VII
Doña Leonor García de Del Cerro terminó de hacer el nudo de la corbata de su hijo Pedrolas. Doña Leonor se apartó para contemplar su obra. «No es un nudo muy allá —pensó—, pero puede pasar.» Avanzó sobre Pedrolas y apretó el nudo.
—Mamá, me ahogas —balbuceó el muchacho.
—Si supieras hacer el nudo como todos los chicos de tu edad, no te tendrías que quejar.
Doña Leonor sacudió a su hijo como si fuera un maniquí, le metió la camisa por los pantalones de una manera brutal. Pedrolas quedó inclinado hacia adelante porque le tiraba la camisa. Doña Leonor volvió a la carga:
—Estírate, hombre, que pareces un viejo.
El chico se estiró con esfuerzo. Doña Leonor volvió a apartarse. Con las manos cruzadas sobre la tripa, lo contempló. Se acercó y le dio un manotazo en la chaqueta.
—Yo no sé si eres tú o es el sastre, pero parece que vas vestido de prestado. Intenta ser más airoso, hijo mío.
Doña Leonor y su hijo fueron a ver al médico. La tarde transcurrió lenta, gris, amarga. A la hora de cenar don Matías y su mujer hablaron de Pedrolas y de su casi imposible curación.
A las once y cuarto de la noche llegó Leonorcita. Estaba ojerosa y despeinada. Le sirvieron la cena. Mientras cenaba, doña Leonor y don Matías no le quitaban ojo. Leonorcita interrogó:
—¿Por qué me miráis así?
Doña Leonor frunció el entrecejo.
—Que te lo explique tu padre.
Se levantó de la mesa, y con paso digno y mesurado salió del comedor. Don Matías dijo:
—¿Dónde has estado, hija? ¿No sabías que era muy tarde y que nos dabas un disgusto?
—No es tan tarde, papá. He estado por ahí.
—¿Cómo que no es muy tarde? En estos momentos —consultó su reloj—, las once y veinte. ¿Y no te parece tarde? O tú estás loca o nos crees idiotas. ¿En qué casa —bramó— sabes tú que las hijas se presentan a cenar a estas horas? Mira, niña, es, entiéndelo bien, el primero y último día que te presentas aquí después de las nueve y media. Sí, sí, sí..., puedes decir que somos unos anticuados, que estamos rancios o apolillados o lo que quieras, pero a las nueve y media aquí.
—Pero, papá. He estado en casa de unos amigos, un guateque, y claro, se me ha pasado el tiempo. Luego, venir desde tan lejos...
—Pues tenéis los guateques por la mañana, de siete a una, y se acabó. Y no hay más que hablar.
Don Matías, asombrado de su energía, se zambulló en el periódico. Leonorcita terminó de cenar en silencio. Dio las buenas noches y se fue hacia su habitación. En la habitación entró silbando, pero se le cortó el silbido al ver a su madre esperándola. La primera precaución de doña Leonor fue cerrar la puerta. Después cogió un pellizco en el brazo de Leonorcita.
—Me vas a decir, so perdida, dónde has andado. Te habrás dado cuenta de que me he marchado del comedor por no dar un disgusto a tu padre.
Leonorcita, al principio, se mordía los labios de dolor, luego dio unos ayes, y acabó llorando.
Doña Leonor la instaba:
—No hagas la Magdalena. Dímelo todo, que no sé lo que va a ser de ti, golfanta. ¿Ha ocurrido lo peor?
—No, mamá —hipó Leonorcita.
—Mira —doña Leonor echaba el aire por la nariz como un potro después de una carrera— que no voy a tener compasión. Mira que te pongo en la escalera y aquí no vuelves a entrar.
Leonorcita hizo un esfuerzo y se desprendió de su madre.
—Pues si te pones así, me voy.
—¿Que te vas? ¡Estaría bueno! Lo que va a ocurrir es que no vuelves a pisar la calle en los días de tu vida. ¿Qué has hecho, desgraciada?
No le respondía Leonorcita.
—Dímelo, por caridad, para ver si todavía hay arreglo.
Se volvió de espaldas la hija. Doña Leonor no pudo resistir más y le golpeó la cabeza, le tiró del pelo. Leonorcita se echó, llorando torrencialmente, sobre la cama. Doña Leonor se fue calmando. Su figura, vista con el rabillo del ojo por Leonorcita en una pausa del llanto, se agigantaba, se hacía imponente.
—Anda, Leonorcita, díselo a tu madre. A una madre se le cuenta todo, por muy malo que sea.
Leonorcita se estremeció. Cambió el llanto. Ahora ya no era de rabia, humillación y dolor; ahora tenía inflexiones de amor filial y esperanza.
—¡Ay, mamá, mamaíta!
—Cuéntamelo todo, como si fuera tu amiga más íntima.
—Me ha prometido que nos casaremos en seguida.
—Que lo tenga por seguro. Mañana mismo voy a hablar con él.
—No, mamá, que lo puedes estropear.
—¿Me vas a enseñar tú a mí mis obligaciones? Ahora, duérmete tranquila. Todo se arreglará.
