XIII
Mañana hará un mes que Pío cumplió cincuenta y nueve años. A mediodía ha llegado una carta a su nombre con matasellos de la Cañada. Pío la ha cogido con las dos manos, ha lanzado una mirada angustiosa a la familia, sentada a la mesa, y ha sentido un escalofrío. Ramón le ha tenido que decir.
—¡Ábrala, hombre!
Pío la ha abierto. Pío ha balbuceado, se ha enredado en las fórmulas de saludo. Ramón le ha quitado la carta y la ha leído de un tirón.
La familia está muy atareada. Mañana por la mañana, en el primer tren, irán Pío y Ramón. Llevarán con ellos lo más necesario. A la tarde, la abuela y Emilio. Pasado mañana, si todo está en orden convenientemente facturado, marcharán Agustina y los dos pequeños.
Pío no está contento. Abandonar la ciudad no le parece un acierto. Aquí hay de todo, se arreglan bastante bien. Dos jornales son dos jornales. En la Cañada está la casa, que es lo importante, y otros dos jornales, pero los amigos no están allá para beber y charlar con ellos. Floro no estará, el tráfago de la capital será sólo un vago recuerdo. No; si fuera por él no se irían. Bien es verdad que él fue el que dio la idea, mas una cosa es decir —porque decir, decir, ¡hombre!, se dicen muchas cosas— y otra es llevar a cabo lo dicho.
Agustina lo revuelve todo, hace paquetes, fardos pequeños. María pregunta sin cesar por cosas que no aparecen. La madre de Agustina contempla a sus huéspedes ensimismada porque ella bien quisiera..., pero tienen que comprender que así es mejor..., que la casa es pequeña y que apenas cabe con sus dos hijas y el sobrino, para que le venga todavía más gente.
Emilio, la Casi y Mariano sí que gozan con este impulso que han dado a sus vidas sus padres al decidirse a marchar. Emilio, la Casi y Mariano sienten dentro de sus cuerpecillos una pila descargando constantemente: allá se va una mano para aprehender un objeto no interesante, mas en estos instantes importante; ahora toca correr, por el pasillo entre gritos, empujones, carcajadas.
—¡Nos vamos, nos vamos!
Aún más fuerte. Mariano da palmadas de júbilo. Emilio tira a la Casi de las orejas y ésta ni se enfada, porque por su cuenta ha encontrado el mejor medio de lanzar su alegría como una cometa arrojando al aire los huesos de albérchigo coleccionados con tanta paciencia y devoción por sus hermanos. Por el pasillo, por las pequeñas habitaciones, en la cocina y casi dentro de los armarios, la alegría llena, invade, rebosa la casa y salta por las ventanas al patio y a la calle.
—¡Nos vamos, nos vamos!
Únicamente Pío calla y fija sus ojos en las paredes, en los objetos, con insistencia, como queriendo grabarlos bien para el recuerdo.