Y éste es el capítulo en que se viene a hablar de una fiesta que en el callejón se hizo y de cómo todos los vecinos, después de ella, quedaron con Dios

La noche de fin de año se presentaba en el callejón hermosa, sin nubes, con un firmamento de baile. Soplaba un vientecillo melocotonero, que hacía bambolearse los faroles de verbena que Gorrinito había colocado a la puerta de su establecimiento. Los vecinos enguirnaldaron el callejón y las ventanas de las casas estaban abiertas como si fuera verano.

En las galerías que daban a las huertas había mucha luz y mucha expectación. El relojero purgaba culpas pasadas, desviviéndose en arreglarlo todo, en disponerlo todo convenientemente. Era un extraordinario maestro de ceremonias: «Vosotros no comencéis a cantar hasta que dé la última campanada; se puede bailar en los portales; no es conveniente que traigáis vino de fuera, porque podría molestarse Eutiquio, que ha comprado muchas cosas y está muy preparado. Si Panchito, Piorrea o alguno se emborracha y molesta, me avisáis, porque ésta es una fiesta familiar y no queremos líos; el altavoz colocarlo bien, para que todos puedan oír.» Sí; el altavoz del viejísimo gramófono asomaba su gigante boca metálica, con el garganchón rojo, por una ventana, queriendo devorar con aquel su aire de pez monstruoso la restinga de la noche, que se fugaba salpicándole de miles de escamas. El altavoz era lo más importante; sin altavoz, la fiesta se estropeaba, se quedaba ajada, no podía morderse la rica fruta de la bullanga ni acerar la voz de alaridos. El altavoz era el Gargantúa de la fiesta, el que daba a la fiesta un aire drolático de antruejo entre parientes, donde la gente bien comida y bien bebida podía desatarse el moño y hacer lo que le viniese en gana.

La noche de fin de año es la noche en que las viejas bailan con los adolescentes y el anís se le atraganta a la jamona, que tose y llena de aspavientos el mundo, mientras que su marido, consumido de carnes, le golpea la espalda, riéndose. Es la noche en que todos los diablillos danzan entusiasmados por los tejados y espantan el sueño de las ratas, trayéndoles la primera inquietud de enero. Es la noche en que alguien —el calaverón de Panchito—, a temprana hora, desafía a beber a un pellejo de vino —el caballero Piorrea— y pierde la apuesta y empieza a trompazos con todo hasta que es reducido y la severa mano de un hombre de paz —Eutiquio, el tabernero— lo silencia de modo contundente. Es la noche en que, para fin de cuentas, dos enemigos hacen la paz y un padre que tenía cierta prevención a un muchacho que enamoraba a su hija bebe con él unas copas de más y siente que le cae simpático y lo trata como a su futuro yerno. Es la noche en que un chófer grandullón y simpático viene con su mujer al callejón y la presenta en sociedad y logra un gran éxito. Es la noche, además, en que Paca aparece y sonríe y los vecinos no se sienten comprometidos por saludarla; porque la vida, en buena filosofía, da muchas vueltas y ¿quién sabe?... Es la noche, por fin, en que San Silvestre está ojo avizor por si alguien, sacristán o perillán, en vino o ladino, siente que la carne le quema y pretende otra paz que no la pura de la diversión. San Silvestre mira, y los diablos, como perros rabiosos, se escapan a las huertas a esconderse en los montones de estiércol que parecen montones de cadáveres de gorriones.

La noche fue una maravilla. En cuanto sonó la última campanada de las doce, los vecinos del callejón hicieron una excelente demostración de fuerza pulmonar, corriendo la pólvora del entusiasmo hasta el catre de los pecados de Panchito, donde reposaba su borrachera madrugadora. Panchito, despertado por el griterío, se sumó al orfeón y, agotadas sus últimas fuerzas, cayó desplomado. Piorrea andaba desbraguetado y a trompicones, pero no se metía con nadie.

