volvió a recoger para llevarla a su casa, y fue entonces cuando un guardia municipal, velocipédico y triste, se acercó mediante dos rotundos golpes de pedal hasta la acera donde don Faustino palpaba a la golondrina. El guardia le saludó, como manda la ordenanza, le afeó su conducta de cazador de pájaros y se dispuso, sacando un cuadernillo, a hacer las anotaciones pertinentes. Don Faustino le dijo que la había encontrado y el otro, sonriendo satánicamente y sólo mirando a su libreta, le contestó que bueno. Al seguir en su versión de explicarle el encuentro (la otra, la del guardia, era que provisto de un tiragomas se dedicaba a hacer víctimas en la pajarería urbana), el multador levantó la cabeza y vio cómo le extendía la mano con un pájaro negruzco, incomible a primera vista y al que, después de reflexionar sobre la especie, calificó como golondrina. Esto complicó aún más las cosas, porque el guardia opinó que aquello era un agravante, una especie de gran crimen con las aves cuyas tatarabuelas le quitaron las espinas a Jesús. No hubo medio de convencer a aquel alcornoque de que solamente intentaba llevar el bicho a su casa para curarlo. El municipal velocipédico le respondió que ya estaba cansado de verle por aquel paseo mirando de modo harto sospechoso a la altura con aire de cazador, que tenía ganas de sorprenderlo infraganti —enarcaba las cejas— y que ya lo había conseguido. Don Faustino se indignó de tal modo que se quitó los guantes, tiró uno al suelo y metió el otro, con la golondrina, en uno de los bolsillos del abrigo; después recapacitó, se agachó a recoger el guante y al meterlo en el bolsillo recibió tal picotazo del animalito que, como un enajenado criminal, levantó sus manos con él hasta el cielo —por lo menos hasta las nubecillas bajas que jugaban por allí— y lo arrojó contra la calzada con todas sus fuerzas. La golondrina, reventada, rebotó siniestramente. Y entonces ocurrió lo peor: que una señora, asidua visitadora de Las Salesas y perteneciente a la Sociedad Protectora de Animales y Plantas, pasó en aquel momento. ¡Qué espanto! ¡Qué dialéctico lagrimeo! ¡Qué de encarecer al guardia que lo llevara codo con codo al muy anarquista! Don Faustino no cabía en sí de rabia; se soltó el abrigo y mostró la chaqueta del pijama encima de la camisa, un chaquetón a rayas como los de los típicos presidiarios. La señora responsabilizó al guardia de aquel individuo, peligrosísimo criminal tal vez. El guardia estaba hasta arrepentido de haberse acercado a don Faustino.
No se pudo arreglar aquello. Don Faustino tuvo que dar su nombre, sus dos apellidos, su dirección y todas las noticias que el guardia le pedía, mientras la señora de la Sociedad Protectora de Animales y Plantas atendía al interrogatorio e intervenía en él directamente azuzando al municipal. Acabó amenazando al guardia con decírselo a Federico (Federico era el alcalde) si no se llevaba a aquel sujeto (esto lo decía silabeando). Don Faustino pidió permiso para llevarse la golondrina, y aunque la señora se opuso pretextando que se la podía comer, el guardia, por llevarle la contraria, accedió. Don Faustino sacó un periódico, envolvió el cadáver y marchó como una centella hacia su casa. La señora se quedó discutiendo con el señor guardia.
Cuando don Faustino llegó a su casa, los canarios, desde sus jaulas, le saludaron con sus mejores escalas. Entró desesperado, derribó unos sobrecillos de simientes, pisó al gato que salía a recibirle y a recibir las caricias habituales, se quitó el abrigo y el sombrero, tirándolos de inmediato sobre un cajón lleno de polvo decimonónico, arrumbado en un rincón, y se sentó. Don Faustino se sentó a meditar su venganza, a saborear la salsa que más estiman los dioses, según algunos. Y le vino a la cabeza como un torbellino, como un juego fantástico de miles y miles de gatos sosteniendo cuerpos horrorosamente mutilados entre las dagas enanitas de sus denticiones.
Don Faustino, en pijama, se puso a pelar la golondrina. La quitó previamente lo que él llamaba sus pantalones, con el adorno neoclásico de una sonrisa fija en los labios. Después le arrancó las plumas de las alas, lo que le daba a la golondrina cierto aire de locomotora en maniobras. Más tarde le quitó la cabeza, degollándola. Y la dejó enteramente desnuda y ridícula: la dejó cadáver.
El gato se le cruzaba entre las piernas dando maullidos jupiterianos. El gato se la zampó entre dengues, molesto de la dureza del volátil, molesto de que su dueño le criticara su comer con fuertes carcajadas.
Al día siguiente el gato tuvo suculento menú de canario, que le supo a gloria, y hasta se notó que a última hora de la tarde maullaba mejor y hasta tenían sus maullidos cierta gracia musical. Don Faustino se regocijaba de sus crímenes. Cuando llegaron los pelmazos de la tertulia les llevó la contraria en todo y por todo, no les ofreció la misteriosa picadura, puso discos en un olvidado gramófono y alborotó a la concurrencia con palabrotas. Cuando el municipal de las multas llegó a cobrarle el sábado a la mañana, don Faustino estaba enteramente transformado. A la tertulia del atardecer faltaron dos vejetes.
Exactamente quince días después del incidente de la golondrina, don Faustino se compró una escopeta de un solo cañón para cazar pájaros. No se había atrevido a comprarse una escopeta de dos cañones para cazar perdices, porque hubiera cometido una injusticia; éstas eran las que sufrían persecución y no tenían que ver con su asunto.
Don Faustino, a las que despreciaba y de las que deseaba vengarse, por encima de todos los guardias velocipédicos del mundo, era de las aves intocables: las repulsivas golondrinas, los cobardes y jocosos canarios, los melancólicos jilgueros, las orgullosísimas palomas, que no temen al hombre. Don Faustino se hizo cazador, por acoso, cercanos los setenta años. Don Faustino está en el índice de la Sociedad Protectora de Animales y Plantas. Don Faustino ha rejuvenecido medio siglo. Don Faustino alterna con los chiquillos crueles de catorce años, que se mofan de él y ríen su chaladura. Don Faustino anda rondándole a la felicidad.
Las tardes de los jueves, sobre la gorra del municipal, descienden de la torre de Las Salesas dos golondrinas, que el muy tonto confunde con los galones de sargento.
El paseo del Embocillo es un paseo hospiciano, sucio y solitario. Se puede soñar por él.