XIV
Ayer hizo un mes que Pío describió, en la taberna de Floro, a sus amigotes un magnífico menú. Hoy acaba de serle entregada la parte del barracón donde se aposentará con su familia: tres habitaciones, cocina y una especie de recibidor. Los retretes están fuera, lo mismo que las duchas, y son comunes. Pío no ha hablado aún con ninguno de sus compañeros de trabajo: esto sí, los ha observado. Pío ha visto y oído que en su mayoría son andaluces del campo, gente no muy fuerte, de rostros tostados y enjutos y perfiles aquilinos. Pío prefiere la gente de la ciudad. Explica a María, su mujer, que lleva tres horas ordenando los pocos cacharros que han traído.
—Mira, María, son gente que se dicen los unos a los otros «cucha», «cucha» y no se entienden entre ellos. Uno no comprende a estos andaluces. Uno lo que debiera haber hecho era no venir aquí.
—Pero ¡hombre de Dios!, ten calma. Estos son los primeros días; luego, ya verás, todo será coser y cantar.
Pío no se conforma con la teoría de su mujer. A él, que le gustaba venir a la Cañada en la taberna, le gustaría volver a la taberna en la Cañada. Tamaña paradoja radica en que el bueno de Pío amenazaba con la marcha a sus amigos, con el afán de sentirse admirado de ellos, tan inmóviles, tan sedentarios, tan incapaces de la mínima aventura extraurbana. Pío quiere, desea fervientemente volver: ¡volver!, ¡ay, si pudiera!, a su paraíso del solar; volver a la taberna de sus discursos, de sus exageraciones, de sus triunfos; volver a las calles donde todo es un rumor y las conversaciones no se distinguen porque las gentes que circulan son como un río, con música, con himno propio. Aquí en la Cañada siente la soledad, el silencio del campo y sufre. Porque él sabe que en el primer Paraíso, que gozó el hombre, no hubo ni soledad ni silencio; sabe que soledad y silencio, al fin hombre de la ciudad, son dolor, tristeza, desgarramiento. Su paraíso, su solar, sin soledad y sin silencio era, sin embargo, un apartado, en el que no cabía el medio conturbador que le rodeaba.
—Sí, María, son gente con la que uno no se entiende. ¡Ay, qué bien vivíamos allí!
—Ten paciencia, Pío. Aquí viviremos mejor. Ya lo verás.
Pero en el allí de Pío hay tantas sensaciones, dichas y alegrías encerradas, que aquello, y solamente aquello, podrá devolverle su diminuta felicidad. Pío perdió el paraíso, interpolado entre dos altas casas. Pío fue avisado por una tormenta y arrojado por la ira sin límites del negocio. Fue expulsado sin culpa, sin reconocer el árbol de la culpa en el triste arbolillo estepario que crecía en medio de su paraíso. Y Pío, como debió sentir el primer hombre, siente que de él se apodera la nostalgia que le otoña el corazón y le borra la mirada. Y Pío, como el primer hombre, necesita soñar que algún día ha de volver.
María ha salido del barracón a las voces de Emilio. Sí, aquí está Agustina con los dos pequeños. Agustina, sonriente, con sus dos hijos extasiados que todo lo miran, que todo lo ven, con ojos de asombro y que se dejan conducir por Emilio, conocedor ya, como ninguno, de los secretos del campo y de las obras, de aquí para allá, del regato a la colina, del castaño partido al tocón podrido.
—Esto, Casi, es una dragadora para ese canalillo en el que hay peces. Yo he cogido antes uno —miente.
—¿Y dónde está?
—Lo volví al agua porque era pequeño —y señala una distancia con sus índices de absoluta exageración.
María, en la casa, enseña febrilmente las habitaciones a Agustina.
—Ésta nos podría servir para los chicos. Ésta para vosotros. Ésta para Pío y yo. Comeremos en el recibidor, ¿qué te parece?
Y sin dejarla contestar continúa:
—El váter está ahí fuera. Ven, ven y verás. Tenemos ducha. Sólo agua fría. La cocina es muy buena; he encendido fuego.
Las dos entran en la cocina. Agustina hace gestos de aprobación por todo. Luego salen del barracón. Debajo de un árbol está sentado en una silla Pío, conversando con Ramón. Ellas se acercan. Ramón pregunta a su mujer:
—¿Qué te parece esto?
—Esto es un paraíso, chico, un verdadero paraíso.
Pío se levanta, encoge los hombros, mete las manos en los bolsillos y echa a andar. El sol último de la tarde exprime en el horizonte sus rojos colores. El campo huele a espliego. El rumor de las taladradoras que adelantan los barrenos de mañana, llega difuminado en el sonido del viento, en los árboles del bosquecillo cercano. Vuela algún pájaro, negra estrella en la altura.
Pío, el sentimental y dulce Pío, contempla el crepúsculo, los montes donde se oculta el sol, tras los que está la ciudad y en la que se yergue clavado el mástil de su nostalgia: su paraíso. Su paraíso que ya no es suyo, que es la casa en construcción número treinta y nueve de la calle de la Estación, propiedad de don Amadeo García, para quien y por quien se ha ensanchado la estrecha y pequeña puerta de antaño recubierta de mármoles y de dorados. Y Pío llora suave, silenciosamente. Y Pío sueña, y sueña, y sueña...