Crónica de los novios del ferial
Título inicial: «Los novios del ferial», La Hora, 21-V-1950.
Hacía calor. El sol se ahogaba en una nube de polvo y humos de churrada. El último tiovivo se montaba a trabajos forzados, por una gavilla de peones sucios de negras grasas y de malas palabras. El grito destemplado del barraquero invitando a entrar en el cementerio de los toreros y los toros célebres, juntamente con la música de pronunciamiento de sargentos del Salón de los Espejos, la música bucólica de los caballitos y la wagneriana del Tren del Infierno alborotaban los nervios y daban garrote vil allí mismo. Todos tenían las manos sudorosas y untadas.
Hacía calor. Una niñera gruesa empujaba, entre la multitud, el carrillo de la niñez. Imperturbable, blanca de encajes y de cintajos, se abría paso en el estruendo como gran comendadora de la feria. Los soldados trasudaban el rancho del mediodía y las criadas arrastraban los pies delante de ellos, contoneando las ancas y dejando el reguero de sus pruritos de elegancia tras ellas; los soldados absorbían como animales los perfumes de alcoba sin ventilación y de droguería mareante.
Hacía calor. Comenzaba ya el desfile de las cuadrillas de mozos hacia la plaza. Para ver la comitiva a ambos lados de la calle, se extendía el muestrario tembloroso de los viejecitos. Comentaban sus tiempos de fiestas grandes, diciéndose campanudamente recordando a los muertos: «Fulano era muy torero. Ji, ji. Muy torero. ¡Qué tiempos aquellos! "El Guerra". Ji, ji. "El Guerra", el mejor.»
La feria se quedaba con los sin dinero, los paseantes, los profesionales del asombro. Mientras, la plaza de toros se iba llenando de la alquimia española, de las gentes del sol y de la sombra, de las reacciones misteriosas y profundas de un público agridulce.
El polvo se iba reposando en el campamento feriante. Las calderas de las churrerías se enfriaban. El loco del cementerio de los muertos de cera y de las pieles infladas de borra, gargarizaba repugnante a la puerta de su establecimiento. Algún soldado probaba puntería en la bolita de corcho o en el pajarito. Los tiovivos descansaban su inútil girar, con los caballos en pasmo de galope atravesados por lucientes barras, tal que una colección de insectos monstruosos.
El Teatro Circo de la feria preparaba su función de la tarde. Una especie de sátiro piropeaba a las mujeres que divisaba desde el tabladillo. Dos cómicos le reían las groserías. La poca gente que transitaba por entre las barracas, cuando llegaba a su altura se paraba un momento, contemplándolos como a seres de una jaculatoria. Las reflexiones secretas a su costa, siempre se concretaban en las hambres que pasarían.
Este momento tranquilo de la feria era aprovechado por algunos señores curas, para enterarse llenos de curiosidad de lo que había aquel año. Pasaban conmiserativos y robustos en la fe de que aquello sí que era la vanidad de vanidades del libro sagrado. Hubo un momento en que sólo los puestos de vino tenían sus indefectibles parroquianos.
Insensiblemente, a la caída de la tarde, se fue llenando el estrecho callejón de barracas, hasta que una ola, recién vertida de la plaza de toros, lo pobló todo con sus canciones, sus comentarios y su barbarie. Los diálogos se cifraban siempre en lo extraordinario:
—Vamos a ver esto, que debe ser de aúpa.
—Vamos a ver a la gigante, a enamorarla.
—Vamos a Teruel, a armar ruido —decía el gracioso.
Y si se reían los cuadrillistas lo volvía a repetir cuatro o cinco veces, cada vez más flamenco, más consciente de que había dicho algo importante.
El teatro anunciaba por sus altavoces el principio de la función en diez minutos transformables en media hora, es decir: hasta que se llenase y no cupiese en él ni un grito más. Dos hombres de trapo, con la cara más que maquillada, evidentemente sucia de colorines, gesticulaban y hacían la pantomima de un discurso o una canción, mientras impúdicamente, al lado de ellos otro hablaba o cantaba por el micrófono.
La lista del espectáculo no era larga:
Anthony Sisters, pareja de baile clásico y moderno.
Chiquilín, caricato.
Amadei, ventrílocuo.
Dos Ribelins, bailarinas y vocalistas.
Amoldo de Libia, recitador
Pepa La Tiri y Manolé, «cantaora de grande y guitarrista».
Amén de los Tozudos de la Hilaridad.
En un pizarrón estaba escrita con letras torpes de primera enseñanza y con dibujos alusivos, casi macabros, casi procaces.
Cuando la gente llenó por completo el corral, cuando el alboroto y la jerga campaban y se comían churros y patatas fritas por toneladas, y los más inaguantables enfocaban el chorro maravilloso de sus botas de vino, desde la altura zaguera al patio de las sillas, dio comienzo el espectáculo. A los rataplanes de una marcha estrambótica se descorrió el primer cortinón, dejando ver otro rosa, después éste, dejando ver otro azul y por fin un telón representando la calle de Alcalá. Gran algazara. Las luces de las candilejas alumbraban el escenario, aunque aún clareaba el día, cosa que sirvió para no ver demasiado bien al homúnculo que apareció anunciante y pecador, dando grititos y componiéndose asqueroso. Se turbó el público y hubo protestas e insultos. De todos modos, al tipejo se le daba un ardite, porque no perdió la serenidad.
Una pareja salió al escenario, mientras la orquesta, mal que bien, daba la melodía de una canción popular. Bailaban lo mejor que podían. Ella tenía un vago gesto de cansancio corriéndole por el rostro, a veces se le paraba en el arco de las cejas, a veces le alargaba las comisuras de los labios. Cuando terminó el baile y saludaron, les sucedió el caricato que contó algunos chistes de pornografía más o menos confusa. Le insultaron y tuvo una buena contestación para un espontáneo frenético. Los municipales entraron a llevarse a un borracho desamparado, que acababa de vomitar sobre una señorita plácidamente divertida con su novio.