De la calle vinieron gentes al callejón —diría luego el relojero—, gentes que sumaron su alegría a la nuestra, y la fiesta creció de tal forma, que no hubo sitio suficiente para todos. Lo que sí hubo, porque San Silvestre se debió de descuidar, fue algunos patosos que no respetaron la honesta alegría de las vecinas del callejón. El altavoz dio las notas de los mejores chotis y polcas de tiempos pasados, música que era como un riego de lágrimas amarillas en las almas candorosas de los concurrentes a la fiesta, juntamente con las canciones de moda, que eran la baba golosona que al altavoz se le desprendía de su bocaza al gustar tanto y tan bien administrado jaleo. Todos bailaron, y bebieron, y cantaron, y... fueron advertidos de que la honestidad en aquel día era la base. A todos les quedó una gran alegría y un dulzor en la memoria, una fruta seca en la memoria que luego, a través de los años, saborearían siempre.

Lo que se divirtieron los vecinos de Andín y las gentes que se les sumaron es muy difícil de calcular. ¿Mucho? No; mucho es poco, porque se divirtieron como nunca y de un modo especial. Se divirtieron, ¡qué sé yo!, como puede tener sensación de libertad una tenca que la echan de una pecera a un estanque y del estanque al río. Pues esto es lo que les pasó a los vecinos de Andín. Ni más ni menos. En otras fiestas se habían divertido mucho, muchísimo, y tal vez sin restricciones de ninguna clase; pero nunca tuvieron la sensación de tan completa y tan ancha diversión, de tan diversión —río, como esta de la noche de San Silvestre. Hasta el amanecer extendieron la potencia de su fiesta. Ya no hacían gracia a las gentes de las galerías sus alaridos y sus músicas, que no les dejaban dormir y que les impulsaban a levantar alguna que otra protesta, que nadie escuchó ni pudo escuchar. Al amanecer, muchos se retiraron; pero hubo gentes que decidieron conminar a Gorrinito a hacer una gigante sopa de ajo. Y se hizo. Panchito estaba levantado y en forma, y pudo comenzar, de nuevo, a beber. La tarde del día 1 la aprovecharon todos para dormir. Al anochecer, cuando se levantaron, el tiempo había cambiado. Hacía frío, mucho frío, y el invierno decoraba de tristeza las calles con nubes bajas y gordas, nubes carnosas que a veces parecen hinchar el cielo de elefantiasis y lo vuelven torpe y le hacen arrugas de barrigudo. Al cabo de un rato empezó a llover. Las torres se difuminaron. Las campanas daban vueltas, taponadas, y su tañido rasgaba el tímpano porque era como un calambre en el aire, como un ahogado grito de socorro, escalofriante y hecho a berbiquí. El invierno seguía.

Existió un día y una noche de verano dividiendo el invierno: el día y la noche de San Silvestre. Día y noche que aprovecharon los vecinos de Andín para hacer su fiesta. Luego se formalizaron, porque ya tenían comentarios para largo tiempo. Quedaron con Dios, satisfechos y nostálgicos, arregladas todas sus querellas. Quedaron con Dios, ellos, los únicos que gozaron hora por hora, rompiendo la piñata de un día y ganando el más pequeño y alegre —como un duendecillo— verano que jamás tuvo el mundo.

El verano de San Silvestre sirvió para que el callejón tuviera, en adelante, un raro perfume de invernadero donde se pueden atrasar, adelantar y hacer desaparecer las estaciones del año. Sirvió, también, para refrescar el alma de sus habitantes y para que éstos esperaran, resignadamente, que la Providencia les abriera alguna otra vez en la vida un manantial de dicha como el de aquel inolvidable día.

La puerta de la taberna mostró colgados, hasta que el viento y las lluvias los destrozaron, los faroles de verbena, los frutos del veranito, que hacían a los vecinos recordar y contentarse con el pasado cuando salían a la calle. Después, el callejón no olió tan mal.

San Silvestre, que los había tomado a broma, comenzó a preocuparse en serio de proteger al pequeño callejón de Andín e hizo el milagro de enviar a Panchito —el único que por vicio faltó a parte de su fiesta— a la cárcel, donde descansó, se formalizó y fue muy visitado, librando así a los vecinos de molestias consiguientes. San Silvestre, además, realizó el milagro de que el Ayuntamiento colocara un mingitorio cercano, cercano, con lo cual ya no tuvieron disculpa los borrachos que pretendían molestar a los vecinos del callejón de Andín y les llamaban ratas, ratas nauseabundas de cloaca. Cloaca, en verdad, luminosa desde aquel día...

(1951)
Cuentos 1949-1969
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