Doña Leonor besó a su hija. Cerró la puerta con cuidado al salir, como si su niña estuviera dormida, y se encaminó a su dormitorio. Don Matías se rascaba, sentado en la cama, las espaldas. Todavía tenía cercano a sus manos el periódico.
—¿Cómo has tardado tanto? ¿Qué le has dicho a la chica?
—Nada, hombre.
—Ya le he explicado yo que como venga otro día tan tarde duerme en la escalera.
—No volverá tarde nunca más, no te preocupes. La he cantado las cuarenta.
—Con los hijos no hay que ser tan duro, Leonorcita; le había dicho yo bastante en el comedor.
—Con los hijos, puede; pero con las hijas...
Doña Leonor se puso el camisón. Don Matías preguntó:
—¿Apago la luz?
—Cuando tú quieras.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
Doña Leonor, según dijo Anuncia, amaneció con las del Beri. Se levantó temprano y tocó diana para todos gritando energuménicamente. Don Matías no pensaba haber bajado al Mercado, porque no se sentía bien; pero al ver el cariz que iban tomando las cosas, optó por marcharse de casa. Doña Leonor llamó fuertemente con los nudillos en la puerta de la habitación de Leonorcita. Después entró.
—Arriba, gandula, que ya es tarde.
Leonorcita fingió un despertar repentino, con restregón de ojos y arreglo de cabello. Humildemente preguntó:
—¿Qué, mamá?
—Que te levantes, que tenemos que ir a ver a ese guarro.
Leonorcita saltó de la cama y comenzó a desarrollar una actividad tan inusitada como inútil. Pedrolas acababa de dejar el baño.
—Mamá, ¿yo qué hago?
—Desayuna y te pones a estudiar algo.
—Pero, mamá, si no me gusta.
—Pues te pones a estudiar, y no marees.
Doña Leonor y Leonorcita salieron a las diez y media de la mañana, muy arregladas, rumbo al almacén de chatarra de Antonio Zurita. Doña Leonor hacía recomendaciones a su hija por el camino:
—Tú, ni despegar los labios; la que tiene que hablar soy yo. Te limitas a afirmar lo que yo diga cuando te lo pregunte.
Luego siguió en tono amenazante:
—¡Me va a oír! Hacerte eso a ti.
Don Matías, en el Mercado, estaba medio dormido. Su encargado le hacía preguntas, que eran contestadas con vaguedades.
—Don Matías, están decomisando unas cajas de pescadilla por estar en malas condiciones.
—Hum.
—¿Vemos de untarle al guardia?
—Hum.
El encargado se encogía de hombros y se marchaba. A poco volvía.
—¿Cuánto hielo cogemos hoy?
Doña Leonor y su hija encontraron a Antoñito acompañado de su padre. Antoñito puso mala cara al verlas entrar. Don Antonio sonrió ampliamente.
—Buenos días, doña Leonor y Leonorcita —dijo—. ¿A qué debemos su agradable visita?
—¿Se puede hablar en un sitio reservado? —respondió doña Leonor.
—Sí, pasen, pasen a la oficina.
Leonorcita quería hacer un gesto de explicación a Antoñito, pero estaba vigilada por su madre y no se atrevía. Doña Leonor la hizo pasar delante de ella.
—Siéntense ustedes. Ustedes disculparán que esté todo un poco..., como si dijéramos, descuidado. Ya sabe usted, doña Leonor, lo que son estos negocios.
—Sí, don Antonio.
Hubo una pausa grande, que rompió don Antonio con cierta alegre inconsciencia.
—Pues ustedes dirán.
—Vengo —la voz de doña Leonor estaba templada como una hoja de espada— a hablar de la boda de nuestros hijos.
—¡Ah, sí! Pero ¿qué prisa hay?
—Mucha; han ocurrido cosas entre Leonorcita y su hijo que la hacen inminente.
—Pero habrá que escuchar a los interesados, ¿no le parece?
—A una ya no hay que escucharla. El otro dirá.
Antoñito fue a hablar, pero su padre le atajó:
—El caso es, doña Leonor..., ¿cómo se lo diría yo a usted?..., que el negocio nuestro pasa por un mal momento...; y, claro, usted se dará cuenta que a estas alturas un fuerte desembolso, que sería necesario.... pues no sé si lo voy a poder hacer...
Doña Leonor enarcó las cejas y tomó aire. Tenía los labios tan apretados, que al comenzar a hablar se le vieron los dentales manchados del rouge.
—De eso no se preocupe —casi silabeó—; a Dios gracias, aunque no somos ricos, podemos cumplir con dignidad.
—Muy bien, doña Leonor... Yo quisiera...; de todas formas, lograré un crédito...
—Mañana saldremos a arreglar los papeles. Ustedes ya los pueden ir preparando. La boda será dentro de un mes. ¿Conformes?
—Conformes.
Se levantó doña Leonor y salió, seguida de su hija. Don Antonio Zurita le extendió la mano al despedirse, pero doña Leonor hizo como si no se hubiera percatado del gesto.