Debajo del tablado estaban los camerinos, los dos camerinos, uno para mujeres y otro para hombres: el de las señoras y el de los caballeros. La muchacha que acababa de bailar se retocaba el maquillaje, en combinación, presta a ponerse el vestido de faralaes.
Hablaba cariñosamente con su pareja, pegada al tabiquillo de madera. Estaban casados hacía muy poco: en los Sanfermines.
Le recordaba que, en los botitos, un tacón se aflojaba, que no taconeara muy fuerte no se fuera a quedar sin él y que nada más acabar había que salir pitando hacia la fonda.
La muchacha se arreglaba el vestido de lunares. Encima de sus cabezas sonaban los pasos del recitador y su voz mantecosilla y, luego, su canturreo; declamaba poesías flamencas. De vez en cuando se oía un tímido ole. Aquello no le gustaba a la gente. Entraron las Ribelins y la saludaron cariñosas. En el tabiquillo dieron unos golpes.
—Margarita, me ha dicho don Antonio que hoy cobramos.
—Me alegro, porque tengo que comprarme unas medias. Apartando la cabeza del tabiquillo se volvió hacia las Ribelins con entusiasmo.
—¡Chicas, que hoy cobramos!
—Ya era hora, aunque más vale tarde que nunca. Yo ya tenía mi escama —dijo la mayor.
Del otro lado volvía a llegar la voz:
—Margarita.
—¿Qué?
—¿Conocías al gachó de la primera fila que no te apartaba ojo?
—¡Qué cosas tienes! ¡Cómo le voy a conocer! Siempre estás igual.
Después, una pausa.
—¿Te has arreglado?
—Sí. Ahora va don Antonio. Detrás, nosotros.
De arriba venían los juegos de voces de don Antonio y en las espaldas se notaba el escalofrío del público, no visto, pero seguro detrás de las tablas, bobalicón, prieto de groserías, borracho a veces y falsamente rijoso siempre. El público de todas las ferias.
La voz detrás del tabiquillo le sonó en el oído.
—¿Qué quieres, Enrique?
—Que ya estamos listos. Vamos.
En este momento se oían fuertes aplausos a la labor que acababa de terminar don Antonio. Los Anthony se encontraron en la escalerilla. El la enlazó por la cintura y, jugando, la levantó en la cadera, subiendo así los pocos escalones que les separaban de aquel escenario de juguete. Chiquilín les estaba anunciando prosopopéyicamente, y el mismo don Antonio estaba tirando de la cuerda para enrollar su decoración y bajar la que convenía al número.
La luz de las candilejas les deslumbre al entrar. Margarita buscó con la mirada al tipo de la primera fila del que le había hablado su marido. Sí, debía ser aquél. Acabaron el número. Bajaron el telón y sin esperar la soledad de la pensión, Margarita recibió una bofetada de su marido. No podía negar que la esperaba. Los aplausos continuaban. Se echó a correr escalerilla abajo y se metió en el camerino. Al poco rato sonó la voz de Enrique:
—¿Estás lista, chata?
Ella no contestó con ánimo de molestarle. Él volvió a repetir la pregunta y ella volvió a no contestar. Sin alterar en lo más mínimo la voz, Enrique, despacio, le dijo:
—Margarita, que voy...
Y entonces Margarita, que sabía no lo decía en broma, se decidió a responder.
Margarita le hablaba mientras se arreglaba el pelo mecánicamente.
—¿Vamos, Enrique?
—Vamos, Margarita
La calle, el canal de barracas, se les ofrecía lleno de luz, de ruido, de multitud zaragatera. Se pararon a hablar con el de los caballitos, mientras los niños y los grandes cargaban a la redonda a un ejército invisible.
Margarita y Enrique conocían la feria, toda la feria; ellos tenían buena amistad con el dueño del Tren del Infierno, con el taquillero del diabólico Salón de los Espejos, con los churreros sudorosos, con el mangante de los dibujos, viejecillo feo y maledicente. Margarita y Enrique eran de la feria y vivían para ella. Margarita y Enrique se adivinaban en las luces, en los dibujos rupestres de los tiros al blanco, al negro, a la bolita y al pajarito. Se adivinaban en la ruleta vertical con premio de gallo viejo a su valor, en el torpedo de los forzudos, en el oleaje petrificado del carrusel.
Habían sido contratados una vez, para bailar en un teatro de verdad —como decían ellos— y tuvieron un cierto éxito, que les podía haber animado a continuar. Pero no pudieron. Se volvieron al jaleo, al barullo, al tocamerroquismo organizado, al tabladillo con fieras enfrente borrachas y amenazantes.
Margarita y Enrique se perdían camino de la fonda; tenían que volver casi inmediatamente para la segunda función en que hacían cuatro números. Iban cogidos del brazo sin hablarse. Al lado de Margarita pasó un muchacho, ella le miró un instante y entonces Enrique le apretó el brazo con fuerza repitiéndole la misma muletilla de siempre.
—¿Por qué miras a ese gachó, le conoces?
Y entonces Margarita, la novia del ferial, con un dejo de reconvención por los labios, mientras las luces lejanas de los fuegos artificiales del Ayuntamiento rompen las tinieblas del cielo haciéndolo aún más tenebroso, más infinito, le responde:
—Enrique, Enrique...
Y parece que se enciende un Fausto tras la figura del esposo joven mientras se deshace el firmamento con un cohete de nueva invención de la casa Ruiz.