XI

El cántaro roto con el que juegan los niños transforma la voz. Mariano grita en su boca y teme. El cántaro roto guarda en su fondo una cucharada de luz solar y la sombra, al moverlo, la devora, la circunda, la aprieta y la hace flotar. El agujero de la luz no es demasiado grande, mas la cera no lo tapa y una maderita envuelta en trapo deja filtrar el agua.

Es mejor que el cántaro, sin asa y con la boca dentada, sirva para entretenimiento de los chicos. Así lo ha decidido María.

El cántaro roto no tiene ningún interés; está bajando un hombre desconocido por la escalinata.

—Papá, papá, un señor —grita la Casi.

(¡Qué acontecimiento! Sal, Ramón, que algo pasa. Sal, que este hombre, ni alto ni bajo, ni serio ni alegre, ni bueno ni malo, te va a decir algo; algo importante, naturalmente.)

—¿Ramón Oliva?

—Servidor de usted.

—Soy un representante de don Amadeo.

—¡Ah! ¿Sí? Tanto gusto. Y ¿qué... se le ofrece?

Ramón se limpia las manos en el pantalón. Le rodea la familia.

—¿Podría hablar un momento con usted? —dice el representante.

—Niños, largo de aquí. Agustina, abuelita, viejo, dejadnos solos.

El representante titubea, no sabe cómo comenzar.

—Bueno..., el caso es...; mire usted, es que..., como hoy es domingo, he aprovechado...

(No siga. ¿Para qué? Hay que dejar esto. Abandonar el solar. Marcharse con la música a otra parte. Pues bien, ¿qué más da? Nos vamos; por favor, no continúe. Ya lo sé. Le digo que ya lo sé. No se preocupe.)

—... Mire usted, dentro de dos semanas se empieza a trabajar aquí...

(¿De modo que una casa? Seis, siete u ocho pisos. Es justo que nos marchemos. A don Amadeo no le importará adonde. Pues si he de decirle la verdad, estoy tan cansado que a mí tampoco me importa.)

—... Don Amadeo les ofrece a ustedes trabajo...

(No. Muchas gracias. Ya estoy colocado. Mi padre y yo trabajamos con una empresa. Usted la tiene que conocer. Nos iremos. No faltaba más.)

—... Don Amadeo dice que puesto que ustedes llevan en este lugar algún tiempo, él tiene mucho gusto en darles esto...

(Quinientas pesetas. Seguro que eran más, pero tú te las has guardado. Nos conocemos. Habrás pensado que para esta gente es como la lotería. Sí, una lotería que nos pone en la calle.)

—... Don Amadeo les ruega que abandonen el solar antes de una semana. Ya sabe usted, por si los inspectores... Se dan cuenta, ¿verdad?

(Claro que me doy cuenta. Además, nos ahorra reedificar la casa. La tormenta. ¿Sabe usted que ayer hubo tormenta? Pues sí, ayer hubo tormenta y se lo llevó todo.)

—... Bueno. ¿Qué dice usted...?

—Muchas gracias, señor.

El cántaro roto con el que juegan los niños rueda hacia el paseo. ¡Qué descuido! Tropieza en una piedra y se hace añicos. Ya no hay sombra dentro de él. Hay un lago, un inmenso lago de miel de luz.

Cuentos 1949-1969
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